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Reflejo del Mar Mediterráneo. Gettyimages

La Unión debe reorientar las relaciones con los países del Mediterráneo. He aquí las claves para entender qué pasos debería dar para cambiar su agenda en la zona.

El vigésimo quinto aniversario de la Declaración de Barcelona nos ha ofrecido una excelente oportunidad para realizar un balance de los aciertos y desaciertos del proceso euro-mediterráneo, labor indispensable para saber de dónde venimos y hacia dónde vamos y, sobre todo, para corregir los posibles desequilibrios en las relaciones entre los países de la orilla norte y sur. Los principales objetivos de dicho partenariado eran establecer un área de paz, extender la prosperidad y fortalecer el desarrollo humano por medio de la cooperación en tres ámbitos: política y seguridad, economía y finanzas y sociedad y cultura. Se trataba, por lo tanto, de un proyecto extraordinariamente ambicioso planteado en un momento de grandes transformaciones en el que la creciente globalización hacía pensar que las dos orillas del Mare Nostrum no podían seguir viviendo de espaldas y estaban condenadas a entenderse.

Para saber si hemos avanzado o retrocedido en dicha asociación es necesario repasar, aunque sea de manera somera, las tres dimensiones del proceso euro-mediterráneo. En lo que respecta a la paz y estabilidad en el Mediterráneo podemos concluir que la situación no ha mejorado. Hoy en día nos encontramos con la cronificación de conflictos de larga duración como el de Palestina o el Sáhara, a la que se une la creciente debilidad de varios Estados hasta hace poco estables, como es el caso Libia y Siria que atraviesan sendas guerras civiles. A pesar de los vientos de cambio que trajeron las Primaveras Árabes, los regímenes autoritarios han conseguido mantenerse a flote gracias al apoyo del bloque contrarrevolucionario. Túnez, hoy por hoy, constituye la única excepción democrática, dado que ha registrado una transición exitosa hacia la democracia y las libertades fundamentales se han robustecido.

El proceso euro-mediterráneo no ha sido capaz, por lo tanto, de incentivar la democratización de los países de la orilla sur. Ante el dilema de apostar por los valores o los intereses, la UE siempre ha optado por la segunda opción. En los últimos 25 años, Bruselas no ha dudado en aliarse con diversos regímenes autoritarios para tratar de blindar su seguridad, controlar los flujos migratorios o combatir al yihadismo, relegando a un segundo plano la defensa de los valores democráticos o la salvaguarda de los derechos humanos. Las Primaveras Árabes han constatado el divorcio entre gobernantes y gobernados, pero la Unión parece seguir apostando por la misma estrategia que en el pasado.

En el plano económico, la brecha entre las dos orillas no se ha reducido por lo que el propósito de crear una zona de prosperidad compartida tampoco ha resultado exitoso. En términos generales, la asociación ha beneficiado más a los países del norte y consagrado una relación asimétrica entre las dos orillas. En el mundo árabe, el crecimiento económico no ha beneficiado por igual a todos los sectores de la sociedad y la riqueza no se ha distribuido de manera equitativa. Las tasas de desempleo, sobre todo entre los jóvenes, son especialmente alarmantes, así como el porcentaje de población abocada al mercado informal, lo que ha multiplicado el número de personas dispuestas a emigrar a Europa. Por lo tanto, el intento de ensanchar la clase media como mecanismo para impulsar la liberalización política también se ha visto truncado. De todo ello cabe deducir que el proceso euro-mediterráneo puso unas expectativas demasiado elevadas en que el crecimiento económico crearía un círculo virtuoso mediante el cual los regímenes autoritarios se verían obligados a introducir reformas democratizadoras como consecuencia de la presión popular.

