yugotito
Un mural en el que se jura fidelidad al antiguo líder de Yugoslavia Tito se ve en una pared de una fábrica bombardeada durante la guerra de 1992 – 1995 en Bihac, Bosnia y Herzegovina. (Pierre Crom/Getty Images)

La nostalgia no es una visión objetiva: es subjetiva, puede retrotraer a la juventud y a los tiempos en los que teníamos la piel tersa, y tiene mucho que ver con las derrotas actuales, porque la yugonostalgia, en realidad, habla más del presente que del pasado.

El escritor Vladimir Arsenijević sostiene que no tiene mucho sentido decir la “ex” Yugoslavia, la ”antigua” Yugoslavia o la “post Yugoslavia”, como tampoco lo tiene decir el “ex” Imperio romano o el “post” Imperio otomano. Qué decir, que los sufijos, además, minusvaloran. Sin embargo, seguimos recurriendo a formas que expresen los vínculos creados a partir de la yugoesfera y que hoy acuña términos como Balcanes, región o sudeste europeo, o se utilizan conceptos como nuestra lengua para evitar tiranteces cuando los interlocutores se están refiriendo al antiguo serbo-croata o al croata-serbio. Las editoriales serbias más comerciales desisten del alfabeto cirílico, por no renunciar a un mercado más amplio, se producen películas que abarcan temas regionales, para llenar más salas de cine, o los jóvenes eslovenos se van de fiesta a Belgrado, porque la capital serbia es más divertida que Liubliana. Si alguien ambiciona organizar una feria de productos típicos con cierta solera, invita a los vecinos del país de al lado.

En una encuesta de 2016, de Gallup World Poll, realizada a los ex yugoslavos, se les preguntaba si la fragmentación había tenido consecuencias positivas o negativas para ellos. Una mayoría de serbios, bosnios, montenegrinos, macedonios y eslovenos, en este orden de más a menos, tenían una percepción negativa, mientras que croatas y kosovares la tenían positiva. Las razones que lo explican son multifactoriales: desde la pérdida de la calidad de vida —el incremento de la renta de un 1% de la población se corresponde con las pérdidas de un 40%—, las incertidumbres de la transición o la pérdida de seguridad, la gravedad de los conflictos vividos y la consecución de un proyecto colectivo emancipado fuera de Yugoslavia.

Algo que ocurre habitualmente al celebrarse algún evento deportivo internacional es fantasear sobre lo qué pasaría si los jugadores de las actuales escuadras nacionales de las ex repúblicas yugoslavas formaran un nuevo equipo conjunto: aparentemente sería imbatible por la calidad de los jugadores, aunque sepamos que los deportes de equipo no funcionan exactamente así. Hay una glorificación de Yugoslavia, pero también se rehuyen sus aspectos más oscuros. Resulta más sencillo ver con bonhomía la “hermandad y unidad” del titoismo, y mirar para otro lado respecto al partido único, el autoritarismo o los desarreglos del Estado. Pero se vivía mejor antes que ahora, y ese razonamiento para una mayoría local es tan imbatible como ese hipotético e irreal equipo yugoslavo.

También la visión de lo que es Yugoslavia varía según la población. El nacionalismo croata o esloveno se reforzaron en su oposición a la idea yugoslava, que se interpreta como una identidad complementaria, mientras que la distinción para los serbios entre su propio nacionalismo y la condición yugoslava no siempre está clara y se solapan sus propios significados. Por tanto, la reacción política de cada grupo nacional ante el concepto varía, pero sigue generando reacciones políticas. Cuando Serbia, Macedonia del Norte y Albania impulsaron el llamado “mini-Schengen”, en un primer momento, el primer ministro kosovar, Albin Kurti, se opuso al proyecto y argumentó: “No creo que este sea un intento de revivir Yugoslavia, pero no descarto que en Serbia puedan estar contemplando esto como una iniciativa para la creación de la cuarta Yugoslavia”. Finalmente, Kosovo pasó a formar parte del acuerdo en septiembre de 2020, como resultado de las negociaciones Belgrado-Pristina, porque aquel planteamiento aparentemente yugoslavista se alinea con la candidatura regional y el sentido de la integración europea.

