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Miembros del movimiento islámico yihadista, Al-Quds Brigades, durante un entrenamiento en Gaza. (Ashraf Amra/Anadolu Agency/Getty Images)

El autor entra en la piel de un terrorista y analiza cómo la forma en la que Occidente aborda la cuestión deber cambiar.

Le roman du terrorisme. Discours de la methode terroriste

Marc Trévidic

Flammarion, 2020

La aparición del terrorismo de odio, casi imposible de desbaratar, ha transformado un fenómeno que hasta principios de siglo estaba muy organizado. El terrorismo de ETA (la organización independentista vasca), el del IRA (El Ejército Republicano Irlandés), el de los nacionalistas corsos o el del grupo palestino Abu Nidal era deliberado, planificado y muy organizado. Esos grupos cometieron actos abominables, pero en nombre de una causa, un fin político —a menudo territorial— claramente asumido. Lo mismo ocurrió con la Haganah judía que actuó en Palestina en los 40 y el Frente de Liberación Nacional de Argelia cuando las autoridades francesas lo clasificaron como organización terrorista. Algunos de esos “terroristas” alcanzaron su objetivo, como en Argelia, mientras que otros, como los grupos palestinos, “pretendían desencadenar unas reacciones desproporcionadas contra los Estados árabes que los acogían y, como consecuencia, empujarlos a la guerra. Lo consiguieron, pero venció Israel. También pensaban que las reacciones desmesuradas de los israelíes les garantizarían la simpatía de la comunidad internacional y en ese aspecto sí triunfaron, con una auténtica victoria pírrica”.

En la actualidad, según el autor de una reflexión derivada de forma simultánea de su experiencia práctica y una lectura compleja de la historia, “hemos entrado en una era completamente nueva. Esta vez hay personas cada vez más jóvenes, entre ellas mujeres, que presumen cuando van a Siria, que están presentes en las redes sociales. Es un cambio total de paradigma. […] Al principio, los terroristas no tenían ningún deseo de morir. Cronometraban el tiempo que necesitaban para volver a su escondite antes de hacer estallar una bomba entre dos estaciones de metro. Cuando una organización forma a alguien para que sea terrorista profesional, no quiere que muera de inmediato. En cambio, cuando se recluta a cualquiera…”. En Le Roman du terrorisme, Marc Trévidic emprende un análisis histórico del fenómeno, cuyo origen sitúa a finales del siglo XI, bajo la égida del ismaelita Hassan ibn al Sabbah, fundador de la secta de los Asesinos, que se refugió en la fortaleza de Alamut. En ese nido de águila inexpugnable de la provincia de Qavzin, a 200 kilómetros al norte de Teherán, Sabbah construyó su teoría con los siete preceptos de los que, según Trévidic, nace el terrorismo islámico. Los historiadores que han escrito sobre la secta de los Asesinos estarían de acuerdo en que el autor conoce a la perfección las luchas internas del islam, que, tras la muerte del profeta Mahoma, desembocaron en el gran cisma entre suníes y chiíes. Diez siglos después, Trévidic ofrece un elemento crucial para comprender lo que De Gaulle denominaba “el complicado Oriente”.

Trévidic se mete en la piel de Sabbah y juzga sin contemplaciones los efectos prácticos de su teoría desde hace mil años. Eso le permite, en un estilo literario y a veces incluso poético, situar el terrorismo actual en su marco histórico. Da la impresión de que Occidente ha perdido toda la memoria histórica, y eso, opinan varios analistas de las relaciones internacionales, le impide hacer un análisis estratégico inteligente de Oriente Medio y el Norte de África. Trévidic insiste: “En la mente de un yihadista no existen límites, porque está convencido de estar en posesión de la verdad”. Y añade: “Hay que emplear drones contra los terroristas que se encuentran en zonas de guerra y juzgar a los que actúan en nuestro suelo”.

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Policías armados atienden a una amenaza terrorista cerca de la sede de Charlie Hebdo (París), tras el ataque con arma blanca a dos personas. (Kiran Ridley/Getty Images)

Podemos lamentar que el autor tuviera que dejar en 2015 la dirección de la lucha antiterrorista y que en 2021 esté al frente de los litigios civiles como presidente de Cámara en el Tribunal de Versalles. La lucha antiterrorista en Francia se ha encarnado en jueces como Jean-Louis Bruguière, Alain Marsaud y Marc Trévidic. Este último dirigió las investigaciones sobre los atentados de la Rue Copernic, la Rue des Rosiers y Karachi, así como el asesinato de los monjes de Tibhirine. En este último caso no se descubrió ni a los autores ni a los organizadores y las autoridades franceses se vieron paralizadas, en ocasiones, ante sus homólogos argelinos. Cuando en 2015 destinaron a Trévidic a otro puesto, la opinión pública tuvo la sensación de un inmenso despilfarro.

