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Gente se informa de las medidas preventivas contra el coronavirus en Idlib, Siria.Muhammed Said/Anadolu Agency via Getty Images

Además de su letalidad y la disrupción que provoca, y que aún podría empeorar y extenderse de forma terrible, la epidemia de coronavirus puede tener unas consecuencias políticas que persistan mucho después de que se haya contenido el contagio. He aquí siete aspectos especialmente preocupantes.

La pandemia de COVID-19, sin duda, constituye un desafío histórico para la salud pública y la economía global. Sus consecuencias políticas, a corto y largo plazo, son menos conocidas.

La epidemia mundial tiene el potencial de causar estragos en Estados débiles, desencadenar disturbios generalizados y poner seriamente a prueba los sistemas internacionales de gestión de crisis. Sus repercusiones serán especialmente graves para los que viven en situaciones de guerra si, como parece probable, la enfermedad interrumpe la llegada de ayuda humanitaria, restringe las operaciones de paz y hace que las partes en conflicto aplacen o distraigan su atención de los esfuerzos diplomáticos tanto incipientes como en marcha desde hace tiempo. Los dirigentes sin escrúpulos pueden querer aprovechar la pandemia en su propio interés, aunque eso agudice las crisis nacionales o internacionales —por ejemplo, reprimiendo a la disidencia interna o provocando una escalada bélica con Estados rivales—, dando por sentado que van a poder salirse con la suya mientras el mundo está pendiente de otras cosas. La COVID-19 ha alimentado las fricciones geopolíticas: Estados Unidos acusa a China de la enfermedad y Pekín trata de hacer amigos ofreciendo ayuda a los países afectados, lo que está exacerbando las tensiones entre las grandes potencias y complicando la cooperación á la hora de gestionar la crisis.

Todavía no está claro cuándo ni dónde golpeará más duro el virus, ni tampoco cómo van a confluir los factores económicos, sociales y políticos para desatar o agravar crisis. Tampoco está garantizado que las consecuencias de la pandemia sean total o igualmente negativas para la paz y la seguridad. Las catástrofes naturales, a veces, han derivado en la disminución de los conflictos, porque los bandos rivales se han visto obligados a trabajar juntos o, al menos, a mantener cierta calma para centrarse en proteger y reconstruir sus sociedades. Desde que comenzó la epidemia actual se han visto algunos intentos de suavizar las tensiones políticas: por ejemplo, los Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Kuwait han ofrecido ayuda humanitaria a Irán, centro de uno de los peores brotes iniciales fuera de China. Aunque la pandemia intensificará algunas crisis internacionales, es posible que también cree oportunidades para mejorar otras.

Los meses venideros serán extremadamente peligrosos, con EE UU y los países europeos centrados en las repercusiones internas de la COVID-19 mientras la enfermedad se extiende, con toda probabilidad, por Estados pobres y en guerra. En su primera fase, y salvo la excepción de Irán, la pandemia afectó sobre todo a países que disponían de recursos para abordar el problema —como China, Corea del Sur e Italia—, si bien de forma irregular y a costa de mucha tensión para sus sistemas de salud y sus economías. Hasta ahora se sabe de menos casos en otros lugares con sistemas de salud más endebles, menor capacidad del Estado o conflictos internos importantes, en los que las consecuencias de un brote serían abrumadoras.

Pero eso no es consuelo. Las bajas cifras son, sin duda, debidas a que no se han hecho las pruebas suficientes o al tiempo que transcurre entre el contagio del virus y su manifestación externa. Los casos confirmados están aumentando poco a poco en partes delicadas del mundo árabe y África. Si los Estados tienen dificultades para instaurar el distanciamiento social y otras medidas para detener la propagación del virus, o tardan demasiado en hacerlo, podrían encontrarse con estallidos de casos como los que están desbordando algunos países de Europa, pero con muchos menos servicios de emergencia que permita salvar vidas. No es ninguna exageración hablar del infinito sufrimiento que causaría esa situación. Si la enfermedad se propaga en los abarrotados centros urbanos de los países más frágiles, quizá sea prácticamente imposible de controlar. La drástica desaceleración económica ya en marcha trastocará las relaciones comerciales y creará un desempleo que provocará unos daños difíciles de prever y sombríos de imaginar. Una recesión podría cobrarse un precio especialmente alto en los Estados frágiles con más posibilidades de agitación y conflictos.

Todos los gobiernos tienen que tomar decisiones difíciles para afrontar el virus. Muchos países, desde los de la zona Schengen hasta Sudán, ya han impuesto restricciones fronterizas. Muchos están prohibiendo de forma total o parcial las concentraciones públicas o insistiendo en que los ciudadanos se queden en casa. Son medidas necesarias pero costosas, sobre todo con las proyecciones de que la pandemia puede prolongarse durante más de un año, hasta que esté disponible una vacuna. Las repercusiones económicas de restringir los movimientos durante meses serán devastadoras. El levantamiento prematuro de las restricciones podría suponer nuevos picos de infecciones y exigir la vuelta a medidas de aislamiento, lo que agravaría aún más los efectos económicos y políticos de la enfermedad y obligaría a nuevas inyecciones de liquidez y estímulos fiscales por parte de los gobiernos de todo el planeta.

 

La vulnerabilidad de las poblaciones en situaciones de conflicto

Las poblaciones de los países afectados por conflictos —tanto las que viven en plena guerra como las que sufren sus consecuencias— tienen más probabilidades de ser vulnerables a las enfermedades. En muchos casos, las guerras o los disturbios prolongados, especialmente si van unidos a la mala gestión, la corrupción y las sanciones internacionales, han dejado los sistemas de salud de esos Estados muy mal preparados para la COVID-19.

En Libia, por ejemplo, el gobierno de Trípoli, respaldado por la ONU, ha comprometido aproximadamente 350 millones de dólares para luchar contra la enfermedad, pero no está claro exactamente para qué: el sistema de salud se ha hundido tras la huida de los médicos extranjeros durante la guerra. En Venezuela, el pulso entre el gobierno chavista y la oposición ha vaciado de contenido los servicios de salud. Es de suponer que los hospitales que quedan en el país se ven sobrepasados por la COVID-19 muy pronto. En Irán, la apática reacción del régimen, unida al efecto de las sanciones estadounidenses, ha tenido resultados catastróficos: al parecer, hay casi 50 personas contagiadas por hora, y entre cinco y seis fallecidos. En Gaza, donde una sanidad debilitada por años de bloqueo estaba mal preparada para atender a una población tan densa ya antes de la pandemia, el Ministerio de Sanidad está tratando de reunir a los expertos y los suministros necesarios para cuando la epidemia irrumpa. Da la impresión de que será una batalla contra los elementos: los proveedores médicos que trabajan en la región han dicho que se quedaron sin productos esenciales ya antes de que se anunciara la existencia de dos casos de COVID, el 21 de marzo.

Además de estos problemas institucionales, puede ser difícil convencer a unas poblaciones con escasa confianza en los gobiernos y los líderes políticos de que sigan las directrices de salud pública. En su revisión del brote de ébola en Guinea, Liberia y Sierra Leona en 2014, Crisis Group destacó que “el virus se extendió inicialmente sin control no solo por los fallos de la vigilancia epidemiológica y la capacidad y reacción insuficientes del sistema de salud, sino también porque la gente desconfiaba de lo que su gobierno decía o pedía que hiciera”. Las dudas se debían en parte a la falta de información y los malos consejos de las administraciones sobre el contagio, pero también a las tensiones políticas recurrentes en una región asolada por la guerra en la década anterior.

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Un voluntario yemení desinfecta las manos en los barrios más pobres de la capital Sanaa, Yemen. MOHAMMED HUWAIS/AFP via Getty Images

En los casos de conflictos activos, a las organizaciones médicas y humanitarias, tanto nacionales como internacionales, puede serles complicado llevar ayuda a las personas que la necesitan. En 2019, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y las ONG internacionales tuvieron dificultades para contener un brote de ébola en la zona oriental de la República Democrática del Congo (RDC), a pesar de la ayuda de las tropas de paz de la ONU, porque las violentas milicias locales obstruían el acceso a varias zonas afectadas. A veces, los guerrilleros atacaban directamente a los médicos y las instalaciones sanitarias. Aunque parece que las autoridades congoleñas y la OMS han conseguido poner fin a la epidemia en los últimos meses, la enfermedad duró mucho más y se cobró muchas más vidas (2.264 fallecimientos confirmados) que si se hubiera producido en una región estable. Es probable que los problemas de seguridad también dificulten la lucha contra la COVID-19 en las áreas en las que aún continúan las hostilidades.

Las zonas de guerra con mayor riesgo inmediato de brotes de COVID-19 son quizá el noroeste de Siria, en torno al enclave sitiado de Idlib, y Yemen. Ambos países han sufrido ya crisis sanitarias durante sus respectivas guerras civiles: la violencia dificultó la actuación internacional contra un brote de polio en Siria entre 2013 y 2014 y contra el cólera desatado en Yemen desde 2016. Las autoridades de la ONU han alertado de que el coronavirus está infectando a la población de Idlib, donde una ofensiva de las fuerzas gubernamentales, respaldadas por Rusia, ha lanzado ataques sistemáticos contra hospitales y otras instalaciones médicas y ha provocado el desplazamiento de más de un millón de personas solo en los últimos seis meses. Mucha gente que huye de los enfrentamientos duerme en el campo o bajo los árboles, y los hábitos básicos de higiene y distanciamiento social son imposibles por la falta de agua corriente y jabón y por vivir en espacios abarrotados. El reparto de los tests se ha retrasado varias semanas. Los trabajadores humanitarios tienen miedo de que un brote de la enfermedad en Idlib desborde la capacidad de las instalaciones de la provincia e impida atender a las víctimas de la guerra.

En Yemen, la guerra que se libra desde 2015 ha diezmado un sistema de salud que ya era muy débil. Más de 24 millones de personas necesitan ayuda humanitaria. Después de que las autoridades de facto en la capital, Saná, y el gobierno reconocido internacionalmente en Adén prohibieran los vuelos internacionales para impedir la propagación del virus, los equipos de ayuda extranjeros redujeron su presencia al personal esencial. Un brote de COVID-19 podría sobrepasar rápidamente a estos equipos y agravar aún más una de las catástrofes humanitarias más terribles del mundo.

En Idlib, Yemen y otros lugares, los desplazados internos (DI), los solicitantes de asilo y los refugiados están especialmente expuestos al contagio del coronavirus, dado que es frecuente que vivan en condiciones sórdidas y con escaso acceso a la sanidad. Los datos publicados por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en 2019 dan a entender que en todo el mundo hay más de 70 millones de personas que recaen en estas categorías, y es muy probable que la cifra haya aumentado desde entonces, sobre todo con los acontecimientos de Siria. Las estrechas rutas que podían existir para que las personas desplazadas se trasladaran a lugares más seguros se han vuelto, en la práctica, impracticables debido al coronavirus.

Existe una larga historia de contagios entre los DI y en los campos de refugiados, un peligro que ahora vuelve a acechar, aunque, en algunas zonas, los servicios médicos de los campamentos pueden ser mejores que los que tienen a su disposición las poblaciones circundantes. A las autoridades de la ONU les preocupa especialmente el campo de Al Hol, en el nordeste de Siria, que alberga a más de 70.000 personas —incluidos mujeres y niños huidos del último bastión territorial del autoproclamado Estado Islámico cuando cayó—, entre ellos, sirios, iraquíes y aproximadamente 10.000 ciudadanos de otros países. Cuando escribimos sobre el campo en el otoño de 2019, ya era “un escenario de catástrofe humanitaria, invadido por la enfermedad, cuyos residentes carecen de alimentos suficientes, agua potable y, a menudo, de toda atención médica”, por lo que es una población tremendamente vulnerable a la pandemia.

También son inquietantes los campos de refugiados rohingyas de Bangladesh, en los que más de un millón de personas viven abarrotadas y tanto las instalaciones higiénicas como la atención sanitaria están casi bajo mínimos. La prohibición gubernamental de los servicios de internet y telefonía móvil en los campos limita el acceso a unas informaciones de prevención que son vitales, y los elevados niveles de malnutrición hacen pensar que tanto los refugiados como las poblaciones locales son más susceptibles a la enfermedad. Las organizaciones humanitarias creen que, si el virus llega a los campamentos, se propagará como un incendio, lo que puede provocar una reacción negativa de los bangladeshíes que viven alrededor y a los que ya inquieta la prolongada presencia de los rohingyas.

En estos casos —como en las comunidades de desplazados de Irak y otros lugares de Oriente Medio, África y Asia—, existe el riesgo de que los DI y los refugiados, ante el estallido de grandes brotes de COVID-19 en los campamentos en los que están, intenten huir de ellos y se encuentren con el fuerte rechazo de las poblaciones locales y las autoridades para impedirlo, con el posible resultado de una escalada de violencia. Los Estados que traten de detener el contagio y la enfermedad mirarán con temor la llegada de nuevos refugiados. Por ejemplo, Colombia y Brasil han cerrado sus fronteras con Venezuela, que hasta entonces mantenían abiertas con una actitud relativamente generosa hacia los que huían de la crisis del país, pero la necesidad de escapar de una pobreza y unos riesgos sanitarios cada vez mayores en Venezuela puede hacer que cada vez más gente cruce la frontera de forma ilegal.

La emergencia de la COVID-19 también podría agudizar la crisis humanitaria en Centroamérica, en parte debida a las políticas migratorias de Trump, y en parte a las elevadas tasas de crímenes violentos en la región. Después de anunciar el cierre de su frontera meridional a todo el tráfico no esencial a partir del 21 de marzo, es posible que EE UU intente reforzar todavía más la campaña para impedir la llegada de inmigrantes y refugiados de Centroamérica y devolverlos a sus países de origen. Aun así, El Salvador y Guatemala suspendieron a mediados de marzo todos los vuelos procedentes de Estados Unidos y en los que llegaban deportados centroamericanos. Después, los vuelos a Guatemala se han reanudado, pero no está claro que Washington pueda seguir exportando deportados cuando los dos países han prohibido todos los demás vuelos de pasajeros internacionales.

En estos momentos tan amenazadores para las frágiles economías de Centroamérica, la continuación de los vuelos con deportados desde EE UU y México podría hacer que un número cada vez mayor de desplazados se encuentre con un recibimiento hostil al aterrizar, puesto que la población local tendrá quizá miedo de que vayan a propagar la enfermedad. Es probable que muchos de ellos se vean obligados a escoger entre regresar a la frontera estadounidense, con la ayuda de las redes de traficantes, o convertirse en víctimas o cómplices de los grupos delictivos y las bandas callejeras tan omnipresentes en la región.

En muchos casos, los efectos del coronavirus en los refugiados y los DI pesarán de forma desproporcionada sobre las mujeres, que suelen ser la mayoría de las personas desplazadas en las regiones devastadas por la guerra. El acceso de ellas a los servicios y su capacidad de alimentar a sus familias ya son limitados por el estigma de sus vínculos (reales o supuestos) con los grupos armados. Con el peligro de la explotación y los abusos sexuales, y dado que su rehabilitación o reintegración en las comunidades no es precisamente prioritaria para unos gobiernos débiles o indiferentes, las mujeres y los niños desplazados serán, sin duda, los primeros y más golpeados por las crisis económicas derivadas de la propagación de la enfermedad.

 

Efectos negativos en la gestión de crisis y resolución de conflictos

Un motivo por el que los refugiados y las poblaciones desplazadas serán seguramentemás vulnerables a la COVID-19 es que la enfermedad puede disminuir gravemente la capacidad de las instituciones internacionales de trabajar en zonas de conflicto. La OMS y otras autoridades internacionales temen que las restricciones asociadas a la enfermedad interrumpan las cadenas de suministros humanitarios. Pero las organizaciones humanitarias no son las únicas piezas del sistema multilateral que está sufriendo las consecuencias de la pandemia, porque también es muy probable que se vean afectadas los trabajos de pacificación.

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Controles de temperatura en el aeropuerto de Juba, Sudán del Sur. ALEX MCBRIDE/AFP via Getty Images

Las restricciones a los desplazamientos han empezado a afectar a las labores de mediación internacional. Los enviados de la ONU a Oriente Medio no pueden viajar a la región ni dentro de ella por los cierres de aeropuertos. Las organizaciones regionales han dejado en suspenso iniciativas diplomáticas en regiones que van desde el sur del Cáucaso hasta África Occidental, y el enviado especial del Grupo Internacional de Contacto para Venezuela —un grupo de Estados europeos y latinoamericanos que busca una solución diplomática a la crisis del país— tuvo que cancelar a principios de marzo, por motivos relacionados con la enfermedad, un viaje a Caracas que ya se había postergado desde hacía tiempo.

La epidemia podría influir negativamente en las cruciales conversaciones de paz entre los distintos bandos afganos, planeadas como consecuencia del acuerdo preliminar firmado en febrero entre EE UU y los talibanes, como mínimo porque impedirá que puedan participar todos los previstos (aunque, por otro lado, reducir el grupo a quienes verdaderamente tienen capacidad de decisión y sus ayudantes imprescindibles podría hacer que las negociaciones tengan más sustancia).

Más en general, la enfermedad hace que los dirigentes internacionales, centrados en sus dramáticos problemas internos, tengan poco o ningún tiempo que dedicar a las guerras y los procesos de paz. Varios funcionarios europeos dicen que los esfuerzos para obtener un alto el fuego en Libia (una prioridad para Berlín y Bruselas en febrero) ya no son objeto de tanta atención. Los diplomáticos que tratan de evitar un enfrentamiento mortal en el norte de Yemen necesitan a toda costa que los altos representantes saudíes y estadounidenses le dediquen tiempo y energías, pero la realidad es que las reuniones con ellos están recortándose o cancelándose. El presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta, desconvocó una cumbre prevista para el 16 de marzo con sus homólogos de Etiopía y Somalia, organizada para desactivar la peligrosa escalada de las tensiones entre Nairobi y Mogadiscio, y las autoridades de Nairobi alegaron la necesidad de centrarse en la campaña para detener la posible propagación del virus. También se va a anular una reunión entre los líderes de la UE y el “G5 de los países del Sahel” (Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania y Níger), lo que supondrá un duro golpe para el intento de reforzar la lucha antiterrorista en la región.

La enfermedad también puede afectar a las labores de paz y seguridad multinacionales. A principios de marzo, la secretaría Naciones Unidas pidió a nueve países que contribuyen con soldados a las operaciones de los cascos azules —entre ellos, China e Italia— que suspendieran, del todo o en parte, las rotaciones de unidades, por el posible contagio del coronavirus. Posteriormente, la ONU ha anunciado nuevos límites a las rotaciones, lo que significa que las misiones de las tropas de paz se prolongarán al menos tres meses más en escenarios tan duros como la República Centroafricana y Sudán del Sur, con las posibles consecuencias para su moral y su eficacia. Da la impresión de que la decisión del Consejo de Seguridad sobre el establecimiento de una nueva misión política en ayuda de la transición de Sudán a un gobierno civil va a tener que posponerse, dado lo difícil de fijar una fecha para las reuniones por las medidas de contención contra el virus. Aunque estas decisiones diplomáticas y operativas no tienen repercusión inmediata en las operaciones de la ONU, una pandemia prolongada podría hacer que sea más difícil renovar tanto a los soldados como al personal civil, por lo que las misiones perderán fuerza.

Si las organizaciones internacionales están teniendo dificultades para gestionar la crisis, a los medios de comunicación y las ONG también les puede costar informar sobre las guerras y las crisis por las restricciones a los desplazamientos, mientras que es muy probable que muchos lectores y espectadores pierdan interés, al menos temporalmente, en todo lo que no tenga que ver con la COVID-19. Algunos gobiernos autoritarios parecen dispuestos a aprovechar la crisis para restringir el acceso a los periodistas. Egipto, por ejemplo, ha censurado a reporteros occidentales por sus informaciones sobre la enfermedad en el país —incluso retiró la acreditación a un periodista de The Guardian—, y China ha expulsado a varios corresponsales destacados de medios estadounidenses. En el propio Crisis Group hemos tenido que limitar los viajes de nuestros analistas durante la pandemia por su propia seguridad. Como muestra este informe, estamos decididos a seguir prestando atención a los conflictos —relacionados con la COVID-19 o no— y a ofrecer la mejor información posible, pero es inevitable que nuestra labor se vea limitada.

 

Peligros para el orden social

La pandemia de coronavirus puede crear una enorme tensión en las sociedades y los sistemas políticos y facilitar que haya nuevos estallidos de violencia. A corto plazo, la amenaza de la enfermedad seguramente sirve como disuasorio de cualquier agitación popular, porque la gente quiere evitar grandes concentraciones. La aparición de la COVID-19 en China precipitó el descenso de las protestas contra Pekín en Hong Kong (aunque quizá pudo contribuir también el malestar público con los elementos más radicales). Asimismo ha caído el número de manifestantes en las calles de Argelia contra la corrupción del Gobierno. En Rusia, la oposición aceptó, en su mayor parte, la orden de las autoridades —en teoría por motivos de salud— de prohibir las protestas contra la decisión del presidente Vladímir Putin de modificar la constitución para prolongar su mandato. Una excepción a esta cautela general es la de Níger, donde los manifestantes salieron a la calle para mostrar su rechazo a las normas que les prohibían protestar, prolongadas por el Gobierno con la excusa de la COVID-19. El 15 de marzo, las fuerzas de seguridad mataron a tres civiles.

Sin embargo, la tranquilidad callejera puede ser un fenómeno provisional y engañoso. Será inevitable que las consecuencias de la pandemia en la salud pública y la economía tensen las relaciones entre los gobiernos y los ciudadanos, sobre todo donde la sanidad tenga fallos; preservar el orden público puede ser difícil cuando las fuerzas de seguridad están desbordadas y las poblaciones se sienten cada vez más frustradas por la respuesta de su gobierno a la pandemia.

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Imágenes de un motín en una prisión de Brasil a casusa de la pandemia del coronavirus. LUCAS LACAZ/AFP via Getty Images

Ya pueden observarse las primeras señales de agitación social. En Ucrania, los manifestantes atacaron autobuses que transportaban a conciudadanos evacuados de Wuhan, China, tras las acusaciones de que algunos eran portadores de la enfermedad. Se ha informado de huidas masivas de prisiones en Venezuela, Brasil e Italia, así como de reacciones violentas de los presos a las nuevas restricciones relacionadas con la COVID-19; en Colombia, los motines carcelarios y una presunta huida masiva por lo que consideraban falta de protección frente a la enfermedad provocó la muerte de 23 internos en la cárcel de La Modelo el 21 de marzo. También en este país ha habido saqueos de camiones con alimentos destinados a Venezuela, al menos en parte para protestar contra las repercusiones económicas de la decisión —tomada conjuntamente por Bogotá y Caracas— de cerrar la frontera entre los dos Estados por motivos sanitarios. Incluso las precauciones más razonables pueden suscitar reacciones airadas. En Perú, las autoridades han detenido a cientos de ciudadanos por infringir las normas de cuarentena, en algunos casos con consecuencias violentas.

Más en general, los catastróficos efectos económicos de la pandemia pueden sembrar semillas de malestar para el futuro, independientemente de que los países en cuestión hayan experimentado, o no, brotes importantes de la enfermedad, aunque los que sí los sufran tendrán mucho más peligro. Nos aguarda una recesión global de dimensiones aún desconocidas; las restricciones a los desplazamientos por la pandemia interrumpirán el comercio y las cadenas de suministros alimentarios; numerosas empresas tendrán que cerrar y los niveles de desempleo se dispararán.

Los gobiernos que tienen estrechos lazos comerciales con China, especialmente algunos de África, están sintiendo ya los efectos negativos de la desaceleración debida al brote inicial en Wuhan. Los productores de crudo están pasándolo mal por la caída de los precios de la energía. Países como Nigeria, que tiene sólidas relaciones de importación y exportación con el gigante asiático y necesita los ingresos del petróleo para sostener su hacienda pública, están en una situación complicada. Al parecer, Abuya está pensando en recortar el gasto un 10% en 2020, lo que significa que las autoridades quizá tengan que incumplir sus promesas de subir el salario mínimo. Estas medidas de austeridad, unidas a otros efectos económicos de la COVID-19 —como la desaparición del turismo en zonas que dependen enormemente de los visitantes extranjeros— podrían desembocar en unas convulsiones económicas que vayan mucho más allá de la crisis inmediata y, por consiguiente, puedan dar lugar a disturbios laborales e inestabilidad social a largo plazo.

Como advirtió Crisis Group a principios de 2020, las ruidosas protestas de 2019 nacían de un “sentimiento generalizado de injusticia económica” que podría “hacer que haya más ciudades en llamas este año”. La indignación por las repercusiones del coronavirus y la imagen de que los gobiernos no las están gestionando bien podrían suscitar nuevas protestas. En concreto, en grandes franjas de África subsahariana, hay millones de personas que necesitan sus ingresos diarios para alimentar a sus familias. Una cuarentena prolongada podría derivar rápidamente en desesperación y desórdenes generalizados.

Otro motivo de preocupación es que la COVID-19 tiene claras posibilidades de desatar los sentimientos xenófobos, especialmente en países con grandes comunidades de inmigrantes. En los primeros días de la crisis, los trabajadores chinos en Kenia sufrieron acoso por las sospechas de que los vuelos de China Southern Airline estaban introduciendo el coronavirus en el país. Algunos políticos occidentales, en particular el Presidente estadounidense, Donald Trump, han tratado de fomentar el resentimiento contra Pekín con pullas sobre el “virus chino”. Hay incidentes aislados que indican un aumento de los prejuicios contra las personas de origen chino en EE UU y otros lugares de Occidente, y existe un grave peligro de que la enfermedad provoque más violencia racista y xenófoba.

 

Aprovechamiento político de la crisis

En este escenario de presiones sociales, existe un amplio margen para que los líderes políticos intenten explotar la COVID-19, bien con el fin de consolidar su propio poder interno o para promover sus intereses en el extranjero. De momento, muchos gobiernos parecen confusos ante la velocidad, el alcance y la peligrosidad del brote, y, en algunos casos, la epidemia ha contagiado a la clase dirigente. Un brote en la aislada capital de Brasil, Brasilia, ha infectado a numerosos funcionarios y políticos. En Irán ha habido docenas de contagiados entre los altos cargos y los parlamentarios. En Burkina Faso, donde el Gobierno ya se enfrenta al desmoronamiento de la autoridad del Estado en amplias zonas del país, se han dado varios casos entre los miembros del gabinete. El vicepresidente primero del Parlamento fue el primer fallecido registrado en África subsahariana. En casos así, la epidemia tiene muchas probabilidades de disminuir la capacidad de las autoridades de tomar decisiones tanto sobre la sanidad como sobre otros temas acuciantes.

No obstante, a medida que se prolongue la crisis, algunos dirigentes quizá ordenen medidas restrictivas que sean lógicas desde el punto de vista de la salud pública en el apogeo de la crisis y, cuando descienda la enfermedad, las prorroguen con el deseo de aplastar la disidencia. Entre dichas medidas puede estar la prohibición indefinida de grandes concentraciones públicas —que muchos gobiernos ya han instaurado para impedir el contagio comunitario del coronavirus— para impedir manifestaciones públicas. Una vez más, aquí tenemos el precedente de la crisis del ébola en África Occidental: los grupos locales de la sociedad civil y los partidos de oposición aseguran que las autoridades prohibieron las concentraciones durante más tiempo del necesario para reprimir las protestas legítimas. Es posible que un presagio de lo que se avecina sea lo ya ocurrido en Hungría, donde el primer ministro, Viktor Orbán, ha logrado que el Parlamento apruebe el estado de excepción indefinido, que impone condenas de cinco años de cárcel para quienes divulguen informaciones falsas u obstruyan las medidas del Ejecutivo contra la crisis.

Las elecciones previstas para la primera mitad de 2020 seguramente van a tener que aplazarse, y tal vez incluso otras posteriores; aquí, también, por más que los motivos de salud pública sean válidos a corto plazo, es muy posible que exista la tentación de aprovechar el virus como pretexto para nuevos retrasos y para estrechar el espacio político. De hecho, es muy probable que haya razones prácticas para aplazar el voto en esos casos. Además de provocar complicaciones internas, la pandemia impedirá que acudan los equipos internacionales de asistencia electoral y, en los casos en los que estaba previsto, las misiones de observación. Sin embargo, los partidos de oposición sospecharán seguramente que ha habido juego sucio, sobre todo en países con escasa confianza política, inestabilidad reciente o un gobierno que tiene dudosa legitimidad o un historial de manipulación de los calendarios electorales.

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Zoom al discurso de Donald Trump donde se refiere al coronavirus como "virus chino", Washington, EE UU. Jabin Botsford/The Washington Post via Getty Images

También tenemos ejemplos de esto. La presidenta interina de Bolivia, Jeanine Añez, anunció el 21 de marzo que las elecciones presidenciales previstas para el 3 de mayo, con el objetivo de nombrar al sucesor de Evo Morales —derrocado por el Ejército después de unos controvertidos comicios en 2019—, se retrasarán hasta una fecha futura sin especificar. En Sri Lanka, la decisión de la Comisión Electoral de aplazar las elecciones parlamentarias por motivos de salud pública podría conceder al presidente Gotabaya Rajapaksa —un nacionalista de la línea dura, vinculado a violaciones de los derechos humanos de las minorías y los opositores políticos— mayores poderes. Aunque, al principio, Rajapaksa quería que los comicios siguieran adelante (por sus expectativas de obtener una victoria abrumadora), si se niega a volver a convocar al Parlamento mientras las elecciones estén suspendidas, podrían surgir controversias sobre la duración y la legalidad de su permanencia provisional en el Ejecutivo.

Algunos dirigentes también pueden considerar que la COVID-19 es una buena excusa para emprender aventuras desestabilizadoras en el extranjero, ya sea para desviar la atención nacional de los motivos de descontento o porque crean que van a encontrarse con poca oposición en medio de la crisis sanitaria mundial. Todavía no hemos visto ningún ejemplo, y existe el riesgo de que los analistas atribuyan ahora al coronavirus algunas crisis que, en realidad, se deben a otros factores. Aun así, mientras la pandemia tiene distraídas a las grandes potencias y las organizaciones multilaterales, es posible que algunos líderes supongan que pueden reafirmarse de maneras que, en otras circunstancias, les parecerían demasiado peligrosas. La oleada de ataques de las milicias chiíes patrocinadas por Irán contra objetivos estadounidenses en Irak puede formar parte de una campaña previa de Teherán para expulsar a EE UU de Oriente Medio. Pero, con las enormes presiones que están sufriendo las autoridades iraníes, el coste del coronavirus quizá pueda influir también en sus cálculos. Como escribimos con anterioridad, “si se siente acosado y sin una salida diplomática evidente, Irán puede llegar a la conclusión de que un enfrentamiento con Estados Unidos es lo único capaz de cambiar una trayectoria que se encamina en una dirección muy peligrosa”.

Del mismo modo, la crisis puede ofrecer a los grupos yihadistas oportunidades de lanzar nuevas ofensivas contra los gobiernos debilitados en África y Oriente Medio. Hasta la fecha, ni Daesh ni ninguna de las distintas filiales de Al Qaeda han mostrado una visión estratégica clara en relación con la pandemia (aunque el Estado Islámico ha distribuido entre sus militantes unas instrucciones de salud basadas en el Corán para evitar contraer la enfermedad). Sin embargo, como afirmó anteriormente Crisis Group, las fuerzas yihadistas tienden a “explotar el desorden”, a adquirir territorios y seguidores allí donde hay conflictos previos o cuando unos Estados débiles se enfrentan a la agitación social. Por ejemplo, Daesh aprovechó el caos reinante en Siria después de 2011 para obtener un grado de poder que en otras circunstancias habría sido imposible. Quizá la agitación social y política proporcione ahora oportunidades similares a otros actores yihadistas a medida que continúe la crisis. Por el contrario, es posible que los grupos que controlan franjas de territorio importantes —como Al Shabaab en Somalia— se encuentren ahora, como los gobiernos, con una marea de malestar público, si no logran controlar la epidemia.

 

¿Un punto de inflexión en las relaciones entre las grandes potencias?

Los posibles efectos de la COVID-19 en situaciones problemáticas concretas se agravan por el hecho de que el sistema mundial estaba ya en pleno reajuste. Por eso, la situación actual es diferente de otras todavía recientes. Cuando la crisis financiera provocó una crisis económica mundial en 2008, EE UU todavía tenía poder suficiente para determinar la reacción internacional a través del G20, aunque Washington tuvo mucho cuidado de incluir a Pekín en el proceso. En 2014, Estados Unidos se hizo cargo de la tardía respuesta multilateral a la crisis del ébola en África Occidental, con la ayuda de numerosos países, como Reino Unido, Francia, China y Cuba. Hoy, Estados Unidos —con un peso internacional ya muy debilitado— ha gestionado pésimamente su respuesta interna a la COVID-19, no ha conseguido unir a otros Estados y ha logrado despertar el resentimiento internacional. El presidente Donald Trump no solo ha insistido en el origen chino de la enfermedad sino que ha criticado repetidamente a la UE por gestionar mal su contención.

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Material para luchar contra el coronavirus enviado por China en el aeropuerto de Nairobi, Kenia.TONY KARUMBA/AFP via Getty Images

Por el contrario, Pekín, después de lidiar con las consecuencias del brote inicial, su costosa decisión inicial de ocultar información y su propia reacción desigual, y tras haber intentado en varios momentos culpar a Estados Unidos con una irresponsable campaña de desinformación, ahora ve en la crisis sanitaria la oportunidad  de adquirir más influencia sobre otros países con gestos humanitarios. Ha pisado el acelerador de su maquinaria diplomática para situarse en cabeza de la respuesta internacional a los posibles brotes generalizados de COVID-19 en el continente africano. El 16 de marzo, el multimillonario chino Jack Ma anunció que su fundación iba a proporcionar 20.000 tests, 100.000 mascarillas y 1.000 unidades de ropa protectora a cada uno de los 54 países africanos. Las donaciones se harán a través de Etiopía, y su primer ministro, Abiy Ahmed, Premio Nobel de la Paz en 2019, va a coordinar el reparto. El 19 de marzo, Pekín dio un paso diplomático más con el anuncio de los planes para construir un laboratorio de investigación del Centro Africano de Prevención y Control de las Enfermedades en Nairobi. Además, ha ofrecido ayuda a miembros de la UE, para acallar las críticas europeas a su gestión de la epidemia en Wuhan durante las primeras semanas.

En conjunto, a pesar de los llamamientos de la OMS a la unidad, la pandemia está adquiriendo un tono geopolítico divisivo. Algunos dirigentes lo han expresado claramente en esos términos. El presidente serbio, Aleksandar Vučić, ha declarado que, a falta de un apoyo real de la UE, “todas mis esperanzas personales están depositadas en China y su presidente”. Aunque Arabia Saudí, que preside en la actualidad el G20, ha convocado una cumbre virtual de líderes (parecida a la que ya ha celebrado el G7), la crisis puede aumentar las tensiones entre Washington, Pekín y otras potencias. Los expertos de la UE han advertido de que Rusia está difundiendo informaciones falsas sobre la COVID-19 en los países occidentales. Las disputas entre las grandes potencias para aprovechar el caos general no solo pueden complicar la cooperación técnica contra la enfermedad sino hacer que les sea más difícil ponerse de acuerdo sobre cómo abordar las discrepancias políticas que genere o agudice.

Más en general, el coronavirus y la lucha para acabar con él van a tener, sin duda, una enorme influencia en el tipo de orden multilateral que surja posteriormente. Es demasiado pronto para valorar esas repercusiones. Por ahora, podemos ver dos relatos opuestos que tienen cada vez más peso: uno cuya moraleja es que los Estados deben unirse para derrotar a la enfermedad y otro cuya moraleja es que los países deben mantenerse separados para protegerse mejor de ella. Además, la crisis es una forma brutal de comprobar las afirmaciones de los Estados liberales y los iliberales sobre cuál es la mejor forma de afrontar el malestar social extremo. A medida que evolucione la pandemia, no solo pondrá a prueba la capacidad operativa de organizaciones como la ONU y la OMS, sino también los supuestos básicos sobre los valores y los acuerdos políticos que las sustentan.

 

Oportunidades que hay que aprovechar

Aunque las señales de alerta vinculadas al coronavirus son importantes, también hay atisbos de esperanza. La dimensión de la epidemia abre la posibilidad de gestos humanitarios entre rivales. Por ejemplo, los EAU han transportado más de 30 toneladas de ayuda humanitaria a Irán para apoyar la luchar contra el virus (Bahréin, en cambio, aprovechó la oportunidad para acusar a la República Islámica de “agresión biológica”). Otros países que mantienen relaciones más estrechas con Teherán, como Kuwait y Qatar, también han proporcionado ayuda. El presidente Trump escribió al líder norcoreano, Kim Jong-un, para expresar su voluntad de apoyar a Pyongyang a combatir la enfermedad, a lo que Kim respondió con un mensaje de agradecimiento. A pesar de cerrar la frontera con Venezuela, el Gobierno colombiano también ha tenido su primer contacto con Caracas en más de un año, a través de la teleconferencia organizada por la Organización Panamericana de la Salud para discutir sobre una respuesta sanitaria conjunta en las zonas fronterizas. Asimismo, los políticos antichavistas han mostrado ciertos signos de estar dispuestos a colaborar con sus rivales para afrontar la crisis, como ha ocurrido en el estado fronterizo de Táchira.

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Control de temperatura a ciudadanos venezolanos en la frontera con Colombia. SCHNEYDER MENDOZA/AFP via Getty Images

Otros dos ejemplos: en el Cáucaso, EE UU ha enviado su primer paquete de ayuda en más de un decenio a la región georgiana secesionista de Abjasia para ayudar a luchar contra la COVID-19, a pesar de que las autoridades abjasias están coordinándose con Moscú, y no con Tiflis, para abordar el problema. En Filipinas, el presidente Rodrigo Duterte, habitualmente militarista, ha anunciado un alto el fuego unilateral de un mes en su enfrentamiento con los rebeldes comunistas, para que las fuerzas gubernamentales tengan tiempo de centrarse en la pandemia.

