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Soldados del Bundeswehr, fuerzas armadas alemanas, recuperan el drone de reconocimiento, KZO, tras una misión con la OTAN en Lituania. (Sean Gallup/Getty Images)

Algunas ideas para trazar la relación de la UE con EE UU y cómo construir y alcanzar una autonomía europea.

La inestabilidad del entorno de seguridad mundial, el giro geopolítico sufrido por las relaciones internacionales y el creciente carácter híbrido de las amenazas han llevado a la Unión Europea a replantearse su nivel de ambición y su proyección exterior.

En los ámbitos de la seguridad y la defensa, la Estrategia Global de la Unión Europea 2016 (EUGS) define el nivel de ambición de la UE como la capacidad de: participar en la gestión de crisis; apoyar el desarrollo de capacidades para los países socios; y proteger a la UE y sus ciudadanos.

Aunque, la EUGS “alimenta la ambición de una autonomía estratégica para la Unión Europea” no ofrece una clara orientación sobre la manera en que la UE, en su conjunto, pretende alcanzarla. Y casi más importante, no existe consenso entre sus Estados miembros a la hora de conceptualizar esa pretendida autonomía estratégica, lo que en la práctica impide la identificación de prioridades políticas precisas y comunes.

En un contexto muy marcado por la pandemia de Covid-19, durante el último año se han manifestado, a este respecto, dos posiciones enfrentadas en el seno de la Unión. En un lado se encuentran los partidarios de que esa pretendida autonomía estratégica conlleve la adquisición de más “músculo militar” con la finalidad de que Europa pueda operar con mayor independencia. Europa hace gala de soft power; pero sin instrumentos de hard power, la capacidad de acción autónoma europea se ve fuertemente constreñida. Esta visión se complementaría con el desarrollo de conglomerados industriales que aseguren las cadenas de abastecimiento de bienes y servicios estratégicos, además de competir en el tablero mundial con empresas chinas o estadounidenses.

El presidente francés, Emmanuel Macron, ha sido el impulsor de esta posición. Hay que recordar que Francia lanzó en 2018 la Iniciativa Europea de Intervención, en la que actualmente participan otros 12 países europeos, a pesar de ser considerada en algunas capitales europeas como un intento de París de promover su propia visión de la autonomía europea.

En contraposición, los países europeos más atlantistas, con Alemania al frente, han calificado la postura francesa de peligrosa y poco realista. Incluso la ministra de Defensa alemana, Annegret Kramp-Karrenbauer, llegó a señalar que "las ilusiones de la autonomía estratégica deben terminar”. Este grupo (en el que también se encuentran países como Polonia, países Bálticos, Chequia y Hungría) ha abogado por reforzar los vínculos con EE UU, cuando la llegada a la Casa Blanca del presidente Joe Biden ofrece una ventana de oportunidad para la vuelta a la cooperación transatlántica, tras el tumultuoso periodo de la presidencia Trump. En este aspecto, el papel que debe jugar la OTAN se antoja esencial. Por su parte, España (junto a Holanda e Italia) ha mantenido una posición intermedia.

En realidad, se trata de un falso debate que debilita la ya de por sí frágil Política Exterior y de Seguridad Europea (PCSD). El pasado mes de noviembre, el Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, lamentaba los "debates estériles, casi teológicos sobre la capacidad necesaria para reaccionar de forma autónoma ante los desafíos”. Efectivamente, las carencias –y dependencias de EE UU– europeas son tan relevantes que pensar en actuar autónomamente a medio plazo, incluso en escenarios poco exigentes, resulta cuanto menos utópico. Además, hay que recordar que, más allá de la seguridad y defensa, la UE ya ha demostrado su autonomía en ciertos ámbitos, como la lucha contra el cambio climático o el desarrollo del 5G.

