El presidente de Francia, Emmanuel Macron, gesticula mientras habla durante una conferencia de prensa en la Conferencia sobre el Futuro de Europa y la publicación de su informe con propuestas de reforma, en Estrasburgo, Francia. ( Sathiri Kelpa /Anadolu Agency via Getty Images)

La Comunidad Política Europea no es una idea nueva, pero ahora es diferente. ¿Cuáles son las oportunidades y cuál podría ser su alcance?

Han pasado más de cuatro meses desde que el presidente francés, Emmanuel Macron, lanzara la idea de crear una Comunidad Política Europea como respuesta al contexto histórico que vivimos. Fue el pasado 9 de mayo en el Parlamento Europeo, coincidiendo con la celebración del día de Europa y la clausura de la Conferencia sobre el Futuro de la Unión. ¿Qué propone exactamente? ¿Qué probabilidad de éxito tiene su apuesta? ¿Qué podría llegar a significar para el proyecto europeo?

Respondiendo a la primera pregunta, cabe apuntar que la naturaleza de esta nueva comunidad todavía está siendo definida. Según el propio Macron, se trataría de un espacio que reuniría a aquellos países europeos —tanto miembros de la UE como no—que comparten valores y preocupaciones comunes. Es una definición algo vaga, pero en esa imprecisión puede radicar su maleabilidad y potencial.

La idea no es nueva: una Comunidad Política Europea ya fue planteada a comienzos de los 50 como profundización de la entonces Comunidad Europea del Carbón y del Acero, pero se vio truncada ante el fracaso de la Comunidad Europea de la Defensa a cuyo desarrollo iba ligada. Miterrand y Delors reflotaron el proyecto a finales de los 80. El proyecto tampoco prosperó, aunque la incorporación de los países del Este a la familia comunitaria y la refundación del proyecto europeo a través del Tratado de Maastricht, incluyendo el pilar de política exterior y de seguridad común, rescataron buena parte de su aliento.

La Comunidad Política Europea que esboza ahora Macron es diferente. Se trataría de una entidad de carácter más laxo, como en su día lo fue la propia Comunidad Económica Europea. La clave radicaría en definir adecuadamente su naturaleza, alcance y competencias. También en determinar su carácter más o menos formal e institucionalizado, así como quién forma parte de ella.

Esta última cuestión, la de la membresía, es la que ha suscitado hasta ahora más atención, en especial porque ya se ha anunciado una primera reunión de la nueva comunidad el próximo día 6 de octubre en Praga, coincidiendo con la sesión informal del Consejo Europeo. En principio, todo apunta a una concepción amplia que bien podría resumirse en algo así como “todos menos Rusia y sus acólitos” (como Bielorrusia). La iniciativa podría llegar a englobar a los 27 miembros de la UE, los siete países candidatos (incluidos los casos singulares de Ucrania y Turquía), una nómina más amplia que abarcaría tanto a países que aspiran a ser invitados un día a la Unión —Bosnia-Herzegovina, Kosovo, Moldavia— como a otros que no tienen ningún interés por el momento —Suiza, Noruega, Islandia y algunos mini Estados como Liechtenstein o San Marino—, las tres repúblicas caucásicas –Georgia, Armenia y Azerbaiyán—y, last but not least, el Reino Unido.

Se disipa así el temor de aquellos que interpretaron la propuesta de Macron como una suerte de premio de consolación para aquellos países cuya adhesión a la UE llevará décadas, con el caso ucraniano especialmente en mente. La nueva Comunidad dará cabida no sólo a aquellos que ambicionan ingresar al club comunitario, sino también a los que no proyectan su futuro dentro de la Unión. Más allá de la geografía, el llamado “likemindedness” sería el elemento definitorio y aglutinador, en claro contraste con la amenaza rusa.

Esto resaltaría el carácter netamente estratégico del proyecto, muy en la línea de esa Comisión geopolítica prometida por la presidenta Von der Leyen. En un momento caracterizado por la rivalidad sistémica entre Estados Unidos y China, la nueva comunidad cumpliría el doble propósito de evitar una fragmentación dentro del continente en uno u otro sentido (en especial hacia Oriente), al tiempo que se reforzaría la voluntad europea de reclamar un estatus propio en el tablero global, respondiendo a las nuevas inquietudes por afianzar una mayor autonomía estratégica europea.

Para atender a la segunda cuestión que planteábamos –¿cuál es su probabilidad de éxito?—debemos remitirnos a la respuesta habitual que determina el avance o fracaso de cualquier iniciativa multilateral: la que los países quieran. No cabe duda de que la próxima reunión inaugural en Praga nos dará un buen termómetro sobre el apoyo del que goza la iniciativa, si bien los recientes pronunciamientos del canciller Scholz a finales de agosto y de la propia Von der Leyen en su discurso del Estado de la Unión el pasado 14 de septiembre han supuesto un importante espaldarazo a un proyecto que muchos interpretaban como un nuevo canto al viento del presidente francés.

