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Un devoto paquistaní sopla un cuerno en un santuario sufí dedicado al santo Shah Hussain, Lahore. ALI/AFP/Getty Images

La apuesta por el sufismo como herramienta para combatir el terrorismo está basada en una visión simplista de esta doctrina del islam y, además, su uso con esta finalidad podría llegar a ser contraproducente.

Más allá de los atentados contra objetivos europeos o estadounidenses y de los ataques a las comunidades chiíes, especialmente en Irak pero también en otros Estados como Pakistán o Yemen,  el salafismo radical –encarnado en entidades como la red yihadista internacional Al Qaeda y la organización Estado Islámico– ha proyectado en la última década su intransigencia y odio hacia los sufíes, matando a cientos de ellos y destruyendo decenas de santuarios consagrados a esta peculiar forma de entender y practicar el islam, calificada de mística y mal comprendida por Occidente.

Tan antiguo como la primigenia prédica de Mahoma, el sufismo se sustenta en el concepto de ihsan o capacidad de asomarse al rostro de Dios a través de la oración, se experimenta en espacios cerrados –zawiyas, ribat o khanaqah– y confía en el dhikr –la recitación iterada de jaculatorias– como único camino para transcender y alcanzar una comunión íntima con la divinidad. Aceptada como una práctica legítima por filósofos y juristas afamados, incluidos Abu Hamid al Gazali y Taqa ad Din Ahmad ibn Taymiya, dos de los principales inspiradores de la herejía yihadista actual, el sufismo comparte con el islam ortodoxo suní los dogmas y la lectura rígida de la sharia –ley islámica–, y los preceptos de alguna de las cuatro escuelas doctrinales de pensamiento y exégesis musulmana.

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Mausoleo sufí quemado en túnez. FETHI BELAID/AFP/Getty Images

Su peculiaridad estriba, sin embargo, en la forma en la que se articula y desarrolla: a través de cofradías constituidas en torno a hombres considerados virtuosos, respetados por su bondad, por su sabiduría o su piedad, a los que se venera en romerías anuales trufadas de folklore y fervor popular. Una suerte de santos en el concepto cristiano del término que los fanáticos entienden como una forma de idolatría, similar a la que le atribuyen a los chiíes, y que por tanto creen lícito combatir. Y es que al igual que el politeísmo luce en el universo islámico como el más abyecto de los pecados, los apóstoles del salafismo radical contemporáneo constriñen hasta el extremo la interpretación normativa del concepto Insan al Kamil –el hombre perfecto que sirve de ejemplo y referencia moral–, cualidad que en su opinión es propiedad exclusiva del Profeta.

Fue esa aura espiritual, popular, introspectiva, de viaje interior y aparente moderación, junto a la exótica plasticidad de algunos de sus ritos, lo que sedujo y fascinó a los orientalistas de la edad moderna, que pretendieron ver en el sufismo una rama o corriente distinta dentro del islam, más próxima al cristianismo inmanente del que ellos mismos procedían. Un romanticismo labrado a golpe de analogía engañosa y simplista que tiene en la controversia etimológica uno de sus exponentes más nítidos: en la cultura occidental prima la idea de que el término procede de la raíz suf (lana, en árabe) en referencia al tejido que supuestamente vestían los primeros adeptos, por encima de otras opciones más plausibles, como su probable vinculación con el vocablo sufa (pureza) o con la expresión ahl al Suffah, que alude a aquellos compañeros del profeta Mahoma conocidos por su celo y entrega a Alá.

Más de un siglo y medio después, esta idealizada percepción del sufismo como dique moderado y espiritual de contención frente al resurgimiento y fortalecimiento del yihadismo excluyente ha calado entre aquellos políticos y militares europeos y estadounidenses que apuestan por favorecer la emergencia de un poder religioso blando y convertirlo en el arma principal de lucha contra el terrorismo y el sectarismo de origen wahabí. Una antigua estrategia que comenzó a recuperarse en 2003 tras el fracaso de la ocupación ilegal de Irak –en Pakistán fue alentada primero por el entonces presidente, Parvez Musaraf, y después por su sucesor, Mohamad Mian Soomro, quien se apoyó en la orden Berelwei para combatir lo que definió como la creciente “talibanización” del país– y que ha recibido un espaldarazo casi definitivo tras la explosión de las ahora marchitadas Primaveras Árabes, en especial en las naciones que más padecieron su efecto como Siria, Egipto, Libia y Túnez, pese a que sus postulados y efectos sean, cuanto menos, cuestionables.

