
El desarrollo humano y las ciudades realmente integradas necesitan de algo más que la tecnología, precisan de otro saberes como los intuitivos, interpretativos, creativos o artísticos, ya que más allá de la infraestructura material de la sociedad del conocimiento hay una superestructura simbólica.
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Cuando se habla de progreso, de sociedades del conocimiento o de ciudades inteligentes, lo primero que nos viene a la cabeza es el imaginario tecnológico-digital: dispositivos tecnológicos como sensores, plataformas de gestión de servicios, el Internet de las cosas, sistemas para la adquisición y almacenamiento de datos, la gestión de los transportes. Es decir, pensamos en términos de infraestructura material y muy poco relacionados con lo que podríamos llamar infraestructura simbólica. Hay una especie de obsesión por lo high-tech en todas las políticas de innovación que tiene su lógica: las nuevas tecnologías son más visibles que las reformas institucionales; el éxito económico es más calculable que la cohesión social; las innovaciones sociales apenas se pueden patentar o vender.
A mi juicio, esta manera de entender la sociedad obedece a una confusión —o mejor, a un conjunto de confusiones—, que refleja un desequilibrio en la configuración de nuestras sociedades e implica una concepción reduccionista de la tecnología. De entrada, es una confusión que obedece a la tan extendida confianza en que las innovaciones técnico-económicas aseguran la mejora de las condiciones de vida en toda su amplitud.
Esta confusión está en el origen de otras muchas en virtud de las cuales “inteligente” equivale a tecnológicamente desarrollado o energéticamente sostenible. Una ciudad es smart cuando aplica las TIC al gobierno o en la prestación de servicios, el comercio, la movilidad y la gestión de residuos, y cuando hay wifi en cada vez más sitios. ¿Hacemos así justicia a toda la amplitud del concepto de inteligencia cuando lo aplicamos a formas de organización humanas como la ciudad, el gobierno o la sociedad en su conjunto?
Pienso que la ponderación tecnológica de la inteligencia está en el origen de otras muchas equivocaciones, como las de confundir la calidad con el impacto, el rendimiento con la aportación, la autoridad con la fama, la conectividad con la comunicación, el desarrollo con el crecimiento, lo nuevo con lo transgresor, las mejores prácticas con las rutinas más extendidas…
Dar por sentado el valor de la utilidad tecnológica y minusvalorar la aportación de la cultura nos conduce a una sociedad descompensada y a unas sociedades desequilibradas. Se instala así un desajuste entre la euforia tecnocientífica y el analfabetismo de los valores cívicos. No habrá verdadero desarrollo humano ni ciudades realmente integradas mientras no corrijamos ese modo de pensar que desprecia los saberes menos exactos, como los intuitivos, interpretativos, creativos o artísticos, que no se traducen en aparatos tecnológicos, en una rentabilidad inmediata o en evidencias indiscutibles.
El éxtasis tecnológico suele ir unido a una visión determinista y reduccionista de la tecnología, a la que no ...
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