Muchas comunidades siguen viviendo sin asentarse permanentemente, pero el cambio climático y los conflictos con empresas y gobiernos son desafíos que amenazan recursos básicos para su pervivencia cultural y física.

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Unas mujeres entran en una ‘yurta’ en Kirguistán. Vyacheslav Oselekdo/AFP/Getty Images

Las formas de vida nómada han existido desde los primeros pasos de la humanidad. Incluso cuando la agricultura permitió que una comunidad pudiera asentarse definitivamente en una zona, muchos pueblos han preferido seguir en movimiento. Su aportación económica y cultural es a veces ignorada o incluso menospreciada; sus derechos, incluso cuando se consiguen plasmar en leyes, son vulnerados reiteradamente. Pese a las dificultades, estas comunidades itinerantes han aprendido a sobrevivir incluso en entornos tan adversos como la selva amazónica, los desiertos de Oriente Medio o el Ártico.

Durante 4.000 años, los kazajos de Kazajistán han hecho volar sus águilas como estrategia de caza, y aún hoy lo hacen para preservar su identidad. En Kirguistán, el alma nómada es una parte tan esencial de la cultura kirguiz que la yurta —la tienda en la que habitan estos grupos viajeros— está representada en la bandera nacional e incluso familias sedentarias escogen esta construcción para velar a sus fallecidos.

Otros pueblos no tienen tanta visibilidad: son comunidades en aislamiento o no contactados, que en países como Brasil, Perú, Venezuela o Ecuador siguen viviendo fieles a unas costumbres muy similares a las de sus ancestros y en los mismos bosques tropicales y selvas que antes eran inaccesibles para otros grupos. Ahora, el avance de las sociedades sedentarias cerca sus territorios, limita su radio de movimiento y afecta a sus hábitats.

La flexibilidad es otro rasgo común de estos grupos, caracterizados por aprovechar oportunidades donde otras comunidades sólo encuentran dificultades. En Omán, hace décadas que los harasiis, al igual que otros grupos pastoralistas, se mueven en camiones. En ellos, cruzan con sus camellos y cabras la parte central del desierto (una zona inhóspita que por cientos de años sólo habitaron ellos) en busca de las precipitaciones que generan mejores pastos para alimentar y criar al ganado.

Esa capacidad de adaptación hace que estos grupos estén en constante cambio y, con ellos, las etiquetas que tratan de definirlos. La profesora de Antropología de la Universidad de Oxford y experta en Oriente Medio, Dawn Chatty, prefiere el adjetivo “móvil” a “nómada”: “Al empezar a usar camiones, algunos harasiis construyeron casas, que usan durante ciertos momentos del año. Las personas ancianas o los niños pueden quedarse en esas residencias para recibir educación”. Adaptar ciertos avances tecnológicos les ha permitido mantener su forma de vida y contradecir a los académicos y gobiernos que llevan décadas pronosticando su inmediata desaparición.

 

Alma itinerante

Estos pueblos móviles suelen optar por tres grandes grupos de actividades. Muchos, como los himbas de Namibia o los innu de Canadá, son cazadores-recolectores; otros optan por el pastoreo, como los beduinos que habitan en los desiertos de Arabia Saudí, Siria, Jordania, Irak e Israel, los peul (una comunidad de gran peso en la historia de África) o los tuareg, que se desplazan por países como Eritrea. También están los que tiene un oficio determinado, como los romaníes: son los peripatéticos.

Esta diversidad hace que el Centro de Estudios Indígenas del Mundo (CWIS, por sus siglas en inglés) prefiera hablar de “pueblos migratorios”. El término nómada, explica su Presidente, Rudolph C. Rÿser, está demasiado vinculado a actividades de pastoreo. El CWIS estima que existen 260 millones de personas en todos los continentes que “se desplazan de un lugar a otro por razones culturales, ya sea una familia o un grupo”.

Con independencia del nombre, estas comunidades buscan compartir experiencias para encontrar soluciones a problemas comunes. Foros como la Alianza Mundial de los Pueblos Indígenas Móviles (WAMIP por sus siglas en inglés), creada en 2003 en el V Congreso Mundial de Parques (Durban) de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), han dado mayor visibilidad a sus dificultades, pero también a sus aportaciones positivas. Precisamente la Declaración de Dana (2002) propone un nuevo enfoque para que la conservación del medio ambiente incluya también a las poblaciones itinerantes y no sean desplazadas de los lugares que históricamente han habitado.