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Banderas de la UE y EE UU. (Samuel Corum/Getty Images)

La edición especial de 2021 de la Conferencia de Seguridad de Múnich, dedicada a la “renovación de las relaciones transatlánticas”, ha supuesto el regreso, al menos aparente, a la convergencia intraeuropea. En sus intervenciones, en formato virtual, el presidente Macron y la canciller Merkel coincidieron, con matices, en tres aspectos cruciales. Primero, la Unión Europea debe fortalecer su defensa y asumir una mayor responsabilidad en su propia seguridad. Segundo, este fortalecimiento debe estar destinado a equilibrar y complementar a la Alianza Atlántica –y no a competir con ella–. Y tercero, una UE más fuerte aporta valor añadido a la relación con EE UU.

Por ello, no es de extrañar que, días después, los jefes de Estado y Gobierno de los 27 Estados de la UE se mostrasen dispuestos a aumentar la inversión en defensa para incrementar su capacidad de actuar autónomamente; aunque, manteniendo el compromiso de cooperar con la nueva Administración estadounidense en el marco de la OTAN.

En junio de 2020, el Consejo de la UE aprobó llevar a cabo un proceso de reflexión estratégica con el objetivo de especificar y traducir su nivel de ambición en capacidades tangibles. Con el término “Brújula Estratégica” este proceso, de dos años de duración, deberá definir los medios militares necesarios para satisfacer las necesidades de la Unión y, por consiguiente, alcanzar el grado deseado de autonomía estratégica.

Su punto de partida ha sido la presentación, a finales del pasado mes de noviembre, del novedoso Análisis Único de Inteligencia, preparado cooperativamente por los servicios de inteligencia de los países de la UE. Clasificado como secreto, se sabe que este análisis aborda una amplia gama de riesgos que la Unión debe afrontar en los próximos diez años, incluyendo las amenazas híbridas o las tecnologías disruptivas.

En los procesos de planeamiento estratégico nacionales, este tipo de análisis de amenazas es el primer paso para definir las formas y medios necesarios para garantizar la seguridad del país. Sin embargo, parece obvio que, de acuerdo a lo decidido por los líderes europeos, el asunto crítico que la “Brújula” deberá aclarar será como reequilibrar las relaciones transatlánticas y el papel que debe jugar la OTAN. Efectivamente, por encima de los multifacéticos riesgos externos serán las relaciones interaliadas quienes determinen las capacidades requeridas por Europa.

Los cuatro años de la Administración de Donald Trump han hecho un daño irreparable a la imprescindible confianza que deben presidir las relaciones entre aliados. Los europeos no deberíamos olvidar que tan solo un puñado de votos, en ciertos estados clave y en medio de una pandemia, permitieron la victoria de Biden en las elecciones estadounidenses de noviembre. En otras palabras, la seguridad y defensa de Europa no debería depender del estado de ánimo de los votantes de EE UU en una determinada coyuntura política y social. Además, parece obvio que las prioridades estratégicas de ambos lados del Atlántico, con realidades geopolíticas distintas, no siempre coincidirán. Aunque sea por estas dos simples razones, un cierto grado de autonomía estratégica resulta del todo imprescindible para la UE. Pero ¿qué grado? Y ¿en qué forma? Esas son las cuestiones cruciales.

En vísperas de la firma del tratado fundacional de la Alianza Atlántica –Washington, 1949– el por entonces secretario de Estado estadounidense, Dean Acheson, señaló que EE UU veían con un "sentido de urgencia" la conveniencia de una "unificación política europea más estrecha". Por entonces, se entendía que, a pesar del papel de Estados Unidos como “mediador”, en última instancia eran los europeos los que debían asumir la responsabilidad de la seguridad y defensa del Viejo Continente. En otras palabras, la integración europea era considerada parte intrínseca de las relaciones transatlánticas, por lo que, a medida que Europa se fuese fortaleciendo y uniendo, la OTAN se convertiría en una asociación entre iguales.

En la actualidad, la rivalidad con China constituye la primera prioridad geoestratégica de EE UU con independencia del color de su gobierno; y, como ocurre en otros escenarios, los estadounidenses ya no quieren contraer compromisos significativos en Europa. El “giro al Pacifico”, iniciado por Obama, prácticamente se ha completado y los norteamericanos demandan a sus aliados europeos que asuman el liderazgo estratégico regional.

Al mismo tiempo, Europa empieza a comprender que la PCSD, por sí sola, nunca será capaz de garantizar su seguridad y, por consiguiente, no es la herramienta apropiada para fraguar la indispensable autonomía estratégica.

En un lenguaje poco habitual por su franqueza, el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, ha advertido: "debemos evitar la percepción de que la UE puede defender Europa. Porque la UE no puede defender Europa".

Y no le falta razón al político noruego. Armas guiadas, drones, sistemas de comunicaciones o transporte estratégico son algunas de las capacidades que se deben incluir en la larga lista de deficiencias operativas europeas. Su obtención requeriría ir mucho más allá de los humildes esfuerzos de la Comisión en avanzar en los proyectos en el marco PESCO. Se requeriría una refundación de la PCSD y un aumento sostenido y sincronizado de los presupuestos de Defensa de todos los países europeos. Pero, si en el primer asunto la falta de una cultura estratégica europea común pone en duda el desarrollo de prioridades e intereses comunes –base de toda política exterior–, en el caso de los presupuestos, la realidad señala que no todos los países se muestran dispuestos a asumir ese compromiso.

Siguiendo el espíritu de Acheson, la solución podría pasar por una europeización decidida de la OTAN, abandonando el equívoco dilema atlantismo vs europeísmo. En lugar de buscar la diferenciación entre la Alianza Atlántica y la Unión Europea, mediante la creación de nuevos instrumentos y/o la división geográfica o funcional de las responsabilidades, una refundada Alianza Atlántica se podría convertir en la piedra angular de la ansiada autonomía estratégica de la UE.

En este hipotético marco, los europeos asumiríamos gradualmente la mayor parte de la carga de nuestra propia defensa. La PCSD subsistiría como el medio con el que sincronizar los esfuerzos comunes y el mecanismo fundamental para la obtención de capacidades militares que impulsen la industria y tecnología europea –aspecto esencial para una auténtica autonomía estratégica–. Por su parte, EE UU ejercería únicamente como facilitador de esta nueva y reequilibrada asociación transatlántica; algo que parece deseoso de llevar a cabo.

Este escenario sería coherente con la historia y la geografía de dos continentes unidos por ciertos valores e intereses, pero resultaría extremadamente exigente y requeriría de liderazgos, políticas e ideas que se salgan del manual tradicional. Por supuesto, surgirían múltiples cuestiones y dificultades que habría que superar con inteligencia y voluntad de acuerdo –en particular, el rol que jugarían los aliados europeos no miembros de la OTAN o el de los países neutrales de la UE–. Sin embargo, el mantenimiento del statu quo no es una opción.

Por cuestiones de oportunidad, las revisiones estratégicas de la OTAN y la UE parece que finalmente coincidirán en el tiempo. Además de la citada “Brújula” de la UE, el secretario General de la Alianza Atlántica ha declarado que “es el momento de desarrollar un nuevo Concepto Estratégico para la OTAN", ya que el entorno mundial ha cambiado significativamente desde que se acordó el último en 2010. De aceptarse esta propuesta, ambos desarrollos se mirarán de reojo, como no puede ser de otra manera cuando ambas organizaciones comparten 22 miembros.

Desde luego, tanto la “Brújula” de la UE como la revisión del Concepto Estratégico de la OTAN deberán determinar la forma que adoptarán las relaciones EE UU-Europa en los próximos 10 años. El debate no se puede seguir postergando hasta que un posible retorno del trumpismo a la presidencia obligue a adoptar decisiones apresuradas de imprevisibles consecuencias.