La oportunidad de la nueva administración estadounidense de contribuir a reformas económicas y aperturas políticas a través de un nuevo enfoque de la política de Washington hacia la isla.

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Una cubano-americana en una marcha a favor de Joe Biden, Miami, Florida, octubre 2020. JIM WATSON/AFP via Getty Images

El retorno del partido demócrata a la Casa Blanca tras un interregno de mandato presidencial de Donald Trump plantea la pregunta de cuánto de lo aprendido en los ocho años de la Administración de Barack Obama servirá de fondo para pintar la política del venidero gobierno de Joe Biden. La situación de Estados Unidos y del presidente electo no es la misma que en 2009 ni en diciembre de 2014, cuando Obama lanzó las nuevas relaciones con Cuba, ya sin ser candidato a las elecciones.

Las condiciones en enero de 2021, cuando Biden jure el cargo, serán diferentes, sin descartar que Trump pueda agravarlas en el tiempo que le queda, dada la confusión en su cabeza sobre el resultado electoral de 2020 y el deseo de su base en Miami de dejar el tema lo mas enmarañado posible como legado. No debe asumirse que la Administración Biden sea equivalente a una continuación de su vicepresidencia bajo Obama. Sin embargo,  el personal en el equipo de transición (Jeffrey De Laurentis, Emily Mendrala y Roberta Jacobson) y el que se vislumbra a cargo de la política hacia Cuba (Anthony Blinken, Juan González y Daniel Erikson) permiten pronosticar los dos últimos años de la Administración Obama como un mejor preámbulo que el politiqueo electoral de Donald Trump, Mike Pence y John Bolton.

Biden no hizo de la política de Obama hacia Cuba una piedra angular de su discurso electoral para la comunidad cubanoamericana. Prefirió buscar el apoyo del segmento liberal de ese grupo con mensajes sobre el sistema de salud, el fallo de Trump a la hora de manejar la pandemia de la COVID-19 y temas como la discriminación que golpean a toda la comunidad latina. Cuando Biden habló sobre Cuba, dijo que quería “volver a la política de Obama”. Sin embargo, más que comprometerse a profundizar en aquel enfoque, como indicaba la orden presidencial del último presidente demócrata en octubre de 2016, pareció referirse a desmontar los abusos del presidente Trump.

Joe Biden ha dicho que revertirá las políticas de Trump contra Cuba, con sanciones que castigan “al pueblo cubano y no han hecho nada para avanzar la democracia y los derechos humanos”. La vicepresidenta electa, Kamala Harris, ha retomado el mensaje usado con frecuencia por Obama desde su campaña de 2008 para nadar y guardar la ropa:  “los americanos — especialmente los cubanoamericanos— son nuestros mejores embajadores ante el pueblo de Cuba”.  Harris emerge de un entorno liberal en el norte de California, posiblemente la zona fuera de Miami con mayor contacto y compromiso con una política diferente hacia la isla. A su inauguración como senadora invitó a Darius Anderson, el empresario californiano que más ha abogado por una relación comercial y financiera fluida con Cuba.

No es una sorpresa que el equipo Biden-Harris insistiera en temas de derechos humanos al abordar la situación en la isla durante la campaña electoral. Es lógico que todos los políticos demócrata-liberales lo hagan por cuestión de identidad y valores, por los que no hay que pedir disculpas. Lo notable es que en Florida, Biden y Harris evitaron definir la defensa de estos valores democráticos como apoyo a las sanciones. Esa postura abre la posibilidad de una visión constructiva, alejada  DE quienes han usado los derechos humanos como garrote para promover posturas anticomunistas y justificar las sanciones. La comunidad que defiende la democracia debería dar la bienvenida a la posibilidad de una política madura de derechos humanos, con objeción, diálogo y denuncia sobre las malas prácticas del Gobierno cubano, y reconocimiento de sus méritos —como hizo Barack Obama— donde los haya. Una política de intercambio también favorece flujos de información entre la isla y el mundo exterior, pieza clave para generar ciclos virtuosos que refuercen la pluralidad política dentro de Cuba.

Aunque “el retorno a la política de Obama” enunciado por Biden parece que no implica poner en vigor de inmediato el mapa de normalización que fue la orden presidencial de octubre de 2016 sobre la relación con La Habana, ofrece la posibilidad de que esto ocurra. El alcance de la apertura dependerá del equilibrio de fuerzas en el tema de Cuba dentro del partido demócrata y el gobierno, donde la vicepresidenta Harris sería una fuerza para bien. California, en particular el norte del estado, de donde Harris viene, con su personal asociado, es un bastión liberal donde la delegación del Congreso tiene una historia de promover relaciones con la isla, a partir de un enfoque promotor de los derechos humanos en su propio mérito, sin concesiones innecesarias a los traumas del exilio cubano.

 

Cumbre de las Américas a la vista

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El presidente cubano, Miguel Diaz Canel (izquierda), habla con Raúl Castro, cabeza del Partido Comunista Cubano en La Habana, Cuba, 2019. Sven Creutzmann/Mambo photo/Getty Images

Además de la barrera que representa un congreso con tres senadores y siete congresistas cubanoamericanos con diferentes grados de simpatía por la política de sanciones, el mayor problema para una mejoría de las relaciones entre Cuba y EE UU es la baja prioridad de la isla en la política estadounidense. Cuba, que supone solo el 0,12 % de la economía global, no aparece como prioridad en una agenda que incluye salvar y profundizar la reforma de salud aprobada en la Administración Obama, aprobar una reforma migratoria y abordar las difíciles relaciones con China, Rusia y hasta con los aliados europeos.

Pero la baja prioridad no es permanente. Eventos como la IX Cumbre de las Américas, con Estados Unidos como sede, la lucha global contra la pandemia y la transición generacional del liderazgo cubano en 2021, con la salida final de Raúl Castro de su último puesto formal a cargo del Partido Comunista Cubano (PCC), pondrán la cuestión de la política estadounidense hacia la isla en la agenda hemisférica de Washington el próximo año.

Para la Administración Biden, ahora a cargo de organizar la IX Cumbre de las Américas,  el asunto de Cuba es una bomba de relojería. Los temas que cualquier cumbre hemisférica tendrá que tratar, más allá de la conmemoración por el aniversario de la Carta Democrática Interamericana, incluirán la pandemia y la caída económica asociada, muy dura en el área del Caribe a causa del turismo. Tales circunstancias recomendarían un enfoque cuidadoso de Washington hacia el presidente cubano,  Miguel Díaz-Canel, con un diálogo de dos vías, pues ambos gobiernos tienen mucho que perder si se produce un mal manejo de la participación. A Cuba no le conviene salir de las cumbres. A EE UU, en competencia con otros grandes poderes, y con un escenario hemisférico postpandemia con probables consecuencias graves para su política interna y externa no le conviene una cumbre dividida o distraída de sus temas de fondo (combate a la corrupción, cambio climático, cooperación regional en salud), reeditando el viejo debate sobre las sanciones o la estrategia de exclusión contra Cuba en el que Washington es el aislado. Escuchar a Europa y América Latina en la política hacia Cuba será un caso test temprano sobre la seriedad de la disposición multilateral que han proclamado Biden y Harris.

En la actual coyuntura marcada por la COVID-19, Cuba, que se encuentra en la región de peor desempeño ante el coronavirus, tiene importantes contribuciones que hacer en materia de cooperación internacional de salud y en relación a un sistema de abordaje de la pandemia con resultados favorables. Además, hay retos que la diplomacia cubana enfrentará en un escenario que no le será del todo favorable, obligándolo a tener un debate más abierto a cerca de su ordenamiento político sobre el que hasta ahora no ha consentido tener. Pensar que en Estados Unidos la sociedad civil revolucionaria puede protagonizar impunemente reventones al estilo de las últimas cumbres en Panamá y Perú no es una opción realista. Dentro de Cuba, tendrían que pensárselo dos veces antes de poner en riesgo un tiempo valioso para mejorar las relaciones solo por dar el mismo show de intolerancia ideológica que se manifestó en reuniones anteriores. Por todo lo que puede salir mal, los gobiernos de Biden y Díaz-Canel tienen mucho que ganar si coordinan acciones y previenen aguafiestas.

