Las mujeres son las protagonistas de estas cuatro películas, unos relatos que muestran (algunas) de las complejas realidades a la hora de decidir vivir su propia historia, dirimir su pasado, luchar por su visibilidad o interrogarse sobre su identidad.

 

Villa Touma (2014) de Suha Arraf

Una mujer palestina y cristina enciende unas velas en una iglesia. Mohammed ABed/AFP/Getty Images
Una mujer palestina y cristiana enciende unas velas en una iglesia. Mohammed ABed/AFP/Getty Images

Tres hermanas cristianas de Ramala viven recluidas en su mansión. Entre recuerdos familiares, su existencia está marcada por un exilio interior que no deja de recordarles el esplendor pasado, cuando bajo el dominio inglés, los cristianos tenían un papel preponderante en la economía del Mandato. Con la proclamación del Estado de Israel, la comunidad cristiana de Palestina, formada por activos nacionalistas y con representación destacada en las estructuras políticas de centros urbanos como Jaffa o Belén, padeció el mismo destino que sus vecinos musulmanes. El exilio, la expulsión y la diáspora marcaron para siempre a los cristianos palestinos que hasta 1948 suponían el 24% de la población del territorio. Tras la Nakba, 150.000 terminaron siendo refugiados. La ocupación, que afectó a todos por igual, aceleró las migraciones masivas desde 1967 hasta la actualidad, con un goteo de cristianos que emigran hacia lugares como Suecia o Estados Unidos.

Pero las protagonistas de Villa Touma no se encontraban entre las que abandonaron la tierra de sus ancestros. Sumidas en la nostalgia, de su hogar hicieron ese opresivo bastión en el que transcurre una existencia sin sobresaltos; hasta que un elemento perturbador las despierta de su ensimismamiento vital: su sobrina Badia, huérfana, que al alcanzar la mayoría de edad debe dejar el orfanato. Con diferentes grados de entusiasmo, sus tías la acogen para finalmente perpetrar una estrategia que les haga recuperar la gloria, emprendiendo la búsqueda de un marido para la muchacha. Pero en los albores de la segunda Intifada, la misión fracasa hasta llegar a un desenlace dramático en una Palestina que ya solo existe en su recuerdo.

Un pasado que, si atendemos a los datos del Centro Inter-Iglesias, se desvanece a marchas forzadas al ser 9.000 las personas que profesan la fe de Cristo, lejos de los 219.000 musulmanes o los 464.000 judíos que pueblan los territorios palestinos. Una existencia en minoría secuestrada por el conflicto, unida a las divisiones internas de la comunidad derivadas de la propia variedad de ritos cristianos que caracterizan el crisol de Oriente Medio. Y si esta perseverancia por evitar la extinción puede venir determinada por la religión, si se le añade la variante del género, la situación se vuelve todavía más compleja, conjugándose en la lucha de la mujer un triple condicionante: la nacionalista, la postcolonial y la de conquista del espacio público.

Rafea y el sol (2012) de Jehane Noujaim y Mona Eldaief

Beduinos jordanos en el interior de su tienda de campaña. Chris Hondros/Getty Images
Beduinos jordanos en el interior de su tienda de campaña. Chris Hondros/Getty Images

En el desierto jordano, una beduina llamada Rafea sobrevive con su marido y sus hijas. Todo parece indicar que el futuro de la beduina y sus descendientes está determinado por la sociedad patriarcal y la pobreza. Pero un día su suerte cambia. Rafea es seleccionada para participar en el Barefoot College, una organización india que trabaja con mujeres de zonas rurales de países en desarrollo para formarlas como ingenieras solares. El documental Rafea y el sol cuenta el camino de la protagonista, desde su pequeño asentamiento beduino hasta India, para asistir con mujeres de todo el mundo a las clases de capacitación, y lograr así implantar el uso de la energía solar en sus comunidades rurales. Una energía sostenible que permitirá a sus pueblos -inaccesibles y remotos- disponer de acceso a la electricidad independiente. Tras unos meses de formación y de no pocas vicisitudes, incluida la oposición de su marido a que Rafea participase en el proyecto, la protagonista vuelve a Jordania dispuesta a dar a sus vecinos el suministro eléctrico que tanto demandan, convirtiéndose en un referente para su comunidad y dando a sus hijas la esperanza de un futuro distinto al que parecía predeterminado.

Mujeres que, con un gran arraigo en sus pueblos y con una capacidad de liderazgo sobresaliente, terminan por ser los agentes de cambio que sus vecinos necesitan. La Jordania de Rafea se muestra como un lugar que demanda este tipo de líderes comunitarios, al menos, entre la población beduina. Si bien es cierto que la tasa de alfabetización femenina del país es del 93%, con unos buenos niveles en igualdad de género (la Unesco lo sitúa en el puesto decimoctavo en relación a los parámetros educativos), la situación es radicalmente distinta para las habitantes del desierto. Estas, con un 85% de analfabetas y una participación social escasa al ser recluidas en la esfera doméstica, tienen además que convivir con la diferenciación social, que conlleva su identidad beduina, impuesta por el Gobierno central.

Poco a poco, las directrices políticas de Amán parecen tomar un rumbo hacia una mayor concienciación de la situación de este grupo, y en especial la de sus mujeres, tanto en el plano económico como en el social. El fomento del acceso a la educación como catalizador del cambio y el paso a una vida sedentaria entre los beduinos jordanos se ven como factores decisivos para que su población femenina eleve sus índices de participación social y pueda, como muestra Rafea en este documental, ser un referente para una población beduina de 927.000 personas.

La casa de la morera (2013) de Sara Ishaq

Una mujer yemení con ropas tradicionales en la ciudad de Thula. Mohammed Huwais/AFP/GettyImages
Una mujer yemení con ropas tradicionales en la ciudad de Thula. Mohammed Huwais/AFP/GettyImages

Sara ronda los 30 años. De padre yemení y madre escocesa, su identidad le provoca de una manera creciente más y más interrogantes. Con sus padres divorciados, y con 17 años cumplidos, Sara decidió abandonar Saná para vivir en Edimburgo con su madre. Una década después, decide emprender el camino a la inversa para dar respuesta a todas esas preguntas. Pero es 2011 y Sara se encuentra ante un Yemen que, al igual que ella misma, nada tiene que ver con lo que dejó 10 años atrás.

Este es el arranque de La casa de la morera, un documental narrado con una perspectiva personal en el que la directora de la cinta es la protagonista real de la historia. En esta cinta cinematográfica, el espectador se enfrenta a las confluencias de tres aspectos que convergen en 2011 en la vida de Sara Ishaq y que sirven de hilo argumental.

Por un lado, la cámara de Sara, convertida en reportera y bloguera al ritmo marcado por la revolución yemení en el marco de las primaveras árabes, muestra cómo el país de la península arábiga revive, en el caos de las revueltas, los conflictos endémicos que arrastra desde la época de la descolonización. Preso por aquel entonces de los designios de la Guerra Fría, Yemen conjugó conflictos regionales, locales, internacionales y religiosos que estallaron al unísono en 2011. Sin vistas a que se resuelva a medio plazo, en 2016 no pocos analistas consideran ya este caso como un olvidado de la Primavera Árabe al derivar en una guerra civil con más de 10.000 víctimas y con unas conversaciones de paz fallidas que Naciones Unidas urgen a retomar.

En este contexto sociopolítico, emerge la diferencia generacional y el redescubrimiento de las raíces personales de Ishaq como parte de un viaje íntimo que desafía a la protagonista. Basculando entre dos culturas, Sara tiene a su favor una cierta apertura de su familia yemení hacia lo occidental (no en vano su padre se casó con una extranjera) pero, a medida que lo personal se vuelve político, la directora se tiene que enfrentar a una forma distinta de ver el mundo, en un país en el que la mujer carece de derechos mínimos.

Y este es precisamente el tercer asunto sobre el que versa La casa de la morera. La situación de la mujer en Yemen se puede ver en el trasfondo de esta cinta como una muestra de lo que es vivir en el peor país del mundo para las féminas. Según el Informe sobre Brecha de Género de 2015 elaborado por el World Economic Forum, este Estado se situó en el último puesto (145 de 145), siendo el país en el que los derechos y la situación de la mujer no alcanzaban tan siquiera unos mínimos. Un 35% de tasa de alfabetización, no poder acceder a la educación o a la sanidad, unos derechos civiles inexistentes -como el derecho al voto- o la sumisión institucionalizada al hombre son algunos de los ejemplos. Como lo es el que el 48% de las mujeres en Yemen estén casadas antes de cumplir los 18, algunas incluso a la temprana edad de 8 años.

Tanger Gool (2015) de Juan Gautier

Una chica marroquí juega con una pelota en la playa. Bdelhak Senna/AFP/Getty Images
Una chica marroquí juega con una pelota en la playa. Bdelhak Senna/AFP/Getty Images

Con una técnica cinematográfica que se mueve entre el documental y la película de ficción, se retrata en esta cinta la historia de Las Gacelas del Estrecho (Al Bougazh, en árabe), un equipo de fútbol femenino que entre la incomprensión de muchos y el apoyo de unos pocos, consigue enfrentarse en un partido amistoso al Atlético de Madrid Féminas.

Pero la historia de la que nos habla Tanger Gool es algo más que la crónica de cómo un equipo deportivo femenino de un barrio marginal tangerino pudo llegar, gracias a una campaña de crowdfunding y al mucho tesón que le pusieron desde las jugadoras hasta el entrenador, a ponerse a la altura de un equipo de la primera división de la liga femenina española.

Tanger Gool trata además del estado de la sociedad civil Marruecos  y de cómo una nueva generación de marroquíes trabaja para que barrios como Bir Chifa, en Tánger, no queden relegados al olvido social e institucional, convirtiéndose en focos de miseria. Por las calles de la ciudad marroquí, que está recibiendo grandes inversiones por parte del Gobierno central para revitalizar zonas como el puerto y volver a ser un reclamo para negocios y empresas tras años de parón, pasean algunos de los 30.000 niños de la calle que viven en Marruecos. Muchos de los que terminan llegando a España cruzando el Estrecho en los bajos de un camión salen de esta zona.

Pero también analiza, en boca de sus protagonistas, cómo a pesar de la apertura gradual de Rabat en relación a las mujeres y sus derechos, todavía estas acarrean el estigma de ser pobre y mujer. En 1990 comenzaron las primeras demandas abiertas al Gobierno para que la igualdad entre géneros en Marruecos estuviera respaldada tanto por las normas y las leyes como por las instituciones. Poco a poco, parece que en el país magrebí los derechos de esta parte de la población entran en la agenda política. Con la reforma de la Mudawana, el código de familia marroquí, se dio un paso más, aunque se califique como tímido por algunos al no prohibir abiertamente prácticas como la poligamia, por ejemplo.

La crítica fundamental viene dada porque aunque en negro sobre blanco parece que estos derechos se protegen, no se plasma en la práctica, sobre todo en las zonas rurales. Amnistía Internacional denuncia a este respecto en su informe sobre Marruecos y el Sáhara Occidental 2015/2016 los pocos avances legislativos que ha habido en temas como el aborto o la violencia contra las mujeres y los menores.