El autor aborda dos temas incómodos. El primero tuvo eco en los medios, el segundo no. El principal objetivo del fundador de la secta de los Asesinos era provocar una reacción desproporcionada de los Estados ante los actos cometidos por sus hombres. En democracia, eso plantea un problema preocupante. Trévidic recuerda que “el terrorismo es un método destinado a destruir el orden establecido y sustituirlo por otro, basado, por ejemplo, en la sharia. Mientras lo combatamos respetando siempre nuestros principios, no conseguirá destruir nuestro ADN. Esa es la ambivalencia. El mero hecho de no prescindir de la justicia, del derecho, es reducir el terrorismo a un simple fenómeno criminal”. En otras palabras, una respuesta solo desde el punto de vista de la seguridad no arregla el problema. Más investigadores, más servicios de inteligencia, sin duda, pero cambiar nuestra Constitución “significaría cambiar nuestro modelo de sociedad. Los terroristas alcanzarían su objetivo; imponernos un cambio del modelo social. Y eso es darles demasiada importancia”.

El segundo tema es el de la razón de Estado. “En el plano diplomático podemos plantearnos la elección de nuestros aliados y el apoyo que les hemos prestado. Gadafi, que era un gran terrorista, “plantó su tienda en nuestro suelo, a dos pasos del Elíseo. También pienso en Arabia Saudí y en cómo ha ‘corrompido’ ciertos países, como Pakistán, Afganistán y varios países africanos. La lucha antiterrorista no es estanca: no podemos apoyar a esos países y al mismo tiempo querer combatir el separatismo en nuestras fronteras”. Trévidic pregunta: “¿Quién fue el último en jugar a ser Frankenstein y resucitó al Grupo Salafista para la Predicación y el Combate, el GSPC, que no tenía más que 300 miembros hundidos y escondidos en la frontera entre Malí y Argelia? ¿Quién ha hecho renacer de sus cenizas, desde 2003, la sucursal de Al Qaeda en el Sahel? ¿Quién ha pagado unos rescates desorbitados para liberar a unos turistas enamorados del desierto? O, mejor dicho, ¿quién no ha pagado, ya fueran alemanes, italianos, japoneses o franceses? ¿Quién ha financiado el terrorismo?”.

Ya no se habla de los paripés de los Estados occidentales cada vez que había rehenes secuestrados: “No pagaban nunca un rescate porque lo hacían a través de otros, con unos fondos secretos que pasaban por Suiza o pidiendo a un país amigo que pagara el total. A veces incluso retrasaban la liberación de los pobres rehenes en espera del momento más propicio para su reelección”. Igual de graves han sido las pistas falsas proporcionadas a la justicia. El caso de la Rue des Rosiers es un ejemplo llamativo. Mientras el Estado acusaba a un grupo de extrema derecha, igual que en el atentado de la Rue Copernic, dos años antes, la Dirección de Vigilancia del Territorio (DST) se entrevistaba con el grupo Abu Nidal.

Occidente tiene que hacerse muchas preguntas. La política chapucera de Estados Unidos tuvo trágicas consecuencias y “contribuyó a instalar el régimen de los talibanes en Afganistán después de haber apoyado —como, en general, todos los países occidentales—a los yihadistas bosnios”. Estados Unidos “hizo realidad lo que en un principio era falso, el vínculo entre el régimen baazista y Al Qaeda”. Ante semejante desastre, ¿tienen planes los dirigentes occidentales para cambiar de política? Después de una reflexión insólita sobre el terrorismo, cargada de un humor negro que quizá proceda de sus orígenes vascos y bretones, Marc Trévidic no cree que esta lacra vaya a desaparecer en el futuro. Esta teología de la historia, esta autobiografía del terrorismo tiene una sinceridad excepcional, una poesía digna de Lord Byron, al que el autor tanto aprecia. Este texto ofrece un testimonio de nuestra época que no deja a nadie indiferente.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia