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Un grupo de personas procedentes de Estambul y otras provincias turcas esperan en Pazarkule (Turquía) para solicitar asilo para entrar en Grecia. (Elif Ozturk/Anadolu Agency via Getty Images)

La utilización y manipulación de personas migrantes por parte de Turquía mediante la apertura de fronteras cumple gran parte de la definición de una amenaza híbrida. Busca debilitar a una Europa desnortada, conseguir más apoyo económico, desviar la atención de su fracaso estratégico en el avispero de Siria y reforzar sus aventuras neotomanas en el Mediterráneo. Las víctimas, como siempre, refugiados y migrantes.

 

Erdogan y su nueva Turquía

La doctrina neotomana del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) de Recep Tayyip Erdoğan surge como una voluntad de ruptura con la tradicional política exterior kemalista que buscaba anclar a Turquía en Occidente. Esta corriente ideológica se consolida con Ahmet Davutoğlu, ministro de Asuntos Exteriores entre 2009 y 2014, y se expande durante la Primavera Árabe en 2011. Entonces, el liderazgo moral de Erdoğan se apreciaba en cualquier café árabe desde Ramala hasta El Cairo donde se desplegaban sus fotos como esperanza de un islam democrático y moderado. Su creciente influencia en la región compensaba por su flanco oriental, la parálisis del occidental, el interminable proceso de adhesión europea y el extrañamiento progresivo en el seno de la OTAN. En uno de sus primeros discursos como presidente de la República en 2014 anunciaba la llegada de una “Nueva Turquía”. Al igual que Mustafa Kemal Atatürk, Erdoğan era el “padre de los turcos”, pero al contrario que su inspirador, Turquía ahora miraba a Oriente y se alejaba de la Unión Europea y de la OTAN.

 

La fragilidad de Europa

En el flanco occidental, sus relaciones con la Unión Europea son una larga historia de desencuentros a pesar de los profundos vínculos de vecindad estratégica y económica. Turquía ni puede ni quiere ya convertirse en miembro de la Unión, pero los intereses económicos, comerciales y políticos comunes son clave para sus relaciones de futuro. La Declaración de la UE con Turquía de 2016 fue un remiendo de último minuto para frenar la llegada de más de un millón de refugiados y migrantes en 2015 a cambio de ayuda financiera, normalización de las relaciones, incluida la reanudación de las negociaciones de adhesión y el levantamiento de la obligación de visado para los ciudadanos turcos. La Declaración de 2016 nació endeble en el fondo y en la forma. En la forma, porque sustituía el procedimiento institucional y sus garantías, zafándose del control parlamentario y jurisdiccional de Bruselas. En el fondo, porque no era más que un arreglo provisional, que debería haber impulsado la reforma necesaria del Sistema Europeo Común de Asilo y una política de la movilidad humana más allá del blindaje fronterizo y la contención migratoria. Mientras Europa afrontaba el Brexit y crecía el populismo xenófobo, la agenda externalizadora de la gestión de la migración se fue consolidando y reforzando, pasando de plan B o de contingencia, a convertirse en la única política europea. En una ironía histórica, Europa erige a Turquía en guardián de sus propias fronteras exteriores: las fuerzas de seguridad turcas como los nuevos jenízaros de Schengen. El control de los flujos migratorios permite a Erdoğan mirar a Oriente Medio (Siria) y la cuenca mediterránea (Libia). Un antiguo escenario para una nueva política exterior que despierta temores y antiguas rivalidades con Chipre y Grecia.

