Tras décadas de dictaduras, corrupción y disfunciones económicas, el país latinoamericano no aprendió la lección.

Un venezolano que protesta contra el Gobierno sostiene la imagen de un billete con la palabra "hambre" escrita encima. Juan Barreto/AFP/Getty Images

El 28 de septiembre de 1999, pocos después de llegar al poder, Hugo Chávez hizo un preciso diagnóstico de los males que aquejaban a su país desde principios del siglo XX, cuando comenzó a explotar petróleo: “Cada vez que en Venezuela aumentaba el precio del crudo aquí todo el mundo pedía seguir la fiesta, gasto y más gasto, sin ton ni son y sin ahorrar para el futuro”.

Pero el caudillo bolivariano hizo poco –o nada– para cambiar ese trágico sino. El oro negro representa hoy más del 50% de los ingresos del Estado y el 96% de las exportaciones, casi la misma proporción que en 1935. Según el Banco Central de Venezuela (BCV), durante el boom petrolero entre 1999 y 2014, Venezuela ingresó 1,36 billones de dólares –el equivalente a 13 planes Marshall– por sus exportaciones de crudo. Pero hoy, según la revista Forbes, las reservas de divisas del país apenas rozan los 12.000 millones de dólares mientras que los datos del Sovereign Wealth Fund Institute indican que en diciembre de 2015 el fondo soberano noruego tenía 853.000 millones de dólares y el saudí 668.000 millones.

Sebastián Edwards, economista chileno de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), sostiene que de no haber sido por el boom petrolero, el crecimiento de la renta per cápita venezolana habría sido negativo durante todos los años de la revolución bolivariana.

En 2016 el PIB venezolano se contrajo, según el FMI, un 10% tras haberlo hecho un 6,2% de 2015 con la inflación más alta del mundo por cuarto año consecutivo (720%). El bolívar es hoy un papel casi inservible con un billete de 20.000 bolívares que apenas vale dos dólares. Debido a la hiperinflación, el salario mínimo mensual apenas alcanza los 20 dólares en el mercado negro, menor que el de Haití o Cuba.

Por su parte, la producción de crudo ha caído, según datos de la OPEP, hasta los 2,3 millones de barriles diarios, frente a los 3,2 que producía la petrolera estatal PDVSA en 1999. Y ello a pesar de que Venezuela tiene las mayores reservas de crudo del mundo: 296.501 millones de barriles, frente a los 264.215 millones de Arabia Saudí.

Las nacionalizaciones chavistas también han dejado una larga ristra de fracasos. Desde que la industria siderúrgica fue nacionalizada en 2009, su producción ha caído un 70%. Los apagones se han hecho crónicos debido al deterioro de la red eléctrica en un país que hasta hace no mucho exportaba electricidad a Brasil y Colombia. Hoy Venezuela importa el 76% de los alimentos que consume pese a la extensión y la fertilidad de su suelo.

Aunque el gobierno de Caracas honra religiosamente el pago de su deuda externa, el país ya enfrenta de facto todas las consecuencias prácticas de un default soberano. Gran parte de los bonos del Estado y de PDVSA pueden comprarse hoy por un 40% de su valor nominal debido a que los mercados calculan que una suspensión de pagos es solo cuestión de tiempo.

El World Economic Forum sitúa a Venezuela en el puesto 140 –el último de la lista– en la clasificación de ética y corrupción. No es extraño. El Gobierno mantiene un complicado sistema de tipos de cambio con tres cotizaciones oficiales, lo que crea infinitas oportunidades para la corrupción. Unas sólidas credenciales chavistas son una vía infalible para acceder a divisas subsidiadas. A comienzos de 2015, comprar dólares a 6,3 bolívares y venderlos en el mercado negro a 180 bolívares generaba una ganancia del 2.800%.

Y muchos utilizan los bolívares obtenidos tras vender dólares en el mercado negro para volver a comprar al Gobierno dólares baratos y venderlos de nuevo, una y otra vez, en un ciclo especulativo masivo que nunca acaba y que ha hecho multimillonarios a muchos boligarcas. Pero pese a todas esas evidencias, el presidente venezolano, Nicolás Maduro, atribuye todos los males que acosan al país a la guerra económica del imperialismo y la oligarquía local y al deseo caprichoso de los capitalistas de aumentar sus ganancias de manera indiscriminada.

Desde 1999 unos 1,5 millones de venezolanos han emigrado al exterior sin intención de volver en un país que hasta los 70 del siglo XX tuvo la renta per cápita más alta de América Latina y el Caribe.

En el terreno político el balance no es menos deprimente. Todas las instituciones –desde los tribunales a la autoridad electoral y las Fuerzas Armadas– han perdido su independencia.

Caracas es hoy la capital más violenta del mundo –con una tasa de 125 homicidios por 100.000 habitantes– y otras siete ciudades venezolanas figuran entre las 50 más violentas del mundo. Sin embargo, la policía del régimen se dedica a apresar opositores por grabar y colgar en Internet vídeos de manifestaciones de protesta, como ha ocurrido con los periodistas Braulio Jatar y Alejandro Puglia.

