El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en la Casa Blanca. (Chip Somodevilla/Getty Images)

He aquí las claves para entender los diferentes procesos por los cuales el presidente de Estados Unidos podría apartarse de su cargo.

Desde el momento en que Donald J. Trump fue investido presidente el 20 de enero, mucha gente muy sensata por todo el mundo se ha estado preguntando si se las arreglará para terminar sus cuatro años en el cargo. Puede ser difícil imaginarse 3 años y 8 meses más de su presidencia, pero el sistema favorece la estabilidad y por tanto favorece un mandato completo (inserte aquí su comentario sobre la ironía que encierra todo esto). No obstante, las voces que piden un impeachment han ido en aumento en Estados Unidos después de cada nueva oleada de escándalos, especialmente los relacionados con la implicación de Rusia en las elecciones de 2016.

Su peor semana hasta el momento fue vertiginosa: el despido del director del FBI, James Comey, que encabezaba la investigación sobre Rusia, seguido por una reunión en el Despacho Oval al día siguiente con el ministro ruso de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov, y el embajador Serguéi Kisliak. En esa reunión, Trump sintió la necesidad de jactarse: “Recibo una magnífica información de inteligencia. Tengo gente que me la facilita a diario”. Y procedió después a contarles información clasificada proporcionada por Israel, que no había autorizado su difusión.

De modo que, ¿podemos destituirle ya? No tan deprisa. La Constitución no es para nada clara en lo que se refiere a qué “delitos y faltas graves” exactamente son susceptibles de activar un proceso de impeachment. Desde luego lo que él haga es importante, pero el proceso de apartarle del cargo depende más de decisiones políticas y de la opinión pública que de cualquier posible recopilación de pruebas legales. Y eso es así para cualquiera de los tres modos en que Estados Unidos puede deshacerse de un presidente: demostrando su incompetencia y apartándolo por medio del artículo 4 de la 25ª Enmienda de la Constitución; un proceso de impeachment por el Congreso; o su propia dimisión. De los tres, el único que se ha aplicado con éxito hasta el momento es el de la dimisión: en el caso de la presentada por el presidente Richard Nixon.

Artículo 4 de la 25ª Enmienda de la Constitución de Estados Unidos

Desde cualquier punto de vista medianamente sensato, el comportamiento de Trump durante la campaña fue lo suficientemente errático para dejarle fuera de la Casa Blanca. ¿Recuerdan cuando en 2012 todo el mundo se preocupaba de que pedirles a los republicanos que votaran a un mormón iba a ser demasiado pedir? Mucha de esa misma gente eligió a un Donald J. Trump divorciado dos veces, con cinco hijos de tres matrimonios distintos y que afirmaba que agarraba a mujeres desconocidas por los genitales. Es difícil distinguir si estamos ante un fenómeno que empieza y acaba en Trump o si hemos entrado en un nuevo mundo en el que los políticos pueden decir y hacer lo que les dé la real gana, y, de cualquier modo, todo esto ha sido perturbador para quienes creen en el peso que va implícito en un alto cargo.

Muchos se preguntaron si precisamente el peso de la presidencia lograría que Trump moderara su retórica, pero no ha sido así. Los arrebatos espontáneos en Twitter a altas horas de la madrugada han continuado, y los apretones de manos extremadamente agresivos con otros líderes extranjeros y el reciente empujón a un primer ministro han servido para ofrecer una penosa imagen ante la opinión pública. La mayor parte de lo que ha hecho revela simple incompetencia más que malicia o algún tipo de plan bien meditado. Trump es como un id freudiano con piernas.

Han emergido también continuas informaciones de cómo el personal que trabaja para él tiene que controlarle, desde retirarle el acceso a su cuenta de Twitter durante los últimos diez días de la campaña a asegurarse de que recibe una dieta de noticias positivas para evitar que descargue en Twitter su frustración por la cobertura negativa de los medios. También ha mostrado, una y otra vez, una muy dudosa relación con la verdad, y tampoco tiene la paciencia para las detalladas sesiones informativas en las que la mayoría de los presidentes basan sus actuaciones. Se han escuchado bastantes comentarios sobre si sufre demencia o se encuentra en la fase inicial de la enfermedad de Alzheimer, lo que no parece una acusación descabellada teniendo en cuenta que su padre la padeció durante seis años.

Por tanto, no resulta sorprendente que bastante gente contemple la 25ª Enmienda como una solución. Esta enmienda fue escrita tras el asesinato de Kennedy, que puso el foco sobre el hecho de que no existía ninguna disposición constitucional que cubriera la posibilidad de un presidente incapacitado, pero no muerto.

