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Una protesta en la sede de CureVac en Alemania, tras conocer el interés de Donald Trump por la compañía. (Matthias Hangst/Getty Images)

El dilema tecnológico, científico y climático de la Unión Europea solo se ha agravado con la pandemia del coronavirus (Covid-19), que anuncia una sangría económica, sumado a las últimas acciones de Donald Trump. Las decisiones que tome la Unión en un futuro cercano son cruciales para su estabilidad.  

El contexto político difícilmente podría ser peor para negociar las nuevas normas de competencia de la UE, es decir, para que las instituciones comunitarias decidan si favorecen o no a sus campeones nacionales.

Si las normas no se actualizan para autorizar un diluvio de subsidios y fusiones, se volverá todavía más complicado que la Unión cumpla los objetivos de emisiones en 2030 o evitar que China y Estados Unidos dominen algunos de los sectores estratégicos más innovadores. Y todo ello en un momento en el que mengua el apoyo a la globalización y existen menos argumentos que antes para considerar los mercados mundiales como un espacio privilegiado de colaboración entre países.

Cuando Estados Unidos lanzó sobre China su guerra comercial, podíamos asumir que era una agresión contra un adversario. Tenía cierta lógica, aunque fuera diabólica. Cuando afloraron las primeras disputas de Washington con Europa al inicio del mandato de Trump, también podíamos encontrarles alguna justificación. Al fin y al cabo, las tensiones suben y bajan de temperatura incluso entre los mejores vecinos. Angela Merkel ya había puesto antes el grito en el cielo con un presidente americano. ¿Tan rápido nos habíamos olvidado de las discusiones sobre la reducción de las tropas americanas en Europa con Obama o del escándalo cuando la canciller descubrió en 2013 que la NSA le había pinchado el teléfono móvil?

Sin embargo, la crisis del Covid-19, que es fundamentalmente humanitaria, ha abierto las puertas a comportamientos incomprensibles e inaceptables para miles de ciudadanos que creen en la globalización, pero que también ven cómo las cifras de sus compatriotas muertos o contagiados se disparan cada 24 horas.

En marzo, supimos que Washington presionaba a una farmacéutica alemana (CureVac) para que se llevase la prometedora investigación de una vacuna contra el coronavirus a Estados Unidos. Berlín ha acusado a la primera potencia mundial de hacerlo para quedarse con la exclusiva del remedio y, oh casualidad, la empresa ha reemplazado a su máximo directivo, que era americano, por un alemán.

Lo más probable es que Trump solo quisiera atribuirse la solución a uno de los problemas más acuciantes del mundo desarrollado. ¿Cómo no iban a votarle sus compatriotas en las elecciones de noviembre después de haberles salvado la vida? ¿Cómo no disculpar su grave incompetencia durante las primeras semanas del contagio?

Al mismo tiempo que el actual inquilino de la Casa Blanca trataba de seducir a CureVac con ayudas económicas, cerraba las fronteras a la llegada de viajeros europeos. Lo que podría haberse interpretado como una respuesta dura pero comprensible ante la rapidísima expansión de la pandemia, no era, en realidad, más que una oportunista bofetada en la cara para la UE.

¿Por qué? Porque, absurdamente, Reino Unido quedó excluido durante días de la prohibición de viajar a Estados Unidos y Donald Trump se negó al principio a hacerse el test del coronavirus y a acatar la cuarentena. Evidentemente, estaba utilizando una enfermedad con miles de muertos en la Unión para humillarla, tratando a sus ciudadanos como apestados.

 

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La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, junto a la comisaria Margrethe Vestager y el comisario Valdis Dombrovskis. (Dursun Aydemir/Anadolu Agency via Getty Images)

Divisiones

Pero la tragedia del Covid-19 no solo ha separado aún más a los viejos aliados atlánticos. También ha reverdecido la decepción de Italia con el proyecto europeo, la misma que aupó a Matteo Salvini como vicepresidente y ministro del Interior en 2018. Roma se ha sentido abandonada por sus socios durante la embestida de la pandemia en febrero y hasta bien avanzado el mes de marzo. Y con razón.

Además, la tragedia humanitaria ha complicado o retrasado durante todo este año cualquier acuerdo o negociación que no se ocupe de combatirla y de mitigar después sus terribles consecuencias económicas. JP Morgan estima que el PIB de la UE se desplomará casi un 2% en el primer trimestre y algo más de un 3% en el segundo.

En paralelo, las tensiones por la gestión de la pandemia se suman a las que ya existían sobre la propia reforma de las leyes de competencia. Aunque la mayoría de los Estados de la unión parece defender la reforma, Suecia, República Checa, Holanda, Letonia, Lituania, Finlandia e Irlanda han recordado, que ellas no la ven tan clara.

Según afirmaron en su carta del mes de marzo a la Comisión, “cualquier movimiento que suavice o politice las reglas de competencia de la UE sería perjudicial para toda la Unión Europea”, porque podría repercutir en el mal funcionamiento del mercado común y dañar a los consumidores. Los países que lo plantean son pequeños, pero representan el 25% de los miembros comunitarios.

Así, no resulta extraño que Bruselas, a pesar de haber convertido la revisión de las leyes de competencia en una prioridad estratégica, la haya aplazado, como mínimo, hasta el año que viene. Y eso que los funcionarios comunitarios han admitido que la transición ecológica acelerada -el Pacto Verde- impone actualizar esas normas si quiere conseguir sus objetivos de reducción de emisiones en 2030. Las principales potencias del Viejo Continente (ya sin Reino Unido) han exigido públicamente esa actualización y decían, hasta hace poco, que esperaban cerrarla antes del verano.

Francia o Alemania creían y creen, seguramente, que las firmas europeas necesitan el fuerte apoyo de los reguladores en los sectores más innovadores y en aquellos que se vean más afectados por la reconversión ecológica. Sin eso, asumen que los Estados y la propia UE tendrán las manos relativamente atadas a la hora de conceder ayudas públicas y subsidios. En consecuencia, la restructuración que prevé el Pacto Verde catapultaría la pobreza y el desempleo, y el malestar social acabaría forzando su abandono.

París y Berlín también entienden que las empresas tecnológicas comunitarias se beneficiarían con una regulación más favorable frente a los gigantes chinos y estadounidenses que dominan el mercado digital. Tanto en el ámbito tecnológico como en otros sectores estratégicos innovadores, parecen decir, resultará casi imposible que surjan líderes empresariales mundiales de origen europeo si no se relajan las limitaciones que existen sobre la concentración del mercado. Harían falta, según ellos, más fusiones y adquisiciones.

No podemos decir que la relajación no haya empezado a producirse tentativamente en los últimos tiempos. Por ejemplo, en noviembre de 2018, la Comisión Europea liderada por Jean-Claude Juncker, ya en su último año de mandato, aprobó una fusión en Holanda que reducía la competencia a tres grandes operadores cuando, hasta entonces, no permitía que en los mercados nacionales comunitarios compitieran menos de cuatro.

 

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Henri Poupart-Lafarge, CEO de Alstom, durante una rueda de prensa. (THOMAS SAMSON/AFP via Getty Images)

El jarro de agua fría

Dicho esto, es verdad que la euforia no duró mucho en París y Berlín. Tres meses después de que la luz verde a la fusión holandesa, en febrero de 2019, los reguladores de la UE prohibieron la fusión de Siemens y Alstom, aunque la hubieran bendecido en sus países de origen, que no eran otros que Francia y Alemania. Además, en noviembre de 2019, Margrethe Vestager, la comisaria europea que había sido tan restrictiva con las macrofusiones desde 2014, fue promocionada a vicepresidenta ejecutiva de la nueva Comisión Europea.

La reforma es un camino minado, incluso para Vestager, acostumbrada a hacer difíciles equilibrios. No solo hablamos de las graves dificultades que implican poner de acuerdo a los que defienden un cambio en profundidad y al 25% de los países miembros de la UE que lo rechazan. También hay que computar en la ecuación el impacto de la crisis del coronavirus, que aplazará regulaciones que hasta hace dos meses hubiéramos considerado urgentes y complicará la aprobación de cualquier norma que aumente el poder de las grandes empresas.

Por si eso fuera poco, sabemos por experiencia que las fusiones y adquisiciones, que reducen el número de competidores, animan a los ‘supervivientes’ a elevar los precios de sus productos y servicios. No parece que los consumidores europeos se lo vayan a poder permitir durante algún tiempo y tampoco que sus líderes estén dispuestos a asumir el enorme coste político. Además, ¿cómo les explicarán a sus votantes los miles de despidos que traerían a corto plazo las macrofusiones y adquisiciones? ¿Las justificarán apelando a un patriotismo europeo justo en el momento en el que el populismo nacionalista parece emerger con tantísima fuerza?

Por todo ello, el escenario es cuanto menos sombrío para los que consideran que Europa no tiene tiempo que perder en su transición ecológica. Lo mismo puede decirse de los que demandan que Bruselas aproveche ya la revolución de las redes 5G para favorecer, con sus regulaciones y subsidios, el surgimiento de grandes campeones tecnológicos e innovadores que les disputen el trono algún día a Amazon, Google, Facebook, Alibaba o Huawei.

Mucho dependerá de los sectores a los que se canalicen los gigantescos planes de estímulo para compensar la debacle económica que viene, de cómo administren los reguladores comunitarios el margen que les dan las normas (¿Actuarán como en Holanda en 2018 o como en el caso de Alstom y Siemens en 2019?) y de cómo nos despertemos todos de esta pesadilla.

Esto último, será lo que defina un eventual rebrote del populismo que, más allá de retrasar o diluir las decisiones de Bruselas, puede poner en peligro todo el proyecto comunitario. No debemos repetir ni trivializar el abandono de Italia por parte de los socios europeos en la lucha contra la pandemia. Además, debemos recordar que las heridas por la -mejorable- gestión de la última crisis económica siguen abiertas en el sur de Europa y que, después del Brexit, ya nadie se cree que la integración de la UE sea un camino irreversible de ida.