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Fuerzas policiales patrullan a lo largo de la orilla que une los dos lados de la valla fronteriza de España y Marruecos. (Antonio Sempere/Europa Press via Getty Images)

En el plano social-cultural, tampoco se han registrado avances significativos, ya que la circulación de personas entre el norte y el sur se ha limitado de manera notable, impidiendo la existencia de intercambios constantes entre las respectivas sociedades civiles. En todo momento, Europa ha apostado por blindarse en términos securitarios externalizando el control de sus fronteras a los países de la cuenca sur y, por lo tanto, cimentando la idea de una Europa-fortaleza y un Mediterráneo-barrera, lo que ha deteriorado la imagen de la UE en la orilla sur. Esta securitización de los flujos migratorios ha sido empleada por los regímenes autoritarios para garantizarse un trato favorable por parte de la Unión.

Entre las razones que explican el fracaso del proceso euro-mediterráneo está la profunda asimetría entre las partes. Aunque el proyecto pretendía establecer un partenariado entre iguales, parece evidente que ha primado un enfoque eurocéntrico, por el cual la UE impuso su agenda y sus prioridades sin tener en cuenta las necesidades del sur. En todo momento ha quedado claro que la preservación de los intereses europeos ha estado siempre por encima de la promoción de sus valores. Ante la tesitura de asentar la democracia o mantener los vínculos con los regímenes autoritarios, Bruselas siempre ha optado por la segunda opción. En esta coyuntura, los derechos humanos y las libertades fundamentales, incluida la libertad de expresión, de asociación y de pensamiento, “sin discriminación en razón de la raza, la nacionalidad, la lengua, la religión o el sexo”, tal y como rezaba la Declaración de Barcelona, se han convertido en papel mojado.

Mención aparte merece el conflicto palestino-israelí que ha contaminado el Proceso de Barcelona desde un primer momento. El proyecto euro-mediterráneo partía de la base de que los Acuerdos de Oslo pondrían fin al conflicto, algo que no ha ocurrido, a pesar de lo cual Israel ha recibido un trato preferencial por parte de la UE. En este sentido cabe concluir que la ocupación israelí de los territorios palestinos y su colonización intensiva no le han pasado factura a pesar de que el artículo 2 del Acuerdo de Asociación euro-israelí señala inequívocamente que “las relaciones entre las partes, así como todas las provisiones del acuerdo, se deberán basar en el respeto de los derechos humanos y de los principios democráticos que guían su política nacional e internacional y constituyen un elemento esencial de este acuerdo”. A pesar de que Israel abandonó las negociaciones con los palestinos tras el fracaso de Camp David en 2000, la Unión profundizó sus relaciones con el Estado hebreo con el que firmó, en el marco de la Política de Vecindad Europea, un plan de acción encaminado a “reforzar la interdependencia política y económica”, lo que “permitía la posibilidad de que Israel participase de manera progresiva en aspectos centrales de las políticas y programas de la UE, mejorar el grado y la intensidad de la cooperación política”.

El repliegue progresivo de EE UU del Norte de África y Oriente Medio, acelerado por la Administración Obama tras los fiascos militares en Afganistán e Irak, no se ha traducido en una mayor proyección de la UE en la zona, ya que sus miembros han sido incapaces de alcanzar un consenso mínimo en torno a temas de capital importancia como la desestabilización de Siria y Libia. Este vacío político ha sido llenado por otros actores globales y regionales con dudosas credenciales democráticas como Rusia y Turquía, lo que confirma que nos encaminamos a un sistema multipolar en el que los intereses de dichos actores también deberán ser tenidos en cuenta por Bruselas. En la última década, Rusia ha intervenido activamente en Siria y Libia tratando de ganar influencia y poder en el espacio mediterráneo. Aunque ambos países tuvieron una vinculación estrecha con la extinta Unión Soviética, lo cierto es que hoy en día la política exterior rusa se rige por el pragmatismo y no por la ideología. La guerra siria fue contemplada por Moscú como una ventana de oportunidad para estrechar lazos con sus aliados habituales (como es el caso de Siria o Irán), pero también como trampolín para mejorar sus relaciones con otras potencias tradicionalmente situadas en la órbita estadounidense (como Turquía, Egipto, Israel o Arabia Saudí) con los que ha suscrito importantes contratos armamentísticos.