Para calibrar el capital político del que goza entre sus miembros, será fundamental definir el alcance y profundidad de esta nueva asociación. Una vez determinado quién forma parte, tocará precisar cuanto antes las competencias y procedimientos del nuevo ente. El qué y el cómo.

En relación con lo primero, parece que una mayor colaboración en materia de política exterior y una cierta coordinación en instancias multilaterales podría suponer un claro eje de acción. También se apuntan a la seguridad y la defensa como cuestiones que podrían tener cabida, en especial una seguridad energética que se ha vuelto tan central. Las cuestiones migratorias y de movilidad es probable que también encuentren espacio en la agenda de trabajo. Menos evidente resulta cómo se articularía esta cooperación con la propia política exterior y de seguridad común comunitaria y sus estructuras, en las que ya de por sí existen no pocas fisuras, sobran actores, faltan mecanismos que faciliten la toma eficaz de decisiones y, por ende, cuesta hablar con una única voz en la escena internacional.

El cómo plantea retos no menores. ¿Qué tipo de entidad será la nueva comunidad? ¿Una alianza regional, un organismo internacional, un foro de diálogo? Por el momento la convocatoria se plantea como una cumbre de líderes, en los márgenes de la reunión informal del Consejo de la UE. Dar visibilidad a la unidad de los países del continente en un momento tan delicado como el actual no constituirá un logro menor. Pero sería bueno pensar más allá del presente para evitar que con el paso del tiempo este espacio se convierta en una de las muchas citas vacías que trufan el calendario internacional y que hacen que nuestros ciudadanos sientan que hay demasiadas reuniones y pocos resultados, minando su confianza en el multilateralismo.

Y es así como llegamos a la última de las tres preguntas planteadas: ¿qué podría llegar a significar esta iniciativa para el proyecto europeo? Creo que la paradoja radica en que el verdadero valor de una futura Comunidad Política Europea bien podría estribar en ser un catalizador de la propia integración europea. Esto puede parecer extraño a aquellos que ven en la propuesta todo lo contrario –una rebaja del propio proyecto—pero a veces las apariencias engañan. Me explico: al crear un nuevo espacio que no responde a la tradicional categoría precandidato/candidato/miembro, sino a una lógica distinta (integración vs. comunidad de valores), la propuesta estaría abriendo un nuevo espacio de asociación que permitiría recuperar la idea de una Europa a diferentes velocidades. No a dos, como muchas veces se interpreta, sino a tres: comunidad de valores políticos, proyecto confederal (como el que actualmente tenemos) y horizonte federal, al que no pocos aspiramos.

La nueva comunidad podría constituir un revulsivo para una mayor integración de aquellos miembros de la UE dispuestos a avanzar hacia un modelo verdaderamente federal. Al haber un espacio más laxo de coordinación, los miembros de la UE que no estén dispuestos a profundizar su integración seguirán disponiendo de un espacio intermedio –el comunitario—que les hará sentir especiales y parte de la Unión. Y esa singularidad podría eliminar trabas a que aquellos que quieran avanzar más y más rápido lo hagan, en especial en un contexto en el que el euroescepticismo de corte nacionalista gana enteros en miembros tan importantes como la propia Italia. La Europa a varias velocidades es una realidad en políticas tan diversas como la monetaria –Eurozona—o de movilidad—Schengen. ¿Por qué no pensar en un esquema parecido a nivel de política exterior?

Otro aspecto que podría ser de particular interés es el potencial de originalidad institucional. Quizás la nueva Comunidad Política Europea pueda innovar y trascender el tradicional monopolio que ejercen los ejecutivos nacionales. Si hablamos de un espacio de valores compartidos, quizás se podrían plantear mecanismos de interlocución que impliquen de manera más activa a los respectivos parlamentos y sociedades civiles. Que experimente y que muestre que Europa también es pionera en su forma de entender el multilateralismo y de acercarlo a sus poblaciones.

El nuevo sujeto a punto de nacer, por tanto, merece interés y una profunda reflexión. La Comunidad Política Europea puede ofrecer oxígeno de cara a algunos de los principales retos que enfrenta la Unión. También presenta una oportunidad para que la UE reafirme su papel en el escenario global, desde la máxima de que la unión hace la fuerza. Y puede, paradójicamente, contribuir a profundizar la integración europea. Pero aprovechar esa posibilidad requerirá audacia y valentía: imaginar una Europa que hace las cosas de manera diferente, que se aproxima de otra forma al multilateralismo y a la gobernanza global. Si no, el tiro puede salir por la culata.