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Un hombre en Tripoli sostiene las banderas de Libia y Turquía durante una manisfestación contra Khalifa Haftar, en control del este del país. (Hazem Turkia/Anadolu Agency via Getty Images)

Tras la última ofensiva de las tropas sirias en la provincia de Idlib, en la que murieron 33 soldados turcos y provocó el desplazamiento de decenas de miles de personas hacia la frontera sirio-turca, el 28 de febrero Erdoğan anunció la apertura de las fronteras de Turquía con Grecia y Bulgaria. Oficialmente, el motivo era el supuesto incumplimiento de lo pactado en 2016 con los Estados miembros (que no la UE). Turquía ha acogido a casi 4 millones de migrantes y refugiados, la mayoría sirios, y alega que Europa no ha cumplido su parte. Además del desequilibrio flagrante en el esfuerzo de solidaridad – extensivo a otros países de la región como Jordania o Líbano que han acogido millones de refugiados – los argumentos turcos eran que la UE sólo había desembolsado 3 de los 6 mil millones de euros previstos, la Unión aduanera no avanzaba y las restricciones de visado para ciudadanos turcos no se habían flexibilizado.

 

¿Crisis migratoria o amenaza híbrida?

Esta situación parece una repetición de la crisis migratoria de 2015, cuando cerca de un millón de refugiados llegaron a Europa huyendo de la guerra. Sin embargo, algunos informes apuntan a que la mayoría de los inmigrantes actuales no provienen de Siria, y que habrían sido trasladados en autobuses de forma gratuita a la zona fronteriza con Grecia, incluso evitando a la vecina Bulgaria. Aunque la Comisión ha evitado manifestarse sobre la naturaleza de esta crisis, Grecia la considera como un ataque híbrido y por primera vez en 35 años ha movilizado al Ejército en tareas de orden público.

Se considera una amenaza híbrida una acción coordinada y sincronizada, que ataca deliberadamente las vulnerabilidades sistémicas de los Estados democráticos y sus instituciones, a través de una amplia gama de medios (políticos, económicos, militares, civiles y de información). De acuerdo con esta definición, Turquía estaría utilizando a las personas migrantes como palanca de presión, sabiendo que desestabiliza a una Unión Europea, en uno de sus puntos más bajos de cohesión interna y que desde 2015 hace vanos esfuerzos por articular una política migratoria coherente, equilibrada y eficaz.

Las amenazas híbridas tienen por objetivo influir en los diferentes mecanismos de toma de decisiones del adversario – en este caso Grecia y la UE – para favorecer o alcanzar los objetivos estratégicos del atacante. Estos van desde erosionar la confianza de los ciudadanos en sus instituciones, a generar desconfianza en el sistema democrático o socavar la cohesión social. En este caso se puede considerar el corte de suministro de control migratorio por parte Turquía como una amenaza al funcionamiento y futuro de la Unión.

La instrumentalización de los refugiados como arma de presión por parte de Turquía es el resultado directo de la apuesta unívoca de la UE por externalizar o subcontratar el control migratorio a países de origen y tránsito, consecuencia de la clamorosa falta de compromiso político a largo plazo.

La Declaración del Consejo de Asuntos Exteriores del 6 de marzo invoca la Resolución 2254 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas e insta a las partes a volver al marco negociador del Comunicado de Ginebra de 2012, pero ¿con qué legitimidad se exige el cumplimiento de la gobernanza internacional cuando a la vez se respalda una decisión tan grave como la suspensión del derecho al asilo por parte de Grecia? El apoyo al incumplimiento de la Convención de Ginebra de 1951, de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE y del Artículo 78 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, cruza una nueva línea roja y profundiza en la vulnerabilidad de todo el proyecto europeo.

Turquía, a pesar de su deriva autoritaria, no deja de ser un socio económico y estratégico clave para Europa. Es el país fronterizo de la UE con mayor población (82 millones) y acoge en su territorio a casi 4 millones de refugiados y migrantes.

Socios de Europa en el control migratorio como Marruecos saben que tienen la sartén por el mango. El Reino alauí condiciona de manera eficaz la contención fronteriza al apoyo en asuntos internos como el Sahara Occidental, los acuerdos de pesca o la impunidad por la violación de derechos humanos. En ese sentido es un buen maestro de la realpolitik. Turquía sin embargo lanza órdagos más arriesgados. En el escenario de la batalla geoestratégica quedan moribundos los valores y derechos que inspiraron el proyecto europeo.