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Manifestación a favor de los derechos de los migrantes en Londres. (WIktor Szymanowicz/NurPhoto via Getty Images)

Un retrato de la influencia de siglos de migración en la conformación de Londres.  

Migrant city: a new history of London

Panikos Panayi

Yale University Press, 2020

En 1910 se fundó la Sociedad de los leales camareros británicos, instigada por “un resentimiento xenófobo hacia el predominio de extranjeros en el sector de los restaurantes”. Protestaban por la importancia cada vez mayor del Club de camareros alemanes, fundado más de cuatro décadas antes y que consideraban un ejemplo de competencia desleal de los extranjeros. La “reacción nacida del sentimiento nativista”, en palabras del autor, pretendía detener y hacer retroceder las inmensas olas de inmigración y buscaban “el desplazamiento del extranjero y el restablecimiento del británico”. Esos son los mismos sentimientos que parecen formar la base de las políticas de la actual ministra del Interior británica, Priti Patel, que es, irónicamente, hija de inmigrantes procedentes del subcontinente indio. A pesar del ruido, las dificultades e incluso el racismo de estos puntos de vista, de los numerosos decretos reales —como el que prohibió la entrada de judíos en Inglaterra en 1290— y las leyes del Parlamento que, durante más de un siglo, han tratado de restringir la llegada de inmigrantes a Londres y el Reino Unido —empezando por la Ley de Extranjería de 1905—, la marea se niega a retroceder, aunque en los últimos siglos ha cambiado a menudo de dirección. Los baristas no suelen ser británicos y muchos empleados de banca en la City también proceden de otros países, igual que los profesionales del Servicio Nacional de Salud, para no hablar de los trabajadores de la construcción.

Existen muchas historias de Londres llenas de erudición, pero el autor plasma aquí su propia experiencia como hijo de inmigrantes grecochipriotas para contar la historia económica de una de las ciudades más cosmopolitas del mundo. El libro está organizado por temas y, con gran acierto, incluye a los irlandeses (considerados extranjeros hasta épocas recientes), aunque no a los escoceses, galeses ni ingleses. Presta más atención a los dos últimos siglos y, por tanto, a los alemanes, los judíos del Europa del Este, los hugonotes franceses y los italianos. Pasa más deprisa por los inmigrantes de origen asiático y africano desde 1945. La comprensión que muestra Panayi de la vida laboral en la capital del mundo hace que su libro se centre en la lucha por la supervivencia que los emigrantes y sus descendientes siempre han tenido en común con sus conciudadanos del Reino Unido, desde los traperos judíos del East End a finales del siglo XVIII, pasando por los inmigrantes procedentes de las Indias Occidentales y reclutados por la red de transportes londinense durante la posguerra, hasta los bangladesíes que controlan los restaurantes indios y los que llegaron de Polonia y otros países de Europa del Este tras la caída de la Unión Soviética. Tal vez hoy ha disminuido el número de extranjeros en Londres debido al Brexit y la Covid-19, pero no parece probable que ese vaya a ser el final de dos mil años de historia.

En 2011, casi un tercio de los 8,2 millones de habitantes de la capital había nacido fuera del Reino Unido, una “superdiversidad” que no tiene parangón en ninguna otra capital europea. Ninguna otra tiene una historia de diversidad de dos mil años como Londres. Esa es la fecha de su fundación por parte de unos romanos que llegaron de la Galia, Germania, el Norte de África e incluso más lejos. La diversidad de la ciudad está integrada en su historia, en su entramado, mucho más que en París, Berlín, Viena o Madrid. La Roma imperial tenía una gran diversidad, pero la ciudad que renació tras la caída del imperio, mucho menos. El hecho de que Londres se convirtiera en el primer puerto mundial desde finales del siglo XVII, su imperio abarcara el mundo entero y la City desempeñara y continúe desempeñando un papel tan importante en las finanzas mundiales provocó que acabara teniendo un multiculturalismo único. París, hasta hace poco, estaba dominada por una poderosa clase de funcionarios; Madrid no tuvo ninguna importancia económica en España, ni mucho menos en el mundo, hasta la era moderna; Roma era una ciudad de Papas y arte, no de influencia económica y Berlín solo empezó a tener un papel importante en Prusia y después Alemania a mediados del siglo XVIII. Durante la Segunda Guerra Mundial, Londres acogió a los gobiernos exiliados de Bélgica, Noruega, Holanda y la Francia Libre. En los últimos tiempos ha atraído a ricos empresarios de Rusia, India y China.

Por un lado, los migrantes han aportado mano de obra barata y, por otro, talento en sectores en los que era escaso entre la población local; pensemos en lo que supuso para la creación musical europea la llegada del compositor Händel a Londres, hace tres siglos. Antes de él, los hugonotes franceses se establecieron como tejedores y relojeros. Los italianos, que en el siglo XIX procedían en su mayoría de unas cuantas ciudades del norte de Italia cercanas a Lucca y se especializaban en la venta de helados, ya estaban presentes en el Londres del siglo XVI, pero como magos de las finanzas. Los recién llegados se agrupaban en ciertos barrios, pero hablar de guetos no se ajusta del todo a la realidad. A medida que prosperaban, muchos se trasladaban a otras zonas de la gran metrópolis: Southall es la pequeña India y al sur del Támesis están los principales distritos negros, de forma que el mosaico resultante en una ciudad en la que la riqueza y la pobreza son vecinas es otro rasgo muy característico.

La mezcla de la persistente explotación de los inmigrantes en trabajos mal remunerados, su batalla contra el racismo incrustado y la gran contribución que hacen a la vida de la capital es una paradoja que se niega a desaparecer. El movimiento Black Lives Matter y los graves efectos de la Covid-19 en las comunidades negras, asiáticas y de otras etnias han sido, para muchos de nosotros, una brusca llamada de alerta sobre un racismo que sigue estando institucionalizado. Un informe del departamento inglés de Salud Pública publicado en junio de 2020 llegaba a la conclusión de que los británicos no blancos tenían un riesgo de morir de coronavirus hasta un 50% superior que los británicos blancos. En Francia, la situación no es muy distinta. “A través de los siglos, cientos de personas han fallecido como consecuencia de las acciones de matones” y la experiencia de los futbolistas negros, no solo en Londres sino en otras ciudades europeas, indica que la batalla contra la discriminación racial no ha terminado, ni mucho menos.

Pese a ello, en el Reino Unido puede haber ministros del gobierno de origen indio y paquistaní, en Francia puede haber ministros procedentes del Norte de África y en Alemania los ciudadanos de origen turco tienen un peso cada vez mayor en la política. En Londres, escribe el autor, se han tardado decenios en abordar el problema del fuerte sesgo anticaribeño y antiafricano de la policía metropolitana y los delitos racistas son habituales. Se calcula que hoy viven en Londres más de 500.000 inmigrantes sin papeles, en su mayoría solicitantes a los que se ha denegado el asilo, y muchos de los sin techo son inmigrantes recientes. Y duermen al lado de multimillonarios rusos o indios. Pero lo mismo sucedía en el siglo XVIII cuando los esclavos negros trasladados a Gran Bretaña por los dueños de las plantaciones y liberados tras la abolición del comercio de esclavos en 1807 se sumieron en la pobreza más abyecta. En el estudio sobre el trabajo en Londres y los pobres londinenses llevado a cabo en 1861 por Henry Mayhew se habla de “polacos indigentes”, “mendigos hindúes” y “mendigos negros”. En Londres, el movimiento Black Lives Matter está pidiendo una revisión de la historia colonial para acabar con la discriminación racial. Lo mismo ocurre en Francia con la necesidad de reevaluar su pasado colonial en el norte y el oeste de África.

Los migrantes huyen del miedo y las persecuciones en sus países natales y se refugian donde se sienten seguros. Londres ha sido destino, pero también el punto de partida para un viaje a través de Gran Bretaña y hasta Estados Unidos. Con frecuencia ha acogido a revolucionarios en el exilio (Karl Marx y Simón Bolívar, Lajos Kossuth y Giuseppe Garibaldi, Vladimir Lenin y Jomo Kenyatta) que han convertido la ciudad en un lugar políglota, en el que se oyen más de 300 idiomas. El capítulo “Racistas, revolucionarios y representantes” explica que los revolucionarios que han vivido en Londres “han usado la ciudad como punto de partida, útil para mantener sus contactos y desarrollar sus ideas (mientras) otros cometían actos más directos, como colocar bombas, ya fueran anarquistas, irlandeses o islamistas”. La violencia de los republicanos irlandeses contribuyó a allanar el terreno para el autogobierno (Home Rule) de su país, pero la violencia anarquista fracasó. Todavía no está claro cómo acabará la violencia islamista, pero el sistema parlamentario británico, hasta ahora, ha conseguido absorber los intereses de las minorías. Hoy, menos de la mitad de los habitantes de Londres se declaran británicos blancos, pero eso no quiere decir que sea una ciudad violenta. El autor incluye un capítulo fascinante sobre la comida, titulado “El restaurante”, en el que afirma que la aportación de los inmigrantes a la alimentación y las costumbres de comer fuera de casa ha sido más honda “que ningún otro aspecto de la historia de la ciudad”. He pasado media vida en Londres y doy fe de que es así. La diversidad de alimentos que se ofrecen en Londres sigue siendo la mayor de Europa, equiparable solo a la de Nueva York. Y aquí es donde brilla especialmente Panayi, cuando relata numerosas historias individuales de las aportaciones europeas y asiáticas a esta parte fundamental de la economía y la cultura de cualquier ciudad.

