La invasión rusa de Ucrania sacudió al mundo. Pero, como muestran nuestras previsiones para 2023, hay varias crisis más al acecho.

¿Invadirá o no? El año pasado por estas fechas, esa era la pregunta. El presidente ruso, Vladimir Putin, había concentrado casi 200.000 soldados en la frontera de Ucrania. Los servicios de inteligencia estadounidenses advirtieron de que Moscú estaba preparándose para una guerra total. Todos los indicios hacían pensar que iba a producirse un ataque, excepto uno: que parecía impensable.

Desde luego, Rusia había atacado Ucrania en 2014 y en la primavera de 2021 había hecho un ensayo general de invasión, con una acumulación de tropas en la frontera para luego enviarlas a casa. Putin parecía cada vez más irritado por la negativa de Kiev a someterse a su voluntad. Se burlaba sin reservas de la identidad nacional y la soberanía ucranianas. No obstante, cuando las fuerzas rusas comenzaron la invasión, nos estremeció que, en 2022, una potencia nuclear intentara conquistar un país vecino en un acto de agresión no provocado.

Y además de la destrucción causada en Ucrania, la guerra ha proyectado su enorme sombra sobre el mundo entero.

Para Rusia, hasta ahora, el conflicto ha sido desastroso. Por el momento, una ofensiva que en teoría iba a someter a Ucrania, debilitar a Occidente y fortalecer al Kremlin ha hecho todo lo contrario. Ha impulsado el nacionalismo ucraniano y ha empujado a Kiev hacia Europa. Ha dado un nuevo ímpetu a una OTAN que estaba a la deriva. La incorporación de Finlandia y Suecia a la Alianza, que parece ir por buen camino, transformará drásticamente el equilibrio de fuerzas en el norte de Europa y aumentará a más del doble las fronteras de Rusia con Estados miembros de esta organización. La guerra ha puesto en evidencia las debilidades del Ejército ruso que las operaciones de Siria (2015) y Ucrania (2014 y 2015) habían disimulado. Ha revelado una determinación y una competencia por parte de Occidente que los fiascos de Afganistán, Irak y Libia habían emborronado (aunque seguramente las cosas podrían haber sido diferentes si Estados Unidos hubiera tenido a otro presidente).

Pero la guerra no ha terminado, ni mucho menos. La economía rusa se ha adaptado a las graves sanciones occidentales. El Kremlin parece convencido de que Rusia puede resistir. Moscú aún podría forzar un mal acuerdo y sentar un preocupante precedente para futuras agresiones en otros lugares. Si, por el contrario, Putin se siente realmente en peligro, por los avances ucranianos o por otras razones, no es imposible —es poco probable, pero no debemos descartarlo por completo— que utilice un arma nuclear como última baza. Pase lo que pase en Ucrania, todo indica que Occidente y Rusia van a seguir dependiendo de que no haya el más mínimo error de cálculo para no caer en la confrontación directa.

Para China, la guerra ha sido sobre todo un quebradero de cabeza. A pesar del apoyo público del presidente Xi Jinping a Putin y de que el comercio entre ambos países ha continuado y ha ayudado a Rusia a esquivar las sanciones, la ayuda material de Pekín ha sido mediocre. Xi Jinping no ha enviado armas. Las dificultades y las bravatas nucleares del líder ruso parecen inquietarle. El gigante asiático no quiere perjudicar a Moscú y seguramente no obligará a Putin a llegar a un acuerdo. Pero tampoco desea provocar a las capitales occidentales siendo cómplice de la invasión. Observa con cautela a los aliados de EE UU en Asia que están reforzando sus defensas y parecen aún más deseosos de mantener a Washington cerca, aunque deseen conservar el acceso a los mercados chinos. La guerra ha intensificado el miedo a un ataque chino contra Taiwán. Pero la invasión, que a Pekín le parecía demasiado arriesgada a corto plazo ya antes de la guerra de Ucrania, ahora parece —al menos de momento— todavía menos probable. China es muy consciente de las enormes sanciones impuestas a Rusia. Y de los fracasos de Moscú en el campo de batalla.

En cuanto a la relación que va a dominar las próximas décadas, entre Estados Unidos y China, la guerra entre Rusia y Ucrania no ha cambiado las cosas importantes. La visita a Taiwán en agosto de la presidenta de la Cámara de Representantes de EE UU, Nancy Pelosi, irritó a Pekín, pero la reunión celebrada tres meses después entre el presidente estadounidense, Joe Biden, y Xi significó la reanudación del diálogo. Sin embargo, la rivalidad sigue estando presente en la política exterior de ambos países. Los designios chinos sobre Taiwán no van a ninguna parte. Aunque las dos mayores economías del mundo siguen teniendo lazos estrechos, la disociación ya ha comenzado.

La guerra ha sacado a relucir la influencia y la autonomía de las potencias medias no occidentales. Turquía, que hace tiempo que mantiene un difícil equilibrio entre su pertenencia a la OTAN y sus lazos con Moscú, ha mediado, junto con Naciones Unidas, con el fin de lograr un acuerdo para llevar el cereal ucraniano a los mercados mundiales a través del Mar Negro. La iniciativa llega después de años de demostraciones de fuerza de Turquía en el extranjero, como su contribución a inclinar la balanza en el campo de batalla en Libia y el sur del Cáucaso y la ampliación de la venta de drones. Para Arabia Saudí, la abrupta retirada del petróleo ruso del mercado fue una bendición. Forzó una visita de Biden, que al tomar posesión de su cargo había prometido evitar los contactos con el príncipe heredero saudí Mohammed bin Salman. Riad, junto con otros productores de crudo, decidió mantener los precios altos, para indignación de Washington. India, al mismo tiempo socio de seguridad de EE UU y gran comprador de armas rusas, ha seguido adquiriendo petróleo ruso y ha reprendido a Putin por sus bravuconadas nucleares. No hay ningún movimiento no alineado propiamente coordinado. Pero las potencias medias están viendo que tienen margen para trazar su propio rumbo y, mientras que a casi ninguno le gusta la rivalidad entre superpotencias, todos están dispuestos a aprovechar las oportunidades que brinda la multipolaridad.

En otros lugares del sur del planeta, la guerra ha levantado ampollas. La mayoría de las capitales no occidentales votaron contra la agresión rusa en la Asamblea General de la ONU, pero pocas han condenado públicamente o han impuesto sanciones a Putin. Muchos tienen motivos —sobre todo comerciales, pero también de vínculos históricos o porque necesitan utilizar a mercenarios del Grupo Wagner, patrocinado por el Kremlin— para no romper con Moscú. Consideran que elegir un bando o asumir los costes de una guerra que muchos creen que es un problema de Europa va en contra de sus intereses. También interviene su frustración con Occidente, ya sea por el acaparamiento de vacunas contra la COVID-19, la política migratoria o la injusticia climática. Muchos creen que se aplica un doble rasero al indignarse por Ucrania, vistas las intervenciones de Occidente en otros lugares y dado su historial colonial. Además, muchos dirigentes del sur global creen, sobre todo en relación con las sanciones, que los gobiernos occidentales han puesto la lucha contra Rusia por delante de la economía global.

De hecho, fuera de Europa, las mayores repercusiones de la guerra son económicas. El nerviosismo financiero desencadenado por la invasión y el anuncio de sanciones sacudió unos mercados que ya habían sufrido las turbulencias de la COVID-19. Los precios de los alimentos y los combustibles se dispararon, lo que provocó una crisis del coste de la vida. Aunque los precios han bajado posteriormente, la inflación sigue disparada y está agravando los problemas de endeudamiento. La pandemia y la crisis económica son dos amenazas que se refuerzan mutuamente, igual que el cambio climático y la inseguridad alimentaria, y todas ellas pueden causar estragos y alimentar el malestar en los Estados vulnerables. En la lista de este año, un buen ejemplo es Pakistán. Pero hay muchos países en situación similar.

¿Ha ofrecido 2022 algún motivo para ser optimistas al empezar este año? Dada la angustia que vive Ucrania, encontrar algo positivo en la guerra puede parecer perverso. Pero, si Kiev hubiera luchado menos, si Occidente hubiera estado menos unido de lo que ha estado con Biden al frente y si Rusia se hubiera impuesto, Europa, y seguramente el mundo entero, estarían en una situación más peligrosa. Además, Putin no ha sido el único líder despótico que ha tenido un mal año. También han salido perdiendo varios populistas cuyas políticas habían sembrado enorme discordia en los últimos años. Jair Bolsonaro cayó derrotado en Brasil. El expresidente estadounidense Donald Trump parece, en estos momentos, una figura menguada. Marine Le Pen no consiguió la presidencia de Francia. En Italia, donde los populistas sí obtuvieron el poder, han girado bastante hacia el centro una vez en el cargo. El populismo de extrema derecha no ha desaparecido, pero algunos de sus defensores han sufrido reveses. Además, la diplomacia multilateral ha salido bastante bien parada. A pesar de sus drásticas discrepancias, China, Rusia y las potencias occidentales consideran todavía, en general, que el Consejo de Seguridad de la ONU es un foro en el que gestionar las crisis no relacionadas con Ucrania. Un acuerdo que quizá ponga fin a la terrible guerra de Etiopía y unas relaciones más cordiales entre Colombia y Venezuela demuestran que la paz puede avanzar en otros lugares a pesar de la guerra en Europa.

Sin embargo, en su conjunto, 2022 ha sido inquietante, más aún en la medida en que es el último en una serie de años perturbadores. La pandemia trastocó la vida en gran parte del planeta. Poco antes, una turba enfurecida había asaltado el Capitolio de Estados Unidos. En ciertas partes del mundo, las temperaturas amenazan la supervivencia humana. Ahora se libra una gran guerra en Europa, su arquitecto habla de escalada nuclear y varios países pobres afrontan una crisis de deuda, una hambruna y unas condiciones meteorológicas extremas. Ninguno de estos acontecimientos se ha producido de forma inesperada y, sin embargo, hace unos años nos habrían dejado atónitos. Además, se producen en un momento en el que la cifra de muertos en conflictos se ha multiplicado y hay el mayor número de personas desplazadas o hambrientas, muchas de ellas debido a algún conflicto armado, desde la Segunda Guerra Mundial.

Entonces, en 2023, ¿entrarán en guerra las grandes potencias o se romperá un tabú nuclear de casi 80 años? ¿Las crisis políticas, las dificultades económicas y el cambio climático provocarán un hundimiento social, no solo en algunos países, sino en todo el mundo? Las respuestas más pesimistas a las grandes preguntas de este año parecen inverosímiles. Ahora bien, después de los últimos años, sería una imprudencia descartar lo inimaginable.

La versión original y en inglés puede consultarse en International Crisis Group. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.