Protegidos entre los estrechos y umbríos callejones de la ciudad medieval, los santuarios de Sidi Ibrahim Riahi y Sidi Mahrez constituyen el corazón del sufismo en Túnez, nación que atesora decenas de tumbas y oratorios dedicados a maestros elevados a la categoría de santos. Erigidos entre los siglos XVII y XIX, son el punto de referencia para los cerca de 300.000 sufíes que viven en el pequeño país norteafricano, apenas un 3% de población. En 2011, en plena revuelta contra la larga y cruel dictadura de Zinedin el Abedin Ben Alí, grupos salafíes radicales locales –financiados desde Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos– aprovecharon la confusión inicial para tratar de hacerse con el control de las miles de mezquitas e instituciones religiosas que motean el territorio. Tumbaron puertas, persiguieron a imames y profesores e intentaron imponer a golpe de coacción y petrodólar la herejía rigorista wahabí que sostiene y engarza el yihadismo internacional. En el caso de los sufíes, cerca de medio centenar de zawiyas y sepulcros fueron destruidos o profanados, y decenas de adeptos obligados a renegar de sus prácticas bajo amenaza de muerte. Fue, sin embargo, el islam político, personificado en el movimiento conservador Ennahda, el que contribuyó a conjurar el peligro que amenazaba con ensombrecer toda la región. Avanzado 2014, su histórico líder Rachid Ghannouchi logró imponer su pragmatismo a aquellos que flirteaban con el islam radical y se embarcó en un proceso de diálogo con las fuerzas laicas que salvó la transición política y convirtió a Túnez en la única historia de éxito de un tsunami libertario regional plagado de fracasos. Hoy, Ennahda es la primera fuerza en el Parlamento tunecino, el soporte imprescindible del gobierno laico y el único partido con una sólida implantación nacional, capaz de movilizar a millones de ciudadanos. “Sí, es la opción dominante pero han tenido que adaptarse y aceptar que el islam en este país es menos dogmático”, concede Moez Shibahi, un profesor de filosofía que acude a diario a la mezquita de Sidi Mehrez, patrón nacional. “El sufismo es parte inherente de la tradición de Túnez y eso hace que haya menos espacio para el auge radicales. Es verdad que la mayoría de los tunecinos no se declaran sufíes, pero tienen el sufismo arraigado en su cultura, en sus costumbres diarias, y eso permite que seamos una excepción”, recalca.

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Un derviche baila cerca de un póster con la imagen del Presidente egipcio, Abdel Fattah al Sisi, en El Cairo. FETHI BELAID/AFP/Getty Images

En Egipto, la inesperada caída de Hosni Mubarak –víctima de un complot urdido por el Ejército en plena vorágine subversiva– propició el ascenso al poder del único movimiento estructurado de oposición que había resistido la sistemática represión del régimen. Al igual que ocurrió en Túnez, los Hermanos Musulmanes –ya divididos entonces en dos corrientes enfrentadas– aprovecharon el desconcierto inicial y la candidez democrática posterior para tratar de adueñarse del cetro que perseguían desde la primera mitad del siglo XX. Pero al contrario de lo que sucedió en su país hermano, fue el brazo más retrógrado de la fraternidad el que emergió triunfal entre las cenizas de la batalla. Siete años después, el país que alumbraron los faraones se desangra bajo una tiranía aún más brutal y deshumanizada, mientras el salafismo moderado y el sufismo aglutinado en torno a la figura política del jeque Abdel Qadi al Qasabi se reparten el espacio arrebatado a la influyente cofradía fundada por Hasan al Banna. Según cifras oficiales, en Egipto existen cerca de 80 tariqa sufíes a las que pertenecen 15 millones de fieles, cifra que supone alrededor de un 14% de la población. Su vigor se sustenta, sin embargo, en su tácita y tenebrosa alianza con el nuevo déspota, Abdel Fatah al Sisi, un militar cultivado en el salafismo wahabí que en apenas un lustro ha empequeñecido la barbarie de su predecesor. Un matrimonio de conveniencia que genera dudas, especialmente entre los más jóvenes, sobre si Al Qabasi y otros líderes sufíes están genuinamente comprometidos con la wasatiyah (moderación), una corriente que prima la defensa de los derechos humanos e incluye la aceptación del laicismo.