Como dice la canción de la cantante serbo-macedonia Tijana Dapčević, “Todo sigue igual, pero él ya no está aquí” (se refiere a Tito), los problemas entre las antiguas repúblicas yugoslavas son similares: autoritarismo, corrupción, clientelismo, desigualdad, despoblación o abusos de poder. No en vano, uno de los lemas de las protestas de febrero de 2014 en Bosnia y Herzegovina, era “tenemos hambre en tres idiomas”. Frente a eso, subyace una comunidad de pensamiento basada en los lazos lingüísticos y culturales, sobre todo desde los núcleos urbanos. Un estudio de Ana Mijić titulado Together divided–divided together: Intersections of symbolic boundaries in the context of ex-Yugoslavian immigrant communities in Vienna muestra una correspondencia yugoslavista: los vínculos entre ex yugoslavos son más estrechos que con los austriacos, la afiliación étnica se vuelve irrelevante entre ellos y el ambiente en el extranjero facilita unas relaciones que no son posibles de la misma manera en sus propios países, donde las normas de adhesión nacionalista pueden ser represivas en contra de la libertad y el contacto normalizado.

Cuando Ratko Mladić fue condenado a cadena perpetua con sentencia firme por su liderazgo militar en el genocidio de Srebrenica y en otros crímenes de lesa humanidad, se generó de manera colateral el interrogante que emerge cada vez que se procesa a un criminal de guerra: “¿Se ha logrado la reconciliación?”. Y la respuesta es insatisfactoria. No se ha logrado la reconciliación, por muchos motivos, pero eso no significa que la guerra sobrevuele o atraviese necesariamente las relaciones de la mayoría. La existencia de un conflicto enquistado y no resuelto no significa que el resentimiento invoque a todos los individuos por igual, especialmente si el contexto crítico no les obliga a representar o defender a su propio grupo nacional.

serbia
Un grupo de personas en las calles de Belgrado, Serbia. (Milos Miskov/Anadolu Agency via Getty Images)

Como narra, dramáticamente, la película Quo vadis, Aida?, de Jasmila Žbanić, la protagonista termina conviviendo con sus agresores, pero las circunstancias son nuevas y estas determinan unas relaciones que ya no están mediadas por la agresión fratricida, aunque la experiencia vivida sea imborrable. Es tremendamente doloroso y dramático, pero este es un duelo y son sentimientos que pertenecen a las víctimas, aunque exista y deba existir la identificación más allá de las partes enfrentadas. Lo cierto es que, para una mayoría, las convenciones del conflicto interétnico les forzaron a elegir bando, el que determina la propia identidad, pero pueden no sentirse interpelados a formar parte del proceso de reconciliación, porque consideran que tampoco participaron en la guerra ni secundaron el conflicto, ni sintieron ni sienten ningún odio que supere los beneficios de la interacción con otros seres humanos.

Volver a la idea yugoslava, conforme pasa el tiempo, es menos complicado, porque las claves de la yugoslavidad se imponen por lógica, cuando apuran las necesidades económicas, culturales y sociales, aunque no tengamos cómo ponerle nombre a ese acervo sobreviviente que unifica a los eslavos del sur. Queda de aquella experiencia, como plantea Mitja Velikonja, que “Yugoslavia siempre ha representado una amplia heterogeneidad: económica, social, étnica, cultural, lingüística, religiosa, política, histórica”, al margen de los desarrollos históricos reales y de las percepciones parciales. Esa idea es tan atractiva y sugerente que permanece más allá del titoísmo, el socialismo autogestionario y el estigma de la misma guerra.

Puede resultar perspicaz decir que Yugoslavia existirá mientras haya yugoslavos, pero tampoco se reconocieron como tal una mayoría antes de la fragmentación del país, en 1991 (solo un 5%), así que el razonamiento tiene poco recorrido. No obstante, en su libro Yugoslavidad hoy, publicado en 1982, el escritor Predrag Matvejević decía que cuando se hablaba de Yugoslavia, a menudo había que justificarse de no ser nacionalista ni unitarista. Con la desaparición del país, ese debate existe, pero se diluye en la consolidación de las nuevas fronteras y, paradójicamente, en la desvalorización de las amenazas exteriores. La yugoslavidad, legado de un país ya inexistente, posibilita el tipo de memoria colectiva y de afinidades transfronterizas e interétnicas que los arquitectos de los nacionalismos quisieron arruinar hace tres décadas, y que adopta nuevas formas bajo el criterio del sentido común, pero también de todo lo que hay en común, que es mucho.