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Vista aérea de Río de Janeiro por la noche. (Buda Mendes/Getty Images)

Las urbes se enfrentan al desafío del crecimiento y la globalización. Las soluciones que se plantean como actores globales reconocidos pasan por el derecho a la ciudad y el municipalismo internacional. 

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Las ciudades, en su día a día, tienen una gran capacidad para definir y aplicar soluciones innovadoras a los problemas que padecen. Ponen en práctica políticas, muchas veces con escasos recursos, que pueden ser aplicables en geografías distintas.

Vivimos en la era de las ciudades: más de la mitad de la población mundial vive en zonas urbanas y las predicciones apuntan que esta tendencia se incrementará en las próximas décadas. Vivimos también en la era de la globalización: el mundo de hoy está inevitablemente interconectado y sujeto a interdependencias que obligan a pensar y actuar fuera de los marcos teóricos y políticos convencionales.

El concepto “ciudad global” fue acuñado por primera vez por Saskia Sassen en su libro The Global City: New York, London, Tokyo (1991) y, aunque no es el único intento de categorizar el fenómeno urbano, es sin duda la propuesta que más impacto ha tenido. La propuesta de Sassen pone énfasis en algunos de los impactos de la globalización en las ciudades, en particular la configuración de polos urbanos interconectados globalmente que actúan como potentes ejes de atracción del sector privado de profesionales del ámbito financiero, tecnológico y de la innovación.

Sin perjuicio de la conveniencia de este análisis, el recién nacido programa Ciudades Globales de CIDOB plantea una aproximación nueva al estudio de las urbes globales con una doble mirada. La primera, se centra en la proyección internacional de las ciudades, entendida como la configuración de un nuevo municipalismo internacional que apuesta que las ciudades trasciendan las fronteras y generen alianzas entre ellas con vistas a compartir soluciones e incidir en las agendas globales. La segunda mirada propone entender el derecho a la ciudad como paradigma que articula una nueva relación entre la urbe y los ciudadanos.

El municipalismo internacional

El municipalismo internacional no es un fenómeno nuevo. La primera plataforma de gobiernos locales –la International Union of Local Authorities– se fundó en 1913, antes incluso que la Sociedad de Naciones. Sin embargo, la consolidación de las ciudades como actores reconocidos dentro del escenario internacional no ha alcanzado su plenitud hasta finales del pasado siglo y principios de éste, cuando los procesos de urbanización alcanzaron un volumen y extensión sin precedentes. Es en este contexto en el que las urbes perciben nítidamente que la globalización tiene un fuerte impacto sobre las políticas públicas que pretenden implementar, al tiempo que toman conciencia de la necesidad de tender puentes entre ellas y compartir aprendizajes y soluciones. Del mismo modo, también la agenda global se localiza o municipaliza en cierto modo; los retos urbanos adquieren dimensión global y las respuestas apuntadas desde la nueva generación de agendas internacionales requieren, para ser más eficientes, escuchar la voz de las ciudades. Esta realidad plantea todo un conjunto de desafíos que merece la pena analizar.

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Personas turistas caminan por el monte El Carmel para observar el atardecer de Barcelona, España. (Jack Taylor/Getty Images)

En primer lugar, la consolidación de las ciudades en el escenario internacional aún no tiene un reflejo claro en las estructuras de gobernanza globales, especialmente en el universo de Naciones Unidas, que responden todavía y de manera casi exclusiva a los deseos de los Estados-nación como actores monopolísticos de las relaciones internacionales. Muchas voces reclaman una reorganización a fondo de las estructuras de gobierno a escala mundial. Una reorganización que sirva para democratizar su funcionamiento, modular el peso de los gobiernos nacionales y abrir la puerta a otros actores, como por ejemplo, las ciudades o las organizaciones de la sociedad civil.

Y percibimos ya señales –aunque aún débiles– de que el escenario se mueve. La creación de nuevos mecanismos de interlocución directa de la ONU con los major groups –de entre los cuales destacan las autoridades locales– es una de ellas. Otra puede ser el renovado impulso dado a la Asamblea Mundial de Gobiernos Locales y Regionales como representantes de la voz de los gobiernos locales en el seguimiento de la Nueva Agenda Urbana. Sin embargo, nadie ignora que la tarea será ardua ya que los gobiernos nacionales lucharán por no perder un ápice de su hegemonía y sus cuotas de poder, y que en dichas estructuras organizativas, por el momento, cualquier reforma sustantiva requiere de su consentimiento.