Similar situación se ha producido en Pakistán, donde la alianza de las cofradías sufíes con el poder y el deseo de sus aliados occidentales de convertirlas en la punta de lanza en la lucha contra el fanatismo ha dilatado la brecha y ahondado el pozo de desconfianza que desemboca en los conflictos. Tehreek-e Labaik Pakistan (TLP), partido asociado a una influyente tariqa sufí, concurrió en las últimas elecciones –en las que devino en la quinta fuerza– con una agenda más próxima a los postulados salafíes que a la ejemplar moderación que se supone alberga el alma seráfica del sufismo. Los radicales, por su parte, han acentuado su inquina hacia los sufíes, a los que ya no solo observan como una caterva de adoradores politeístas sino como un tentáculo más de la perfidia occidental. Una tendencia contraria a los presupuestos y los objetivos planteados por los defensores del poder religioso blando, que lejos de favorecer la moderación parece que contribuye a robustecer los lastres reaccionarios que desde hace más de ocho siglos frenan la imprescindible evolución hacia el humanismo del pensamiento islámico.

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Devotos sufíes paquistaníes bailan en un santuario en Karachi. ASIF HASSAN/AFP/Getty Images

Y es que la idealización y la fascinación por el sufismo que vuelve a resonar en Occidente proceden del mismo paternalismo cristiano que emergió en la Edad Media y que a principios del presente siglo desembocó en el falaz diálogo de civilizaciones. En 1453, escasas semanas después de la traumática conquista de Constantinopla por las huestes del sultán otomano Mehmet II, el teólogo español Juan de Segovia y su colega alemán Nicolás de Cusa emprendieron un intercambio epistolar en el que apostaban por cambiar la política belicista hacia el islam y sustituirla por un diálogo constructivo entre los dos credos que permitiera el conocimiento más amplio y preciso del otro. La propuesta, razonable en esencia, ocultaba sin embargo una perniciosa doblez. Tanto el erudito cusano como el clérigo segoviano –autor de la primera traducción literal del Corán al latín y al castellano antiguo– entendían que el objetivo final de esa plática intelectual no era comprender al rival, discutir de igual a igual, sino poner de relieve sus errores y argumentarlos para convencerle de que abandonar su fe suponía su única alternativa de salvación.

Una relación jerárquica, cimentada en la superioridad moral y espiritual del cristianismo, que se ha prolongado en el tiempo, que aún domina el debate público, y que está intrínsecamente relacionada con la continuidad de la parálisis doctrinal y filosófica en la que está sumido el islam desde que en el siglo XII el filósofo persa Al Gazali cerrara las puertas de la exégesis coránica y sumiera el pensamiento musulmán en las tinieblas por las que todavía transita. Desde entonces, ni el comunismo, ni el socialismo, ni el nacionalismo o el capitalismo han logrado roturar un terreno baldío en el que se han robustecido ismos tenebrosos y retrógrados como el wahabismo, el deobandismo, el islamismo, el salafismo o el qutubismo. Ni siquiera el sufismo, que como en el caso de Amadou Bamba en Senegal alzó la bandera de la independencia y la libertad frente al dominio colonial, logró después desembarazarse de la alargada sombra de Al Gazali y quebrar el telón de acero que éste abatió sobre el pensamiento musulmán ilustrado, aún exangüe y ahíto de esa reforma que como al cristianismo medieval le permita recobrar el humanismo, único antídoto frente a los fanáticos.