El régimen chavista no tiene ya ideas, ni apoyo –la popularidad de Maduro no supera el 20%– o siquiera legitimidad después de que el Tribunal Supremo haya dictado 35 sentencias contra las atribuciones constitucionales de la Asamblea Nacional, hoy en manos de la oposición pero convertida en un mero foro de debate político. La paranoia chavista está más que justificada, dado el temor de sus jerarcas a ser procesados por corrupción si pierden el poder. Una comisión parlamentaria ha denunciado un desfalco de 11.000 millones de dólares –el 10% de la deuda externa– en PDVSA. Así, es explicable que el pasado diciembre, Maduro advirtiera a sus seguidores: “¿Ustedes se van a calar otras elecciones donde la oligarquía tenga algún triunfo?”

 

Una economía demencial

Bolsas con productos básicos en uno de los centros de distribución de alimentos en un barrio de Caracas. Ronaldo Schemidt/AFP/Getty Images

Un litro de gasolina en Venezuela cuesta unos dos centavos de dólar. Según Rafael Ramírez, ex presidente de PDVSA y hoy embajador ante la ONU, el coste para el Estado de la subvención a los combustibles fue de 12.562 millones de dólares en 2013, un 4% del PIB. Un estudio de dos investigadores venezolanos de la Universidad de Harvard, Douglas Barrios y Ramón Morales, estima que esos subsidios absorben más recursos del Estado que todos los programas sociales juntos.

Y no hay forma más regresiva de redistribuir la riqueza petrolera: el 10% de la población de mayores ingresos recibe de esos subsidios unos beneficios 13,5 veces superiores a los que capta el 10% más pobre. Ese dispendio genera además un negocio delictivo tanto –o más– rentable que el narcotráfico: el contrabando de combustibles. La gasolina venezolana es 60 veces más barata que la que se vende en la mayoría de los países vecinos, una diferencia que permite márgenes de beneficio del 1.000% a los bachaqueros (contrabandistas). “Si el Gobierno encargara solucionar el problema al Vaticano, hasta el Papa terminaría corrompiéndose”, comenta con sarcasmo Ramón Morales.

Como demuestra Raúl Gallegos, ex analista del Economist Intelligence Unit y ex corresponsal en Caracas del diario Wall Street Journal, en su libro ¿Cuándo se jodió Venezuela? (Barcelona, Deusto, 2016), el chavismo no inventó esos mecanismos corruptos, pero sí los adoptó –y adaptó– a sus propias necesidades clientelistas. Ya en 1983 el gobierno de Luis Herrera Campins instauró el régimen de tipos de cambio múltiple, generando una cultura de sobornos y mordidas que el chavismo hizo endémico y masivo.

Desde el boom petrolero de la Venezuela saudí de los 70, todos los ciclos económicos del país han seguido un guión similar: entre 1973-1975, 1979-1982 y 2003-2008 el petróleo subió y el gasto público se desbocó, lo que acabó con una brusca caída del precio del crudo, crisis fiscales y de balanza de pagos y recesión.

Venezuela es un caso paradigmático del llamado mal holandés, el fenómeno que ocurre cuando el éxito económico de un recurso natural arruina al resto de la economía.

Ese ciclo perverso sigue siempre la misma secuencia: los petrodólares disparan las importaciones y revalúan el tipo de cambio, lo que impide el desarrollo industrial y agrícola, generando de paso una cultura rentista en la que mucha gente cree que tiene derecho a todo y que no está obligada a nada.

De hecho, Chávez se limitó a reciclar las mismas políticas fallidas de anteriores gobiernos pero con resultados aún más nefastos, demostrando que tras 100 años de historia petrolera, dictaduras, corrupción y disfunciones económicas, Venezuela no había aprendido nada.

 

¿Cómo se llegó a este punto?

Pero la debacle chavista –cuya prueba más tangible son las largas colas para comprar alimentos, medicinas o papel higiénico– no es solo responsabilidad de las políticas económicas del régimen. Durante décadas, los venezolanos se han acostumbrado a pensar que ahorrar dinero en un banco es la manera más fácil de perderlo por una sencilla razón: la riqueza petrolera aparece y desaparece de modo impredecible.

Y esa actitud se reproduce en la política, cuando los votantes eligen a candidatos que prometen milagros económicos con el dinero público. Por su parte, las petroleras extranjeras contribuyen a perpetuar el modelo al asumir que mantener contento a un presidente –o autócrata– que tiene la última palabra sobre las concesiones petroleras, es la forma más sencilla de hacer negocios.

Pero, como subraya Gallegos, en Venezuela nadie está libre de culpa. El crudo ha deformado la propia psicología de los ciudadanos, que parecen creer que tienen un derecho natural a la gasolina gratuita, a alimentos, vivienda y medicinas subsidiados, mínima presión fiscal y a un tipo de cambio sobrevaluado que abarate las importaciones. Según una encuesta de Latinobarómetro de 2011, el 81% de los venezolanos dijo creer que el Gobierno puede “resolver la mayoría de los problemas de la sociedad”, el doble de la media de los demás países de la región.

El problema es que los hechos parecen darles la razón: entre 1999 y 2014 PDVSA gastó en programas sociales, subsidios a alimentos, artículos de consumo y servicios públicos unos 250.000 millones de dólares, mucho más de lo que gastó en exploración, producción y mantenimiento de sus instalaciones. Esa cruda realidad, que ha llevado a un país potencialmente rico a la ruina, es el implacable –e impecable– retrato de Venezuela que traza Gallegos en su devastador libro, del que extrae una invalorable lección para otros países: tener demasiado dinero mal gestionado es peor que no haberlo tenido nunca.