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Las banderas de Estados Unidos y Cuba en una calle de La Habana. YAMIL LAGE/AFP via Getty Images

Biden llega a la Casa Blanca en un contexto en el que Europa, con la que quiere coordinar estrategias multilaterales, tiene ya un acuerdo de diálogo político y cooperación con La Habana, que no existía en tiempos de Obama. Ese acuerdo no solo inició un capítulo de acercamiento entre Cuba y las potencias europeas, sino que también sepultó la sinrazón de una posición común hostil, elaborada desde los deseos del ex presidente español José María Aznar por ganarse las simpatías de Washington en 1996. Esos esfuerzos de Aznar y algunos gobiernos de Europa del este, motivados por un auto de fe anticomunista, nunca produjeron réditos para el viejo continente.

Los intereses europeos han sido maltratados por la Administración Trump, que autorizó la apertura de juicios contra empresarios de Europa a tono con el capítulo III de la ley Helms-Burton. Tal acción se entiende desde la visión trumpista de que “Europa es tan rival de EE UU como China, pero más pequeña” y que la guía de la política hacia Cuba debía ser “mantener al senador Marco Rubio feliz”. Fuera de esa mentalidad, y si el propósito es –como ha dicho Biden– “la unidad de las Américas” y el retorno de EE UU a una relación de respeto con los aliados europeos, se impone una postura muy diferente.

Obama, un gran orador, fue capaz de articular en su discurso en La Habana una narrativa de valores democráticos como alternativa al gobierno comunista en Cuba y al anticomunismo ultramontano de Guerra Fría reactivado por Trump y sus partidarios. Sin embargo, el primer presidente afrodescendiente no construyó una estrategia coherente para desarticular el aparato de propaganda y agitación montado en Miami desde la rama ejecutiva para perpetuar el mismo embargo que él repudió. Incluso bajo el mandato de Obama, Radio/TV Martí sacó las uñas cubriendo su apertura hacia Cuba con una perspectiva hostil, llegando a emprenderla contra el cardenal Jaime Ortega, por sus buenos oficios entre los gobiernos cubano y estadounidense, y las visitas papales a la isla, que estaban en sintonía con la posición de alentar cambios graduales y aperturas entre Cuba y los aliados estadounidenses en Europa. Terminaron aportando municiones a la movilización de extrema derecha macartista contra los viajes, remesas e intercambios con la isla que luego se alineó con Trump en 2016 y 2020.

 

Una política más allá del Gobierno cubano

Biden y Harris son políticos estadounidenses de calibre y saben por qué perdieron Florida en 2020 y a quienes le deben la gracia. Biden tendría que instalar en cada institución ejecutiva referente a Cuba, incluyendo Radio y TV Martí, a figuras comprometidas con la agenda del presidente. Así ha sido con los republicanos, así debe ser con un demócrata con una política diferente. El que se muda, cambia los muebles. Es hora de que las elecciones nacionales estadounidenses tengan consecuencias para el aparato gubernamental de propaganda hacia Cuba, dominado hasta hoy por el partido republicano y usado de modo partidista para defender las sanciones y estigmatizar al partido demócrata.