En el caso de Turquía, en la última década se ha registrado una intensificación de sus injerencias en el área del Mediterráneo oriental. Tras constatarse el fracaso de las fuerzas rebeldes sirias, Ankara no dudó en intervenir militarmente en el país árabe con la ocupación de diversas zonas fronterizas para tratar de evitar la creación de una autonomía kurda que tuviera bajo su control la franja fronteriza. En Libia, se movilizado a favor del gobierno de unidad nacional y contra las fuerzas del general Khalifa Hafter, aliado de Egipto y Emiratos. A cambio de este apoyo crucial, Turquía ha logrado un acuerdo para redibujar las fronteras marítimas, lo que le permitirá realizar prospecciones en torno a Rodas y Creta. Con estos movimientos unilaterales, el Estado turco intenta que sus intereses sean tenidos en cuenta en el reparto de los recursos gasísticos del Mediterráneo oriental, lo que ha generado nuevas tensiones con Grecia y Chipre. Por el momento, la UE ha evitado un choque frontal con este, entre otras cosas porque pretende evitar a toda costa una nueva crisis humanitaria como la registrada en 2015.

Josep Borrell, responsable de Política Exterior y Seguridad Común, parece ser consciente de la necesidad de superar las incoherencias europeas. En su reciente European Foreign Policy in Times of Covid, Borrell señalaba: “Necesitamos una UE fuerte capaz de proteger a sus ciudadanos, valores e intereses. Preservar la paz, garantizar la seguridad internacional y las normas del orden global, promover la democracia, el gobierno de la ley, el respeto de los derechos humanos, la agenda comercial, asegurar la protección del clima, el medio ambiente”. ¿Cómo lograrlo se preguntaba? “Si queremos ser tomados en serio tenemos que estar preparados para actuar: combinar nuestro soft power y diplomacia con medidas concretas sobre el terreno. De otra manera, las grandes decisiones que afectan a nuestra propia seguridad serán adoptadas por otros”.

Ante el fracaso del proceso euro-mediterráneo se hace imprescindible establecer una nueva hoja de ruta que no sólo centre su atención en las dimensiones político-económicas, sino que también ponga el foco en la dimensión social. La UE no puede seguir anteponiendo sus intereses sobre sus valores ni continuar recurriendo a una retórica hueca sobre la defensa de la democracia y los derechos humanos, porque al hacerlo debilita su posición y deteriora su imagen pública en dichos países. Las Primaveras Árabes y las crecientes movilizaciones populares en países como Argelia, Túnez o Líbano vienen a demostrar que la apuesta por los regímenes autoritarios no genera, por sí misma, una mayor estabilidad, ya que la perduración de dichos regímenes constituye precisamente la principal fuente de inestabilidad para el Norte de África y Oriente Medio.

De ahí el interés de la Nueva Agenda para el Mediterráneo aprobada en abril por el Consejo Europeo que presta especial atención a la dimensión humana y a la creación de oportunidades laborales para los jóvenes. Dicha agenda pone el énfasis en la recuperación socioeconómica y la creación de empleo en los países de la cuenca sur, especialmente golpeados por la crisis desatada por la pandemia de la COVID-19. Asimismo, centra su atención en los importantes retos que todos los países de la cuenca mediterránea tendrán que afrontar en el curso de las próximas décadas, como el cambio climático, la transición verde o la transformación digital, todo ello sin olvidar la buena gobernanza, la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, el fortalecimiento de las instituciones democráticas y el Estado de Derecho. El tiempo nos dirá si estas directrices se traducen en un cambio de orientación por parte de la UE o son meramente un nuevo brindis al sol.

 

Este contenido forma parte del especial y ciclo de debates

"Una nueva agenda para el Mediterráneo: 25 años de políticas de vecindad sur"

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