Pero, al igual que el impeachment, esta opción exige que sus aliados de partido de alguna manera se vuelvan contra él. Requiere que el vicepresidente y una mayoría de miembros de su Gobierno envíen una declaración escrita al presidente pro tempore del Senado y al de la Cámara de Representantes señalando que el presidente es incapaz de cumplir con las atribuciones y deberes de su cargo. Al margen de que estas personas le deben sus puestos a Trump, esta posibilidad también exige que o bien ellos mismos o bien un grupo de expertos en salud mental evalúen las capacidades y el estado mental del dirigente, algo en lo que ninguna de esta gente quiere profundizar. Este es un escenario muy poco probable.

El impeachment

El siguiente de la lista es el famoso proceso de destitución o impeachment, la palabra que está en boca de todos. Solo dos presidentes, Andrew Johnson y Bill Clinton, han sido sometidos a este proceso por la Cámara de Representantes. Y ambos fueron posteriormente absueltos por el Senado. La Cámara había redactado las acusaciones contra Richard Nixon, pero este dimitió antes de que pudiera celebrarse la votación.

Lo más importante que hay que tener en cuenta sobre el impeachment es que es un proceso político, no legal. Un buen recordatorio es el de Bill Clinton, que se centró en un asunto sexual que no tenía ninguna consecuencia política para el país pero que se convirtió en un grito de guerra para una Cámara de Representantes de mayoría republicana. Aquí es donde comienza el proceso, luego se investigan las acusaciones, se vota y finalmente se aprueba o se rechaza por una mayoría simple. Lo que constituye “delitos y faltas graves” no está claro y por tanto al final todo se reduce a lo que la Cámara considera que es o no susceptible de motivar el impeachment.

El caso de Andrew Johnson es en cierto modo similar. Johnson era demócrata pero se convirtió en vicepresidente del republicano Abraham Lincoln como parte de una candidatura de unidad en su campaña de reelección de 1864, y cuando Lincoln fue asesinado, en 1865, Johnson pasó a ser presidente. Era sureño y racista, justo en la época posterior a la Guerra Civil, y se enfrentaba a un Congreso compuesto en sus tres cuartas partes por republicanos. Johnson era conocido por su tosquedad y por ser “esclavo de sus pasiones y rencores”; los republicanos le despreciaban pero era del agrado de los demócratas blancos del sur, que sentían que representaba un estilo de vida que estaban perdiendo. Sus enemigos en el Congreso consiguieron que fuera ilegal que Johnson despidiera a ciertos funcionarios, tendiéndole así una trampa en la que el presidente cayó; luego usaron este argumento para aprobar las acusaciones que necesitaban para poner en marcha el impeachment.

Ambos casos muestran que es la Cámara de Representantes quien decide qué es lo que constituye una ofensa merecedora de impeachment, convirtiéndolo en un proceso partidista. Y lo que sucedió después en ambas ocasiones también revela lo importante que es la opinión pública. Ambos demócratas fueron absueltos por senados que contaban con mayorías republicanas. A diferencia de la Cámara de Representantes, que solo necesita una mayoría simple para el impeachment, el Senado celebra un juicio, presidido por el presidente del Tribunal Supremo. Un equipo de miembros de la Cámara ejercen de fiscales y el presidente cuenta con su propio equipo de abogados defensores. Para apartar al presidente del cargo, al menos dos tercios de los senadores deben votar a favor del veredicto de culpabilidad.

La opinión pública desempeñó un papel importante en ambos casos, en los que la votación final incluyó a republicanos que votaron a favor de la absolución. Durante el juicio a Johnson en el Senado reinaba un intenso temor a que el país pudiera verse arrastrado de nuevo a una guerra civil y se extendió la sensación de que los republicanos se habían excedido, todo lo cual motivó que algunos republicanos moderados se echaran atrás. Tampoco ayudó que la votación se celebrara en mayo de 1868, solo meses antes de unas elecciones generales.

En el caso de Clinton, su equipo montó un gabinete de crisis para gestionar la comunicación y puso en marcha un plan estratégico para separar el impeachment y el juicio de la comunicación del día a día de la actividad de la Casa Blanca, incluyendo las declaraciones realizadas por Clinton. Haciendo gala de un gran rendimiento bajo presión, Clinton estaba teniendo un enorme éxito como presidente por su actuación en el proceso de paz de Oriente Medio y el repunte de la economía en el momento en el que todo esto estaba sucediendo. Y quizá lo más importante es que Clinton, el presidente asociado con la frase “Comparto tu dolor”, mostró un gran arrepentimiento por su aventura con Monica Lewinsky así como por su intento de taparlo y las mentiras que declaró al respecto.

Quizá Hillary Clinton, que trabajó en las acusaciones para el impeachment contra Nixon cuando era una joven abogada, había visto el efecto que tuvo la ausencia de remordimientos de Nixon en su posterior dimisión y aconsejó a su marido mostrarse más abierto y comunicativo ante la opinión pública. O quizá, simplemente, y con motivo, disfrutó de la autoflagelación de su marido. De cualquier forma, nos lleva a un factor subyacente esencial en la tercera manera en la que los estadounidenses pueden deshacerse de un presidente: la dimisión.

Dimisión

Mi primer recuerdo que tiene que ver con la política es el de ver a Richard Nixon hablando y a mi padre gritándole a la televisión. Corría 1974, Nixon había dimitido, y mi padre, que era republicano, estaba muy enfadado. Solo los leales al partido recalcitrantes como mi padre estuvieron de su parte hasta el final, que, con las grabaciones que se convirtieron en la “pistola humeante” para el presidente, fue bastante dramático. Durante los seis meses previos a su dimisión, sus índices de aprobación oscilaron entre el 24-25%, que es el segundo más bajo desde que son medidos por Gallup (Truman llegó al 22%, George W. Bush al 25%). Con una votación pendiente en la Cámara para aprobar el impeachment, una posible declaración de culpabilidad en el Senado y tras la dimisión de su propio vicepresidente, Nixon escogió la opción más segura de renunciar.

En contraste, el equipo de Clinton fue capaz de argumentar que no se había producido ningún abuso de poder mientras el presidente disfrutaba de los mejores índices de aprobación de sus 8 años en la presidencia, que alcanzaron un pico del 73% el fin de semana anterior a su impeachment.

Aunque ambos fueran hombres brillantes y presidentes eficaces, Clinton y Nixon muestran un verdadero contraste que no augura nada bueno para Trump, quien, como Nixon, tiende a considerarse siempre a sí mismo como una víctima. Los dos son conocidos por su paranoia, afán de venganza y afición a echar las culpas a los demás. Además, aunque es bien sabido que Clinton es parlanchín y le gusta salirse del guion, también sabe cómo trabajar con un equipo de comunicación y seguir una estrategia para hacer llegar un mensaje concreto. Trump es absolutamente incapaz de hacerlo, así que es difícil imaginar cómo el equipo de comunicación que está montando para gestionar esta situación va a poder ser mínimamente efectivo.

Lo que Trump tiene a favor es un Congreso de mayoría republicana que quiere seguir en el Gobierno y no combatir contra su presidente. Dicho esto, cada vez parece más posible que los demócratas puedan recuperar la Cámara en 2018 y, si eso sucede, entonces podemos esperar que comience el procedimiento de impeachment. Una dimisión o un veredicto de culpabilidad por el Senado, aunque improbables, van a depender sobre todo de cuánta indignación sea capaz de generar entre los ciudadanos estadounidenses y el mundo.

Sin embargo, esos mismos modos de “elefante en una cacharrería” que contribuyeron a catapultarle a la Casa Blanca pueden ser los que al final acaben con él, junto con su célebre capacidad para ofenderse con facilidad. Tras sus primeros cien días en el cargo, Trump declaró a Reuters: “Me encantaba mi vida anterior. Tenía tantas cosas en marcha. Esto es más trabajo que mi vida anterior. Pensé que sería más fácil”.

Quizá el escenario que resulta más fácil imaginar es la renuncia de Trump después de haberse hartado definitivamente de todo esto. El circo mediático que ha rodeado al testimonio en el Senado del exdirector del FBI James Comey, con la celebración incluso de fiestas para seguir en directo la comparecencia por televisión, ha incrementado el ruido sobre si Trump ha cometido obstrucción a la justicia y si eso puede servir para poner en marcha el impeachment. Como era de esperar, Trump ha contraatacado vía Twitter, llamando a Comey mentiroso y acusándole de filtraciones a los medios y se ha ofrecido a testificar bajo juramento. Ha comenzado además un evasivo juego con la prensa sobre si tiene o no grabaciones de sus conversaciones con Comey. Todo lo cual probablemente les esté provocando a sus abogados y asesores episodios de insuficiencia cardiaca.