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Jill Biden, la mujer de Joe Biden, en su visita a La Habana, 2016. Ernesto Mastrascusa/LatinContent via Getty Images

Las elecciones presidenciales de 2016 y 2020 en Miami demostraron que el camino de los demócratas para obtener réditos de una política de apertura hacia Cuba no es hacerlo a medias, a última hora, sino crear una masa crítica de negocios y contactos que pueda generar una contranarrativa a la caricaturización de "comunista" a toda aquella política diferente a la trumpista. Frente a la respuesta airada de un sector comprometido con la política de sanciones que nunca va a apoyar, lo óptimo sería crear un público opuesto beneficiado por viajes y negocios con la isla, un proceso que lleva tiempo. El precio pagado por una distensión a medias en el segundo mandato es mayor que si los demócratas madrugan, desmontando desde el Ejecutivo tantas sanciones comerciales y financieras como permita el artículo 2 de la Constitución (prerrogativas presidenciales en política exterior).

A esta hora es difícil pensar que Biden quiera limitar los viajes de cubanoamericanos o negociar las licencias generales para viajes educacionales, académicos, culturales o de reunificación familiar. Restaurar las aperturas de viajes a la isla está en el interés nacional estadounidense y la dignidad de gran potencia democrática y liberal que este país proclama. Cuba también ha cambiado desde 2016. Biden tiene muy cerca la mejor retroalimentación sobre lo positivo que es liberalizar los viajes y establecer contactos con Cuba. La futura primera dama, Jill Biden, visitó la Habana y Camagüey en 2016  y conversó con empresarios privados, realzando el valor de la inversión en educación y destacando la promoción de los derechos de las mujeres, un área de derechos humanos en la que los dos países pueden discutir y avanzar mucho sin demasiados ruidos ideológicos.

Además de la agenda hacia el Gobierno cubano, con importantes implicaciones para la sociedad en general, también están las medidas tomadas por la Administración Trump, muy impopulares entre la población cubana, sea la que sea su orientación ideológica. Entre ellas se encuentran el cierre casi total de la Embajada estadounidense en la Habana, atribuido a los incidentes acústicos no resueltos que, junto a otras medidas, ha golpeado por partida doble a un creciente sector privado, que ha empezado a articular una voz propia. Revirtiendo la política de visados para viajar a EE UU por lo menos a los niveles de la Administración Obama y resolviendo la acumulación —según la propia vicepresidenta electa Harris—  de “más de 10.000 cubanos en campos de hacinamiento en México” son áreas donde la Administración Biden puede dar un golpe de efecto inmediato y ganar un espacio de buena voluntad en la isla y la comunidad cubanoamericana.

Cuanto antes Estados Unidos mueva esa agenda por motivos propios, independiente de lo que el Gobierno cubano haga o deje de hacer, más rápido la relación bilateral llegará al punto donde cualquier avance requerirá la cooperación de la Habana y, por tanto, la exposición de su responsabilidad. Si bien hay sectores en el Ejecutivo cubano, no solo entre los octogenarios sino también en las generaciones más jóvenes, con profundas aprehensiones a un entendimiento con Washington por sus efectos ideológicos y la sacudida que supondría en sus formas verticales y poco transparentes de gobernar, también hay sectores nacionalistas que apuestan por sacar al país, y hasta el sistema unipartidista, de la crisis con la aplicación de reformas económicas para la que aperturas como las de Obama serían muy favorables. Para ambos sectores de la elite, la reforma económica no es opuesta, sino parte de la renovación del sistema político, aunque ingenuo habría que ser para descartar que una vez que se zafen los controles económicos se demoren mucho los retos políticos a la falta de pluralismo organizado.

Es cierto que un retorno al camino de Obama basado en contactos, viajes y negocios es difícil en un momento en el que la prioridad es controlar la COVID-19 en Estados Unidos, pero si no se apuesta por respuestas tempranas al caos creado por la presidencia de Trump, la situación actual conllevará a un mayor deterioro. El binomio Biden-Harris tiene la oportunidad de contribuir a reformas económicas y aperturas políticas con un enfoque de distensión coherente tanto hacia el Gobierno como la sociedad cubana.