El autor prefiere pasar por alto el cine, la literatura, la ciencia y los espectáculos no musicales, pero quizá debería haber mencionado la obra de Israel Zangwill Children of the Ghetto. No dice casi nada de una ciudad que ha sido un centro del pensamiento mundial, desde Erasmus hasta Freud. Alude a la ciudad como “crisol para el desarrollo de ideas revolucionarias internacionales” entre los exiliados políticos, desde Marx y Mazzini hasta los predicadores yihadistas, pero no desarrolla la idea. Tampoco analiza con detalle la presencia aproximada de 40.000 hombres y mujeres que trabajan en los medios de comunicación de Londres, con un peso equivalente al de la City en las finanzas. Con todo, este libro está lleno de historias personales, trayectorias migratorias y fragmentos de vidas individuales en un relato que demuestra un magnífico conocimiento de la realidad económica de Londres. En este libro brillan el dolor, la esperanza y una asombrosa capacidad para convivir y construir una metrópolis única. Otras ciudades europeas ofrecen ricos mosaicos de diversos orígenes —religiosos, nacionales y de clase—, de Barcelona a Copenhague, de Estocolmo a Milán; pero Londres no tiene parangón.

El libro alega de forma convincente que, más que en ninguna otra ciudad de Europa e incluso del mundo, los inmigrantes han influido en el destino de Londres, a veces para mal, pero sobre todo para bien. El hecho de que la ciudad ofrezca una mayor libertad religiosa y política desde el siglo XVIII y haya sido el centro del comercio internacional durante tres siglos y de las finanzas hasta la actualidad explica por qué, a pesar del racismo que aún encuentran, tantos millones de migrantes de todo el mundo han hecho de Londres su hogar.

El libro de Margarette Lincoln London and the 17th Century, The Making of the World’s Greatest City es el complemento perfecto a la obra anterior. La historia de una ciudad que sufrió varios acontecimientos apocalípticos —la peste, un incendio, una revolución—, sobrevivió y se reinventó como la ciudad europea más cosmopolita, no es muy conocida fuera del Reino Unido. En el libro, las dos ciudades hermanas, la City y Westminster, cobran vida en un estilo narrativo que mezcla el dato y la anécdota memorable para explicar los extraordinarios sucesos relacionados con la conspiración de la pólvora de 1605 y el inmenso miedo que generó a que resurgiera el catolicismo. Entre las transformaciones sociales que experimentó Londres a medida que avanzaba el siglo, muy bien descritas, destacan dos cosas. La primera son los enormes cambios que aportaron a partir de 1685 los protestantes hugonotes que huían de Francia. Este grupo, que en 1690 pasó a representar el 10% de la población de la ciudad, transformó su cultura material. El estilo francés se puso de moda, a pesar de que el Reino Unido estaba la mayor parte del tiempo en guerra con Francia.

Después de que Jacobo II no lograra establecer el catolicismo como religión preferente cuando sucedió a su hermano Carlos II, la creación del Banco de Inglaterra y un sistema financiero modernizado sirvió de pilar fundamental para el ascenso de Londres como centro comercial del mundo en los dos siglos posteriores. Además, el Banco contribuyó a construir la estructura de la deuda a medio y largo plazo, que permitió al gobierno financiar sus guerras en Europa y ayudar a sus aliados con un coste muy inferior al de sus grandes rivales, Francia y España.

La autora explica cómo el rey reinstaurado, Carlos II, consiguió tener un vínculo con su pueblo que jamás había logrado su padre, Carlos I, decapitado durante la guerra civil. Carlos II salió indemne de la Gran Peste, el Gran Incendio y la destrucción de la flota inglesa a manos de los holandeses en Medway, en el estuario del Támesis. Los puritanos dijeron que esos reveses eran actos divinos contra un gobernante libertino, pero los monárquicos alegaron que Dios mostraba su enfado porque Inglaterra hubiera matado al gobernante ungido. El rey asumió directamente las riendas durante el Gran Incendio y así demostró estar más preocupado que el Lord Mayor, el alcalde, que la primera noche del fuego descartó la necesidad de intervenir porque “una mujer podría apagarlo orinando”.

No cabe duda de que los inmigrantes dieron forma al Londres que conocemos, pero este paseo por la historia del siglo XVII, que no se hace nada pesado, permite pensar que la suerte de Londres en la era moderna se escribió, contra toda probabilidad, durante los muy turbulentos años en los que el Reino Unido se enfrentó a las ambiciones de Luis XIV de Francia, Felipe IV de España y su ambicioso hermano protestante, los Países Bajos.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia