Manifestante con el símbolo de la paz durante una manifestación en Roma, Italia. (Stefano Costantino/Getty Images)

Por qué el mundo de hoy habla más de guerra que de cómo reconstruir la paz.

Uno de los fenómenos menos advertidos y más preocupantes de la actualidad internacional es el avance persistente de las amenazas a la seguridad de las personas. La consolidación de la guerra, el aumento de conflictos de diversa naturaleza, de la represión y de las violaciones de los derechos humanos; la proliferación de la ciberdelincuencia o la normalización de un lenguaje más violento en las redes y el debate público, son algunos ejemplos de un fenómeno que, por primera vez en muchos años, afecta a todas las regiones del planeta. Esta regresión silenciosa hacia un mundo más embrutecido choca con nuestra percepción de la paz como una asignatura superada, y reclama una atención que, hoy por hoy, no está recibiendo

Una de las preguntas más difíciles de responder y argumentar es si todavía vivimos en un periodo de paz. Recuerdo como esa duda quedó muy bien plasmada en una entrevista que se realizó al ex alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad Común, Javier Solana, durante uno de los primeros días de bombardeos sobre Ucrania. No tanto por las palabras dichas, sino por la genuina mezcla de preocupación y desconcierto de una persona a la que se le presume la experiencia y el conocimiento para proporcionar un diagnóstico más elaborado, pero que no puede fingir estar menos desorientado que los demás, desprovisto de información ante la avalancha de preguntas sobre las que no había respuesta, y buscando refugio en una creencia compartida (“es que la guerra no es algo de nuestro tiempo”), esa que ni explica ni tranquiliza.

Más allá de la persona, Javier Solana simboliza una generación sorprendente. Herederos de una paz frágil y una guerra fría, practicaron durante décadas equilibrios malabares sobre la piel de un mundo que, aunque parezca difícil creerlo, estaba más tensionado que el que tenemos hoy. Lo hicieron tejiendo fórmulas de entendimiento que lograron ganar adeptos y enormes avances en la seguridad colectiva, el desarrollo y los derechos humanos. Tanto que hasta lograron apuntalar temporalmente una gran anomalía histórica: convertir la guerra, y especialmente la guerra entre estados, en una excepción. Todas esas son cosas que mi generación ha disfrutado y casi nunca agradecido. Ni siquiera reconocido. 

Las dudas que se manifestaron en aquella entrevista me parecieron mucho más honestas y más lúcidas que la aportación del considerable número de analistas que, desde entonces, sientan cátedra en diferentes tertulias acerca de la guerra. Un tema sobre el que, objetivamente, casi ninguno tiene ninguna experiencia, y en el que se aprecia una inclinación preocupante a divagar sobre geopolítica y estrategia en vez de responder de manera directa a la preocupación latente que trasciende Ucrania, y que todavía no hablamos abiertamente. 

¿Y si la guerra sí es algo de nuestro tiempo? 

Más allá de Ucrania, un vistazo al estado del mundo muestra cómo el virus del conflicto, la violencia y la inseguridad amerita ya el alias de una nueva epidemia. Una que se propaga sin que parezcamos poder hacer mucho por evitarlo, a través de múltiples formas, algunas resucitando un pasado que considerábamos más que enterrado. 

El líder comunitario Nertil Marcelin reparte machetes como medida de defensa contra las bandas criminales en Port-au-Prince, Haiti. (Guerinault Louis/Getty Images)

La lista incluye golpes militares, como los de Sudán, Chad, Malí, Guinea, Myanmar y Burkina Faso (a los que hay que sumar los intentos fallidos en Níger, Guinea Bissau, Gambia y Santo Tomé y Príncipe); las guerras civiles en Etiopía, Somalia, Siria, Yemen, Libia, República Centroafricana; los procesos de insurgencia terrorista en Irak, Malí, Nigeria, Mauritania, Chad, Mozambique y Camerún; la consolidación de dictaduras parlamentarias al estilo de Nicaragua o Venezuela; el aumento de modelos autoritarios cada vez más represivos como Camboya, Tailandia, Ruanda, Uganda, Vietnam, Egipto, China, Rusia, Bielorrusia, Turquía o Bangladesh; la inacabable guerra contra el narcotráfico en países como México y Colombia; el aumento incontrolable de la violencia en Haití, Honduras o Costa de Marfil; la repetición de conflictos no terminados como el de Armenia y Azerbaiyán; el potencial explosivo del descontento social en Irán y Pakistán; la combinación de todo lo que puede ir mal en Afganistán o el Sahel; o, lo único que nos faltaba, la escalada del enfrentamiento entre Estados Unidos y China en Taiwán. 

Esta lista, lejos de presentar un inventario completo, muestra los síntomas de un mal mayor, un proceso de involución y embrutecimiento desconcertante, imposible de acometer con los medios que tenemos, y con ramificaciones imprevisibles. 

Podemos entenderlo mejor a través de un escaneo rápido de tendencias básicas, muy fáciles de visualizar, sobre las que existen datos actualizados, y que confirman que, a nivel global, estamos alcanzando la velocidad de crucero hacia un subdesarrollo moral profundamente desalentador. Las siguientes cuestiones describen algunas de esas tendencias: ¿es posible que haya aumentado de forma continuada la violación de los derechos de la infancia, incluyendo su integración forzosa en grupos armados?; ¿que se niegue a las víctimas el acceso a lo humanitario o se amenace a la acción humanitaria por realizar su trabajo?; ¿que haya cada vez más torturados y desaparecidos por el mero hecho de participar en una manifestación?; ¿que el acceso a la información o el periodismo independiente esté amenazado en más del 70% de los países?; ¿qué las amenazas en ciberseguridad hayan aumentado en más de un 300% en un solo año?; ¿que hayamos vuelto a hablar de la posibilidad de un ataque nuclear? 

Hablar de paz

Ese escenario de amenazas reales y latentes es una de las características más insidiosas del mundo de hoy. El gran abanico de opciones que despliega la guerra, desde la construcción gradual del enfrentamiento y la hostilidad hasta el uso de las armas, y el estado mental que la estimula y acompaña, llevan años reinstalándose con éxito en un momento de la historia en el que no pensábamos que esto fuese posible.

Cartel pacifista con la bandera de Ucrania en una tienda Steyning, Reino Unido. (Andy Soloman/Getty Images)

Para empezar a hacerle frente nos faltan tres ingredientes elementales. El primero es un conocimiento y una sensibilidad más desarrollada sobre este nuevo fenómeno. “La guerra en tiempos de paz” podría ser el título de una serie documental sobre causas, motivaciones, formas y consecuencias de diferentes tipos de conflictos, que nos ayudasen a entender mejor cómo hemos llegado hasta aquí y sus posibles implicaciones. El segundo, esencial, es recuperar un necesario sentido de la autocrítica. En este ejercicio no debería faltar Francis Fukuyama y su predicción de que la democracia liberal era el resultado natural de la historia. Tampoco la industria de académicos, think tanks y publicaciones fecundados por la misma soberbia. Por último, reinvertir esfuerzos en un debate mucho más vigoroso y convencido sobre cómo reparar esta situación, contrastando las capacidades y recursos que tenemos con todo lo que nos hace falta. 

Desafortunadamente, nada de eso está ocurriendo. Por un lado, se alimenta a la opinión pública con dosis notables del morbo que a muchos les producen las tácticas militares, las armas y el lenguaje de la hostilidad y el enfrentamiento. Por otro, abundan las alusiones petulantes a la multipolaridad y a la necesidad de autonomía estratégica, algo que bascula entre lo aspiracional y lo delirante, y que en ningún caso ofrece una solución creíble a un problema que está volviéndose sistémico. 

Hoy el mundo habla más de guerra que de cómo reconstruir la paz. Hablar de paz suena bisoño, a plegaria de seminarista o a activista inexperto. Y, sin embargo, sabemos que la paz es el único sustrato éticamente válido y compartido para construir con confianza el futuro.

El pasado reciente sí fue mejor

Hace un poco más de un año mirábamos el futuro inmediato con la esperanza del principio de la reconstrucción postcovid. Era una visión en positivo, plagada de cautelas y consciente de los retos, pero deseosa de un horizonte que, al menos, nos ofreciese un respiro. Esa mirada llevaba implícita la esperanza de haber aprendido algo del impacto de la pandemia. Por ejemplo, del efecto dominó que acompaña a muchos riesgos globales; de su capacidad para enquistarse si no se afrontan a tiempo y, especialmente, de la necesidad de pensar un poco más como planeta, y fomentar soluciones sistémicas, racionales y mucho más eficaces.  

Eso no ha pasado, y mucho me temo que, en este caso, también llegaremos tarde a esa aspiración ampliamente debatida y escasamente practicada de las relaciones internacionales: la responsabilidad de proteger a las personas. La seguridad humana vuelve a llamar a la puerta, con una maleta llena de complicaciones que amenazan con ir deteriorando aún más algunos de los grandes avances logrados durante las últimas décadas. 

Como planeta seguimos suspendiendo a la hora de demostrar que poseemos algún tipo de inteligencia colectiva para afrontar asuntos que nos afectan a todos. Más bien, presentamos síntomas de atravesar un gran trastorno disociativo en un número considerable de desafíos, incluyendo este, en el que discursos, compromisos, prioridades, argumentos, capacidades y recursos no casan, que nos incita a rehuir un diálogo mínimamente creíble, capaz de proveer soluciones eficaces a problemas que difícilmente van a desaparecer por sí solos. Más allá de los grandes discursos y declaraciones, la acción exterior tapa agujeros, falto de ideas, recursos y ánimo para afrontar nuevos retos, y las instituciones internacionales, garantes de la paz y los derechos humanos, se afanan en hacerse oír, relegadas a un plano en el que hasta la idea más brillante tiene una repercusión escasa. 

Al principio de este artículo he hecho una alusión deliberada a una generación anterior. Nuestra propensión a especular acerca del futuro nos hace olvidar que las últimas décadas proveen un repositorio extraordinario de cosas que se han hecho bien y han promovido avances incomparables a muchos de los desafíos que encontramos hoy. Haríamos bien en recuperarlas. Y, si es posible, reencontrarnos con el espíritu y el lenguaje, también de esa generación que nos va dejando, que inspiró el comienzo de la carta fundacional de la Unesco: “que, puesto que las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz”.