Mientras que la reforma no llega, las ciudades y las plataformas mediante las cuales actúan deben seguir desarrollando su capacidad de incidir en las agendas globales. Los avances han sido notables –la existencia del Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) 11 centrado en las ciudades sostenibles es una buena muestra de ello– pero queda mucho camino por recorrer y espacios que conquistar. La presencia de las ciudades en los procesos de implementación de la Agenda 2030 aún es débil y la falta de concreción de la Nueva Agenda Urbana no invita al optimismo. Por otro lado, los gobiernos de las ciudades no tienen voz en determinadas agendas duras en las que supuestamente no tienen competencias, como en lo tocante al comercio internacional o al control de los flujos migratorios, que son indudablemente esferas con un impacto directo en las políticas públicas que impulsan.

La creciente centralidad del fenómeno urbano en las agendas globales es una oportunidad inmejorable para reclamar una mejora sustancial de los esquemas jurídico-institucionales en los que operan las ciudades (enabling environments). La localización de las agendas globales no se podrá llevar a cabo si los gobiernos de las ciudades no disponen de competencias claras, mecanismos de gobernanza adecuados –metropolitana, multinivel y multiactor– y recursos adecuados. A modo de ejemplo, solamente los recursos necesarios para implementar el ODS 11 ascienden a dos tercios del presupuesto total acordado para implementar la Agenda 2030. Este ejemplo es solo un indicador parcial, pero da muestra de la magnitud de las necesidades que tienen las urbes ante sí.

Mejorar los procesos de incidencia política de las ciudades en las agendas globales implica también mejorar el funcionamiento de las plataformas mediante las cuales operan. La centralidad del hecho urbano a escala regional y global ha hecho que en los últimos años hayan proliferado las redes de ciudades. El ecosistema actual de redes es amplio y complejo. Lo integran aquellas de base tradicional, es decir, las formadas únicamente por gobiernos locales –como Ciudades y Gobiernos Locales Unidos (CGLU), Metrópolis o el Consejo Internacional para las Iniciativas Ambientales Locales (ICLEI)– y otro tipo de plataformas de composición más heterogénea y con muchos recursos, como Cities Alliance, donde interactúan agencias de Naciones Unidas, gobiernos nacionales, gobiernos locales y sociedad civil, o las plataformas impulsadas por las grandes instituciones filantrópicas como el C40 (Bloomberg Philanthropies) o 100 Resilient Cities (Rockefeller Foundation). En este contexto, la amplitud, heterogeneidad y complejidad del ecosistema de redes plantea interrogantes y desafíos. ¿De qué manera se puede garantizar la coherencia en la acción de las redes de manera que la diversidad no vaya en contra de su eficacia? ¿Qué mecanismos sería necesario articular para asegurar una correcta coordinación y una interlocución eficiente con el resto de operadores internacionales, en especial organismos internacionales, gobiernos, pero también la sociedad civil, el sector privado o las universidades? ¿Qué rol deben tener las redes multiactor y las impulsadas por instituciones filantrópicas? ¿Cómo se deben abordar los déficits de gobernanza y representatividad que tienen estas últimas?

Las ciudades, en su día a día, tienen una gran capacidad para definir y aplicar soluciones innovadoras a los problemas que padecen. Ponen en práctica políticas, muchas veces con escasos recursos, que pueden ser aplicables en geografías distintas. Replicar estas soluciones mediante mecanismos bilaterales o multilaterales –redes u otras plataformas– de transferencia de conocimiento e intercambio de experiencias constituye una necesidad.

Analizar cómo optimizar el funcionamiento de los mecanismos de transferencia, intercambio y aprendizaje, si es posible, impulsar herramientas dirigidas al benchmarking (análisis comparativo) de soluciones urbanas o promover alianzas con otros actores –ya sean universidades, centros de conocimiento, el sector privado o las organizaciones de la sociedad civil– puede contribuir a mejorar las políticas públicas que impulsen las ciudades y los servicios que prestan.

Apelar al municipalismo internacional es apelar a que las ciudades sigan avanzando en su empoderamiento como actores que puedan generar cambios en el sistema internacional, arraigándolo y acercándolo a las necesidades reales del ciudadano.

El derecho a la ciudad como nuevo paradigma urbano

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Un bosque urbano temporal en Times Square, Nueva York para demostrar los beneficios de proteger el medio ambiente. (STAN HONDA/AFP/Getty Images)

La cara más cruda de las ciudades globales que se ha mencionado anteriormente tiene mucho que ver con la consolidación de un modelo urbano de corte neoliberal, que ha tenido graves consecuencias en términos de segregación espacial, exclusión social y crisis ambiental. La respuesta a este modelo urbano dio origen a la formulación teórica del derecho a la ciudad en el marco de las protestas urbanas que tuvieron lugar en Francia en el Mayo del 68.

En América Latina, y muy particularmente en Brasil, el derecho a la ciudad se ha erigido desde finales de los 80 en una importante bandera política, que ha articulado la voz de un conjunto diverso de actores de la sociedad civil que reclamaba una reforma urbana. Más allá de la experiencia brasileña, países de la región como Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador, México o Chile han recogido, en mayor o menor medida, elementos procedentes de esta narrativa y los han incorporado a sus sistemas legales y políticos, ya sean en el ámbito nacional o local.

Desde un punto de vista internacional, diversos actores del movimiento altermundialista también se han hecho eco de este concepto desde la primera edición del Foro Social Mundial (celebrado en Porto Alegre en 2001). Este interés dio como fruto la Carta Mundial para el Derecho a la Ciudad (2005) y, casi una década más tarde, la creación de la Plataforma Global por el Derecho a la Ciudad (2014).

De manera sintética, la narrativa que emana de estas experiencias entiende el derecho a la ciudad como un nuevo paradigma urbano basado en los principios de justicia social, igualdad, democracia y sostenibilidad. El derecho a la ciudad, además, está conectado con los derechos humanos clásicos, porque defiende la necesidad de implementarlos de manera conjunta en el territorio urbano de acuerdo con los principios de la universalidad, la indivisibilidad y la interdependencia. También implica reconocer la función social de la ciudad, luchar contra la discriminación socioespacial, garantizar espacios públicos de calidad y promover vínculos urbano-rurales sostenibles e inclusivos.

La energía social y política que ha generado el derecho a la ciudad en América Latina y dentro del movimiento altermundialista ha contribuido a que esta narrativa resonara en segmentos de población de otras partes del mundo como Suráfrica, Estados Unidos, Alemania, España o Turquía. También ha generado el interés de diferentes actores de la sociedad civil, como los gobiernos locales, las redes municipales globales, la academia o las mismas Naciones Unidas. Si bien es cierto que esta pluralidad de agentes y entornos geográficos ha contribuido a difundir globalmente el derecho a la ciudad, en paralelo ha provocado una importante multiplicación de los significados atribuidos a este término, en función de la agenda política de cada uno de ellos. Como resultado de estos diferentes usos y apropiaciones (algunos más emancipadores que otros), se ha generado una notable ambigüedad conceptual sobre el derecho a la ciudad y sobre qué implica realmente en la práctica.

Un ejemplo de este fenómeno ha tenido lugar en los últimos años en el marco del proceso de negociación de la Nueva Agenda Urbana aprobada en la conferencia Hábitat III de Naciones Unidas (celebrada en Ecuador en octubre de 2016). Después de un intenso período de discusión política, el texto final recogió de manera explícita el derecho a la ciudad, pero no en toda su complejidad y, significativamente, con una falta de coherencia interna muy importante: al mismo tiempo que incorpora este concepto y reconoce uno de sus ejes vertebradores más transgresores –la función social de la ciudad–, el texto se apuntala en el mantra del “crecimiento económico sostenible”.  

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Personas en bicicleta por las calles de Shanghai. (JOHANNES EISELE/AFP/Getty Images)

Habrá que ver de qué manera los gobiernos, especialmente los locales, avanzan hacia la implementación de la Nueva Agenda Urbana y si deciden seguir o no la misma senda. Será clave observar este proceso, sobre todo teniendo presente que la voz de los gobiernos locales en Hábitat III hizo suya la bandera del derecho a la ciudad en el marco de la Plataforma Mundial para el Derecho a la Ciudad. No es la primera vez que los gobiernos de las ciudades es comprometen a hacer avanzar esta narrativa. El año 2000 se adoptó la Carta Europea de Salvaguarda de los Derechos Humanos en la Ciudad, promovida por el movimiento de “Ciudades para los Derechos Humanos”. Su primer artículo estaba dedicado al derecho a la ciudad. Unos años más tarde, CGLU adoptó un texto similar, pero de alcance global; la Carta Mundial para el Derecho a la Ciudad (2011), que también establecía el derecho a la ciudad como primer derecho del texto. Asimismo, a pesar de algunas buenas prácticas vinculadas a la Carta Europea, aún queda mucho camino por recorrer. Los pocos estudios elaborados sobre la materia ponen de manifiesto que las cartas municipales de derechos humanos acostumbran a ser declaraciones de intenciones y no marcos a partir de los cuales se diseñan políticas concretas.

Ahora que el derecho a la ciudad suena con más fuerza que nunca a escala global como alternativa al modelo urbano hegemónico, es indispensable observar cuál será el camino que recorrerán los diferentes actores que lo abanderan. De la misma manera, será necesario analizar de manera rigurosa sus diferentes aproximaciones y las implicaciones políticas de cada una de ellas. También será preciso explorar con profundidad algunas experiencias más maduras en entornos tan diversos como São Paulo, Ciudad de México, Durban, Nueva York, Hamburgo, Barcelona o Estambul. Este análisis proporcionará una fotografía de gran interés para la definición de hojas de ruta que puedan resultar de utilidad para hacer avanzar el derecho a la ciudad en otras ciudades.

Este artículo forma parte del Anuario Internacional CIDOB 2018. Accede a todos los contenidos del Anuario.