 

Conflicto por la tierra

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Hombres y niños pastoralistas en Somalia. Renneisen/Getty Images

Debido a su profunda relación con el medio en el que viven, los grandes desafíos llegan cuando su entorno se ve amenazado por diversos factores: efectos del cambio climático, actividades de empresas extractivistas, gobiernos que recelan de estos pueblos o, directamente, ilegalidades que atentan contra sus derechos reconocidos, en ciertos casos incluso en la Constitución, como ha ocurrido en Ecuador. Allí, en el Parque Yasuní, uno de las zonas más biodiversas del mundo y hogar de los tagaeri y taromenani, los movimientos indígenas y ecologistas desconfían de que la actividad petrolera no afecte al territorio reconocido por ley de estos dos pueblos, como asevera el Gobierno ecuatoriano.

Según el último informe del Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas (IWGIA), los pueblos indígenas se enfrentan a los niveles más altos registrados de criminalización y violencia: “Los derechos colectivos de los pueblos indígenas a tierras, territorios y recursos permanecen en el centro de conflictos sociales y ambientales, actualmente en ascenso a escala mundial”.

La falta de reconocimiento de sus tierras, incluso cuando hay leyes y acuerdos en firme, es un problema que comparten muchos de estos pueblos. En Etiopía, el país más poblado de África y el que posee la mayor cantidad de cabezas de ganado del continente, los pastoralistas se ven despojados de sus tierras; también en Kenia, por la expansión de los grandes ganaderos y las actividades extractivistas. La falta de leyes que protejan su oficio o sus territorio amenazan su estilo de vida.

Desde la descolonización de Malí en 1960, el porcentaje de tuaregs ha disminuido al 3%, según datos oficiales, aunque IWGIA desconfía de la fiabilidad de la cifra. Pese a que este país reconoció en 1992 la naturaleza específica de las regiones habitadas por tuaregs, que también habitan en Estados como Níger, Argelia o Libia, “estas disposiciones, en concreto, aún no se han puesto en marcha”, señala la organización.

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Madre e hijo de una comunidad indígena en la Amazonia brasileña. Apu Gomes/AFP/Getty Images

Especialmente vulnerables son los pueblos no contactados. Existen más de un centenar de ellos en todo el mundo. Algunos habitan en territorios de Paraguay, India y Papúa Occidental, según Survival. Pero la mayoría están concentrados en la selva amazónica de América Latina. Entre los límites de Perú, Brasil y Bolivia existe la llamada “Frontera amazónica de los no contactados”, donde se cree que habita el mayor número de indígenas en aislamiento. Como denuncian muchos grupos en favor de los derechos humanos, actividades como la industria extractiva ponen en peligro las vidas de estas agrupaciones, en su mayoría nómadas. En Brasil, se investiga el posible asesinato de una decena de miembros de una comunidad amazónica no contactada a manos de mineros ilegales.

“Naciones Unidas solo han reconocido la existencia de 370 millones de personas indígenas en el mundo, un 28% de los que pueblos que calculamos que existen —apunta Rudolph C. Rÿser—. Los Estados miembros limitan el reconocimiento de éstos para evitar atenerse a los principios de la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas o los acuerdos contenidos en el Documento Final de la Conferencia Mundial de las Naciones Indígenas (2014)”.

 

El reto del futuro

¿Van a extinguirse estos pueblos? En el CWIS apuntan que generalmente no desaparecen, sino que se adaptan, pero sí señalan casos: “La manera en que algunos pueblos han desaparecido es mediante la violencia sistemática y organizada cometida en forma de genocidio, culturicidio y ecocidio. El más reciente se registra ahora con la complicidad del Gobierno birmano contra los rohingya. También en China, donde el Estado comete un culturicidio contra los uigures de la provincia china de Xinjiang, que están siendo forzados a convertirse en un pueblo migratorio, como los romaníes y los rohingya —apunta Ryser—. Desde 1945, se han cometido 156 actos de genocidio contra los pueblos indígenas en todo el mundo”.

Durante muchas décadas, se ha pronosticado que esta forma de vida había llegado a un callejón sin salida por ser “atrasada” o “irracional”. La profesora Chatty no está de acuerdo: “Creo que no se entiende que estas sociedades son muy eficientes aprovechando las oportunidades del entorno, son capaces de llegar a una zona de bajos recursos y aprovecharlos al máximo”.

Algunos de estos grupos han incluido en su rutina distintos avances tecnológicos, tanto por razones de ocio como de eficiencia. En Mongolia, son varios los nómadas que han acoplado placas solares en sus yurtas, evitando así el riesgo de incendio derivado del uso de velas como sistema de iluminación. También aerogeneradores o camiones, como en el caso de los harasiis.

