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Un robot en un restaurante en Bangalore, India, sirve la comida a los clientes. (MANJUNATH KIRAN/AFP/Getty Images)

El verdadero reto político en la época actual no son ni la tecnología ni los robots es cómo redistribuir la riqueza.

The Technology Trap

Carl Benedikt Frey

Princeton, 2019

¿Cómo afectará la inteligencia artificial (IA) al futuro del empleo? The Technology Trap ofrece una amplia exploración de la relación entre tecnología y trabajo durante siglos. Incluye una sección sobre tecnología preindustrial y recurre a las experiencias de las dos Revoluciones Industriales para responder algunas de las preguntas fundamentales de nuestro tiempo. El argumento esencial —que la perturbación tecnológica del mercado de trabajo suele ser dolorosa a corto plazo, sean cuales sean los beneficios a largo plazo de la innovación— es de vital importancia para los votantes y los responsables políticos. No hay un mes en el que no llegue a los titulares una nueva previsión sobre puestos de trabajo perdidos por culpa de la tecnología.

Aunque la automatización seguramente tiene los mismos efectos generales en todo el mundo, las consecuencias concretas para los trabajadores variarán en función de las enormes diferencias entre los mercados laborales, los sistemas educativos y los sistemas fiscales. El autor no fija su atención en Estados Unidos de forma tan exclusiva como algunos colegas suyos, pero sí lo utiliza como base para su argumentación.

Frey se dio a conocer hace seis años, cuando él y su colega Michael Osborne publicaron un estudio en el que predecían que el 47% de los puestos de trabajo podrían ser automáticos aproximadamente en el plazo de un decenio. Casi la mitad del empleo en Estados Unidos corría peligro de estar informatizado “en una o dos décadas”. El libro no incluye ninguna nueva predicción sobre el alcance de la pérdida de empleo, sino que es una recopilación, quizá un resumen magistral de las últimas investigaciones sobre la automatización y sus consecuencias. La premisa es sencilla: que los trabajadores pierdan sus puestos porque empiecen a ocuparlos robots dependerá, a la hora de la verdad, de la “distribución social del poder”. Este libro no es tan pesimista como otros estudios anteriores de los autores, pero tampoco es precisamente optimista. Las conclusiones pesimistas —por no decir alarmantes— han dado pie a otros estudios de la OCDE y de McKinsey, en particular.

El autor nos guía por la historia de la industrialización en Reino Unido y Estados Unidos desde el principio de la Revolución Industrial. Distingue entre las tecnologías que facilitan el trabajo humano y las tecnologías que lo sustituyen. Las primeras son complementarias de los trabajadores, impulsan la productividad y abre nuevas vías de empleo, mientras que las segundas expulsan a los trabajadores del mercado y los obliga a adquirir nuevas aptitudes o buscar otras oportunidades.

A largo plazo, el cambio tecnológico beneficia a todo el mundo, pero los ajustes “a corto plazo” pueden durar incluso la vida entera de algunos trabajadores. Entre 1780 y 1840, la producción por trabajador aumentó casi en la mitad, pero los salarios semanales reales solo crecieron un 12%. Durante décadas, los trabajadores no experimentaron ninguna mejora de su nivel de vida. Friedrich Engels advirtió este fenómeno, que resultó en las revueltas de los luditas de principios del XIX, especialmente en Gran Bretaña y Francia. Engels escribió que los empresarios propietarios de máquinas estaban “enriqueciéndose con la miseria de la masa de asalariados”.

El riesgo de una repetición de la Revolución Industrial, con terribles consecuencias sociales y políticas, es muy real. Un sondeo de Pew Research en 2017 llegó a la conclusión de que el 85% de los entrevistados en Estados Unidos estaban en favor de políticas que pusieran límites a la implantación de robots. Quizá veamos una vuelta de los luditas. Por más que la IA permita un gran aumento de la productividad, existe un auténtico peligro de que los beneficios tengan un reparto desigual y tarden mucho tiempo en llegar a todos. “El corto plazo puede ser una vida entera para algunos”, escribe. Hace un siglo, era más de una vida, puesto que “los plenos beneficios de la Revolución Industrial tardaron más de un siglo en materializarse”. Tres generaciones de ingleses se empobrecieron mientras se permitía que la creatividad tecnológica floreciera y la clase dirigente reprimía con severidad cualquier oposición a las máquinas por su empeño en mantener la competitividad británica. No todos los gobiernos reaccionaron como el británico, y así retrasaron sus respectivas revoluciones industriales.

Uno de los grandes logros del siglo XX fue la creación de una próspera clase media; la tecnología hizo que el trabajo fuera menos peligroso y exigiera menos esfuerzo físico. El resultado fueron empleos mejor remunerados, con un salario por horas que se mantuvo a la altura de la productividad laboral entre 1870 y 1980.

Sin embargo, desde entonces, esa trayectoria ascendente se ha invertido. A medida que la clase media está más amenazada, los políticos de los países ricos han acusado a la globalización y la inmigración de ser culpables de lo que cada vez más se considera una dislocación social. El autor cree que la informatización comparte esa culpa, pero, ahora que iniciamos otro periodo aún más drástico de tecnología sustitutiva de los trabajadores, debemos preguntarnos qué repercusiones políticas tendrá el hecho de que solo la mitad de los estadounidenses nacidos en 1980 vaya a vivir mejor que sus madres. En 1940, ese porcentaje era del 90%.

Según el autor, se quita importancia a la brutalidad con la que se reprimió la disidencia en Gran Bretaña hace dos siglos porque nuestros recuerdos recientes de la modernización son más gratos. Pero, al destacar hasta qué punto las ciudades del cinturón oxidado de Estados Unidos votaron por Trump, nos está advirtiendo de que los terremotos económicos, con frecuencia, producen turbulencias políticas. La estabilidad de las democracias occidentales estará en peligro mientras la riqueza siga estando concentrada en unas cuantas manos y, lo que es también importante, unos cuantos lugares.

El libro hace muchas preguntas interesantes pero ofrece pocas respuestas. Puede que el autor sea demasiado alarmista, o puede que no: sus propuestas para suavizar la transición tecnológica son muy interesantes. Explora siete opciones políticas: cambios en la educación, cambios en las prácticas laborales y la ayuda al empleo, cambios en la ayuda a la industria, eliminación de diversos obstáculos para alcanzar la prosperidad, una mayor participación civil, redes de seguridad más amplias que ayuden a las personas a adaptarse y cambios en nuestra percepción del propio trabajo. El bajo nivel de conocimientos técnicos de los políticos actuales —este mismo año, el informe Los cuatro futuros del trabajo, de la Royal Society for the Encouragement of Arts, Manufacturing and Commerce, subrayaba que menos de un tercio de los políticos británicos afirma tener una comprensión real de los problemas técnicos a los que se enfrenta la sociedad actual— es otro obstáculo grave.

Como afirma el propio autor, la tecnología no es el destino. Es posible que surja un nuevo movimiento de luditas y que esa reaparición retrase la expansión del ascenso de los robots. El verdadero reto político de nuestra época es cómo redistribuir la riqueza. En su conclusión, Frey coincide con el famoso economista francés Thomas Piketty. El ascenso de los movimientos populistas en Europa es una advertencia oportuna de que los interrogantes planteados en el libro merecen una atención más seria que la que han tenido hasta ahora.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia