El ascenso del yihadismo se produce en un escenario económico y político que pone en duda la capacidad de las autoridades libias para controlar la situación.

Soldados que luchan contra milicias islamistas en Libia. Abdullah Doma /AFP/Getty Images
Soldados que luchan contra milicias islamistas en Libia. Abdullah Doma /AFP/Getty Images

El incremento de las acciones violentas en prácticamente todos los rincones del territorio libio está disparando los rumores sobre una inminente operación militar desde el exterior. Se asume que ninguno de los actores en presencia tiene capacidad para derrotar definitivamente a sus adversarios y que nadie está en condiciones de garantizar el monopolio del uso de la fuerza y atender las necesidades de la población. Pero aunque estos últimos sean los argumentos más empleados para tratar de justificar la posible intervención, es evidente que, si finalmente se produce, su principal motivación deriva del temor que genera el auge de Daesh y las previsibles oleadas de más desesperados tratando de alcanzar territorio europeo.

Aprovechando el río revuelto del conflicto y la falta de control efectivo de buena parte de los 1,7 millones de km2 libios, actualmente Daesh ha logrado asentar sus leales en al menos tres zonas: Tarablus (en la costa occidental), Fezzan en el sureste y Barqah en el este, con Sirte como capital de lo que va camino de convertirse en un nuevo califato. A los alrededor de 5.000 efectivos siguen añadiéndose nuevos combatientes (se estima que en los últimos días de diciembre se sumaron unos 500 procedentes de Irak y de Túnez). Eso les permite aspirar a ampliar su feudo −que ya se extiende al menos 250 km a lo largo de la costa mediterránea−, tanto hacia el oeste como hacia el este (asediando las instalaciones portuarias y petrolíferas de Es Sider y Ras Lanuf), mientras ya vuelven a tener opciones de recuperar Derna. Además de reforzar su terrorífica imagen, pretenden, como han hecho en Siria e Irak, hacerse con parte del sistema de explotación de hidrocarburos para aumentar su capacidad financiera.

Esta emergencia yihadista se produce en un contexto económico y político que hace dudar sobre la capacidad de las autoridades libias para controlar la situación. En el terreno económico baste recordar que el año ha terminado con un nivel de producción petrolífera de unos 350.000 barriles/día (apenas una cuarta parte del registrado al final del régimen de Muamar el Gadafi, cuando unos dos tercios se dedicaban a la exportación). Esa  situación −combinada con una sostenida caída del precio del crudo y con las dificultades para gestionar desde Tobruk (donde se ubica el gobierno reconocido internacionalmente) una Compañía Nacional del Petróleo cuya sede principal está en Trípoli (donde se encuentra asentado el demonizado Congreso General Nacional)− dificulta aún más comprar la paz social de una población manifiestamente desatendida y de muchos líderes tribales que no se sienten representados en el gobierno. Es por ello, cuando las estimaciones de pérdidas por la imposibilidad de mantener los niveles habituales de producción petrolífera desde 2013 se elevan a unos 68.000 millones de dólares (unos   60.000 millones de euros), por lo que el Economist Intelligence Unit prevé que Libia será la economía que mayor caída registre este año en todo el mundo.

En el terreno político la situación se acerca a un punto de bloqueo absoluto, mientras se agotan los plazos para poner en marcha el Gobierno de Acuerdo Nacional, liderado por Mohamed Fayez el Serraj. Ni la Cámara de Representantes (Tobruk) ni el Congreso General Nacional (Trípoli) parecen dispuestos a subordinarse a una nueva instancia política solo conformada en el papel tras una fortísima presión de la ONU. Tampoco resulta fácil imaginar que el general Jalifa Hifter, jefe militar del Ejército Nacional Libio (alineado con Tobruk), vaya a aceptar su relegamiento en favor de un Consejo Militar donde aparecen otros líderes contrarios a sus planteamientos políticos y con los que mantiene unas pésimas relaciones. Todo eso sin olvidar que en el escenario libio confluyen muchos otros grupos armados que de ningún modo se sienten comprometidos por lo firmado en la localidad marroquí de Sjirat el diciembre pasado.

En el cálculo de quienes ahora parecen más animados a recurrir a medios militares para enderezar el rumbo libio −Italia, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos− la existencia de un gobierno autóctono es vital. Se trata no solo de contar con un interlocutor válido, sino también con una autoridad efectiva sobre los elementos militares que, en su caso, recibirían el apoyo sostenido desde el exterior para lograr desbaratar la amenaza de Daesh y para controlar las localidades costeras desde las que operan las mafias que trafican con personas. En realidad la intervención extranjera ya lleva produciéndose desde hace tiempo −EAU, Catar, Egipto, Estados Unidos (eliminación de Abu Nabil, líder de Daesh, con un dron en noviembre pasado) y otros países occidentales−, sea con ataques aéreos o con suministro de armas y apoyo financiero a sus aliados locales. Lo que ahora se vislumbra −descartada una vez más la opción de un despliegue masivo de unidades de combate− es un notable incremento en el número de efectivos de unidades especiales sobre el terreno, en apoyo aéreo, financiación, inteligencia, asesoría e instrucción de efectivos locales. Pero para todo ello es necesario que haya un gobierno y unas fuerzas armadas unificadas. Y nada de eso existe de momento.