El móvil e Internet son otros de los aliados. Los nómadas del desierto de Gobi se valen de las nuevas tecnologías para conocer en detalle el precio de mercado de sus productos ganaderos. Un uso similar al que le da la comunidad itinerante Beni Guild en Marruecos. Y, sobre todo, para mantener el contacto con miembros de la familia y su red de apoyo. La profesora Chatty ha sido testigo de cómo el uso de smartphones y Whatsapp ha reforzado la identidiad grupal de los pueblos móviles de Oriente Medio con los que ha trabajado.

Pero la irrupción tecnológica también esconde desafíos: el contacto digital con otros modos de vida, sobre todo urbanos, está generando que algunos de los más jóvenes se sientan atraídos por ciertos aspectos de la vida sedentaria.

 

Impacto positivo

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Un pescador moken en las costas en Myanmar. Ye Aung Thu/AFP/Getty Images

Los pueblos nómadas contribuyen al desarrollo de los países por los que transitan y a la conservación de las zonas que conforman sus rutas migratorias: “Los pastoralistas móviles de lugares como Oriente Medio, Mongolia, África o Asia Central a menudo hacen una aportación significativa al PIB, porque el ganado, la bisutería o la leche con la que trabajan son productos importantes para la economía”, apunta Chatty.

Además, está la relevancia de su legado y sus saberes, que, en ocasiones, han salvado vidas. La comunidad indonesia de Simeulue recibió en 2005 el Premio Sasakawa de la ONU de Prevención de Desastres como reconocimiento a la detección y evacuación del tsunami del Océano Índico de 2004. Gracias a la observación del comportamiento del mar y la reacción de los búfalos antes del maremoto, esta comunidad de unas 80.500 personas huyó de la costa en busca de colinas cercanas donde refugiarse. Los moken, un grupo nómada que recorre las aguas del sur de Tailandia y Myanmar (apodado a menudo “los gitanos del mar”), también detectaron la llegada del tsunami.

Como asegura el presidente del CWIS, “estos pueblos son guardianes del antiguo conocimiento del que los seres humanos han dependido durante decenas de miles de años y son ejemplo de la resiliencia humana”.

 

Cambio climático

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Una mujer y su hija, miembros de la comunidad Nukak, Colombia. Rodrigo Arangua/AFP/Getty Images

El tema del Foro Permanente de la ONU para las Cuestiones Indígenas (UNPFII, por sus siglas en inglés) abordó en 2008 los desafíos que plantea el cambio climático para estas comunidades. Los representantes de África subrayaron que el pastoreo era el medio de subsistencia de millones de personas y aseguraron que el daño a su ecosistema provocaba la reducción de la biodiversidad, que el ganado estaba sufriendo nuevas enfermedades y que la escasez de recursos había incrementado los conflictos entre grupos.

Los pueblos nómadas de Irán aseguraron entonces que ya no pueden desplazarse a las zonas de pastoreo que usaban en verano porque la humedad y la niebla que proporcionaba agua (un recurso inmensamente valorado por estos pueblos) habían dejado de producirse hacía varios años. La sequía, agravada por la escasez de lluvias, también acorrala la vida y la soberanía alimentaria de los pastoralistas nómadas de la región somalí de Etiopía. El agua ahoga el futuro de otros pueblos itinerantes en Siria, Somalia o los países del Sahel.

Las soluciones para preservar los ecosistemas amenazados pasan por contar con la presencia de quienes han habitado en ellos sin alterar su equilibrio. “Los pueblos migratorios, como otros pueblos indígenas, mantienen la biodiversidad en todo el mundo —asegura Rÿser—. Los indígenas ocupan el 80% de los últimos restos de biodiversidad; y ésta constituye solo el 20% de la superficie terrestre”.

Algunas sentencias y cambios legislativos dan esperanza a estas comunidades. Los nukak de la Amazonía colombiana han conseguido que el Estado se comprometa legalmente a proteger y desminar su entorno para evitar su desaparición física y cultural.

También los inuit de Canadá consiguieron un avance histórico en el Tribunal Supremo en junio de 2017: una decisión unánime revocó los planes de Petroleum Geo-Services Inc. de recopilar datos sísmicos de más de 16.000 kilómetros en búsqueda de crudo. Los inuit también esperan una nueva legislación nacional sobre lengua indígena. Son algunos ejemplos de victorias que muestras a unas nuevas generaciones que reivindicar sus derechos ante las instituciones pertinentes, y que para ellos aprovechan todos los recursos disponibles. Su identidad, a fin de cuentas, se fundamenta en combinar la adaptación al medio con la preservación de su herencia cultural.