Estas medidas positivas son relativamente pequeñas. Pero, a medida que se extienda la devastación y se contraigan las economías, es posible que aumenten las presiones sobre los gobiernos y los grupos de oposición para que encuentren puntos de acuerdo y, de esa forma, haya más estabilidad y sea posible recibir ayuda internacional. Los estudios académicos muestran que la reacción de las partes de un conflicto ante las catástrofes naturales consiste, con frecuencia, en llegar a acuerdos para reducir la violencia. Quizá ahora se aplique una dinámica semejante ante el coronavirus, aunque la dimensión de la crisis y su incipiente repercusión en la diplomacia internacional pueden hacer que a los mediadores externos y las organizaciones multilaterales les sea más difícil sostener los esfuerzos pacificadores que en épocas de normalidad.

Este mismo mes, Crisis Group instó a Estados Unidos e Irán a que aprovecharan la oportunidad para llegar a un acuerdo beneficioso para ambos: Teherán pondría en libertad a todos sus prisioneros extranjeros o con doble nacionalidad (que corren un peligro genuino de contraer la enfermedad en las prisiones iraníes) y Washington relajaría sus sanciones (que están agravando la crisis humanitaria que sufre Irán debido a su mala gestión de la epidemia). Desde entonces, Teherán ha hecho concesiones respecto a los prisioneros: ha intercambiado a un preso francés por otro iraní detenido en Francia y ha permitido que un británico-iraní saliera de la cárcel de manera temporal. Washington dijo que estaba dispuesto a enviar ayuda humanitaria, pero las autoridades de la República Islámica se apresuraron a rechazar el ofrecimiento por considerarlo hipócrita, puesto que las sanciones continúan en vigor. El Líder Supremo, el ayatolá Alí Jameneí, ha apelado a teorías de la conspiración que culpan a EE UU de la enfermedad.

 

Posibles medidas para mitigar la pandemia

Pensando en el futuro, los gobiernos tendrán que decidir si quieren respaldar estrategias de más cooperación para abordar la crisis, no solo como problema de salud pública sino también como reto político y de seguridad. Todos los líderes sufren presiones para dedicar su atención, su dinero y su capital político a las prioridades nacionales y, en particular, para que hagan caso omiso de los riesgos de conflicto en Estados débiles que pueden parecer difíciles de resolver o, sencillamente, no lo bastante importantes como para preocuparse por ellos. Pero llegará el día de después y, si no se aborda con prudencia el periodo que se avecina, es posible que se produzcan grandes conmociones en zonas ya asoladas por las guerras, que estallen nuevos focos de violencia y que nos encontremos con un sistema multilateral mucho más frágil todavía. Además de vigilar las tendencias negativas y positivas que hemos escrito, Crisis Group va a estar pendiente de si los Estados y las instituciones multilaterales toman las medidas preventivas y atenuantes necesarias para limitar los efectos de la pandemia en la paz y la seguridad.

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Un grafiti en la azotea de un apartamento en Atenas, Grecia, que pide que los ciudadanos se queden en casa. ARIS MESSINIS/AFP via Getty Images

Con ese ánimo, y para reducir la posibilidad de que la COVID-19 engendre una nueva generación de crisis de seguridad, los gobiernos que deseen limitar los efectos de la pandemia tendría que pensar en tomar medidas.

En primer lugar, deberían seguir las evaluaciones de necesidades de la ONU, el Comité Internacional de la Cruz Roja y otros organismos interesados e invertir unos fondos cruciales para la lucha contra el coronavirus en ayuda humanitaria, especialmente para los refugiados y los desplazados internos, sin olvidar que es mucho mayor el peligro para las mujeres desplazadas; por otro lado, tendrían que colaborar con la ONU, el FMI y el Banco Mundial —que ya han empezado a movilizar fondos para abordar las deficiencias de los sistemas de salud y las conmociones económicas derivadas de la COVID-19— con el fin de evaluar los perjuicios sociales y políticos debidos a la pandemia que puedan sufrir los gobiernos de Estados débiles y ofrecer ayuda económica y medidas de alivio de la deuda; es importante también ofrecerse a rebajar, por motivos humanitarios, las sanciones a los Estados afectados por la pandemia, a través de marcos multilaterales como la UE o la ONU o mediante la suspensión de las sanciones unilaterales, en la medida que sea apropiado y aunque solo sea temporalmente, y eliminar todos los obstáculos al envío de bienes y servicios humanitarios; por otra parte, hay que intentar mantener activos los procesos de paz y de prevención de conflictos mediante la cooperación con los enviados de Naciones Unidas y otros mediadores para, por ejemplo, lograr que siga habiendo comunicaciones digitales seguras con todas las partes del conflicto; además, cuando las autoridades retrasen las elecciones u otros comicios por razones legítimamente relacionadas con la COVID-19, habría que ofrecer ayuda externa —por ejemplo, declaraciones de ayuda electoral mayor de la habitual cuando remita la enfermedad o una labor diplomática discreta entre las partes— para garantizar a los ciudadanos que, con el tiempo, las elecciones se celebrarán; también es relevante que cuando sea posible, se establezcan o refuercen las vías discretas de conversación entre los Estados y los actores no estatales más afectados por la crisis, con el objetivo de comunicarse a propósito de los posibles riesgos de escalada en zonas de tensión; por último, habría que invertir en campañas dirigidas por la OMS, medios independientes, ONG y la sociedad civil para comunicar informaciones imparciales sobre la COVID-19 en Estados frágiles, con el fin de contrarrestar los rumores y las manipulaciones políticas durante la crisis y mantener la atención sobre conflictos que puedan necesitar ayuda internacional.

La pandemia amenaza con ser larga y agotadora. Hará más difícil el trabajo de la diplomacia, especialmente la diplomacia de crisis. Pero es fundamental mantener intactos los canales de comunicación —y el espíritu de cooperación— en un periodo en el que el sistema internacional parece más a punto que nunca de fragmentarse.

El texto original en inglés fue publicado en International Crisis Group. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia