Nawaz Sharif estaba a punto de lograr un hito histórico en su país: convertirse en el primer gobernante elegido en las urnas que completaba una legislatura. ¿Qué hay detrás de la dimisión (forzada) del ya ex primer ministro? Como es habitual en Pakistán, los militares.

El entonces Primer Ministro paquistaní, Nawaz Sharif, pasa al lado de un alto mando del Ejército en la celebración del Día de la Independencia en 2015. Aamir Qureshi/AFP/Getty Images

El pasado 28 de julio, y como colofón a un largo proceso que comenzó con las filtraciones del conocido como Panamagate, el primer ministro de Pakistán, Nawaz Sharif, fue descalificado por el Tribunal Supremo de este país y hubo de abandonar el cargo.

Al parecer, la información de los papeles de Panamá reveló que Nawaz y su familia figuraban como directivos en algunas empresas offshore, además de desvelar algunas propiedades de los Sharif en Londres o el Golfo que no habían sido declaradas a la hora de asumir el cargo de presidente. Según la opinión del Tribunal Supremo, que se fundamenta en los resultados de una investigación llevada a cabo por lo que en Pakistán se conoce como un Joint Investigation Team (JIT, formado ad hoc y compuesto por miembros de varias agencias tanto civiles como militares del país), la familia Sharif contaría con propiedades que no pueden justificarse con sus ingresos declarados.

Todo apuntaba a corrupción o enriquecimiento indebido en el cargo, por el que Nawaz Sharif es la tercera vez que pasa, pero la descalificación no está motivada por eso sino por mentir. En aplicación del artículo 62 de la Constitución paquistaní, el Tribunal Supremo considera que Nawaz mintió al declarar sus posesiones, lo cual es motivo de descalificación para ocupar el cargo de primer ministro.

En un país donde la corrupción en la política y la Administración es poco menos que rampante, sorprende que a un primer ministro se le pueda expulsar de su cargo por mentir. De hecho, el sistema político paquistaní, basado en las redes clientelares, muy similar al caciquismo de nuestro siglo XIX, institucionaliza lo que en Occidente sería considerado pura y llanamente corrupción.

Todo apunta, y aquí entramos en la parte oculta de Pakistán, a otros motivos para echar a Sharif. Como no podía ser menos, si bien los medios paquistaníes se cuidan de señalar directamente, todo el mundo en este país sospecha del Ejército.

Los militares constituyen el verdadero poder en Pakistán, y dejan a los políticos una pequeña parcela donde controlar los asuntos del día a día y enriquecerse mientras no traten de disputar el control de los asuntos serios a los uniformados: seguridad, exteriores y, por supuesto, su propio presupuesto.

Las motivaciones reales de la expulsión de Sharif es posible que nunca se lleguen a saber a ciencia cierta, pero el ambiente entre civiles y militares estaba enrarecido desde que en octubre del pasado año un periódico paquistaní publicase unas filtraciones acerca de una reunión entre el Gobierno y la cúpula del Ejército. En ellas la imagen de los militares con respecto a la lucha contra el terrorismo quedaba en entredicho, ya que ponía de manifiesto, por boca de miembros del Ejecutivo, lo que el Ejército niega oficialmente: la protección y el trato de favor por parte de los militares a organizaciones consideradas internacionalmente como terroristas, fundamentalmente Jaish e Mohammed y Lashkar e Taiba.

Las filtraciones, si bien no hay nada cierto al respecto, podrían haber sido una maniobra del Gobierno de Nawaz Sharif para dañar la imagen del Ejército y reforzar su imagen frente a él, especialmente, de cara al exterior.

Los militares paquistaníes siempre han sido bastante susceptibles cuando se trata de su imagen institucional como salvadores de la patria, lo cual podría haber provocado cierto interés en deshacerse del primer ministro.

Sea como fuere, la familia Sharif sigue controlando la Liga Musulmana de Pakistán (PML-N en sus siglas en inglés), uno de los dos principales partidos políticos del país, además del Gobierno del estado de Punjab, el más grande y poblado, así como un importante emporio empresarial.

Lo interesante del asunto es la imagen que da de Pakistán, que en los últimos años pretendía presentarse como una democracia aceptable para Occidente y trataba de disminuir el papel activo de los militares.

El Gobierno anterior, del Partido del Pueblo de Pakistán (PPP), ya logró por primera vez completar los cinco años de mandato, eso sí, con su primer ministro, Yusuf Reza Gilani, descalificado por corrupción a mitad del mismo.

La historia de Sharif tiene tintes un tanto estrambóticos. Nawaz entró en política en tiempos del dictador Zia ul Haq, en los 80. Hijo mayor de una familia de industriales, estaba destinado a cubrir la rama institucional de los negocios familiares. Tras la muerte del dictador en extrañas circunstancias en 1988, Nawaz lograría convertirse en primer ministro en 1990, gracias a una muy poco sutil intervención de los militares, cansados del Gobierno de Benazir Bhutto.

En 1993, los militares reemplazaron nuevamente a Sharif al ver ahora en Bhutto una cara más amable para ganarse el favor internacional, algo que volvió a cambiar en 1996, cuando fue depuesta a su vez y Nawaz encargado del gobierno por segunda vez.

Sharif, harto de vaivenes, y quizás creyéndose con más poder del que realmente tenía, quiso acabar con el reinado de los militares, y dio una especie de autogolpe de Estado en 1999, reemplazando al Jefe de Estado Mayor del Ejército (COAS), general Musharraf, aprovechando que se encontraba de viaje en Sri Lanka.

La jugada no le salió bien, y acabó encarcelado y condenado a muerte, librándose de su ejecución gracias a la intervención de la familia real saudí, en cuyo reino se refugiaría como exiliado durante 10 años.

El general Musharraf aprovechó la situación para mantenerse en el poder como dictador hasta 2008, año en el que se vio forzado a convocar elecciones. El PPP superó en las urnas a la candidatura de Nawaz, aupado por la simpatía popular tras la muerte de Benazir Bhutto en un atentado terrorista a su regreso al país, también desde el exilio.

En 2013, y tras cinco años de desmanes en el Gobierno por parte del viudo de Bhutto, Asif Alí Zardari, y otros miembros de su partido, Nawaz por fin volvía a alcanzar el puesto de primer ministro.

Desde ese momento, las dudas se centraban en si sería capaz esta vez de medir sus límites con los militares y aceptar una convivencia en sus términos, al parecer los únicos posibles.

Está visto que no. Nawaz es conocido en Pakistán por su testarudez y, según la opinión más extendida, por estar en el cargo solo por ser el primogénito, en contraste con su hermano Shahbaz, al que todos consideran con más talento, y que preside el Gobierno de Punjab.

Esta vez, Nawaz no ha sido tan impulsivo como en 1999, pero todo parece apuntar a que ha molestado a los militares y eso le ha llevado a perder su cargo.

Por parte de los militares no ha habido declaraciones oficiales, todo lo más apuntan a que se trata de una cuestión política. Si bien todo el mundo sabe en Pakistán que lo que tienen que decir los uniformados lo dicen en privado.

El líder del principal partido de la oposición, Asif Alí Zardari, se encuentra en un exilio autoimpuesto en Dubai desde 2015 (si bien retornó brevemente en 2016), decisión que hubo de tomar inmediatamente después de realizar unas declaraciones que no gustaron nada al Ejército, si bien no hubo comunicado público por parte de los militares.

El general Musharraf, por su parte, está igualmente en el exilio, en su caso por causas pendientes con la justicia de su país e, indudablemente, porque hay un sector del Ejército que prefiere que siga allí, por el bien de la imagen de la institución armada.

La destitución de Sharif no supone nada más que la continuidad de la normalidad en Pakistán. De momento no ha tenido que salir del país, lo cual ya es un punto a su favor.

El movimiento de fichas políticas, supuestamente al frente del país, y el hecho de que nada cambie lo más mínimo en cuanto a las cuestiones fundamentales que preocupan a los militares, como son las relaciones con India o su postura con respecto a Afganistán, pone de manifiesto la irrelevancia de los políticos a la hora de gobernar Pakistán. Su función no es esa, sino asumir las culpas cuando las cosas salen mal, de manera que el Ejército mantenga su prístina imagen.