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Dos niñas trabajan moviendo ladrillos en Bangladesh. NurPhoto/NurPhoto via Getty Images

Aunque frecuentemente ignorada, existe una retroalimentación entre la subida de temperaturas a escala global y los más de cuarenta millones de personas explotadas en el mundo. Ambos fenómenos operan bajo una similar lógica de cosificación, aupada por el modelo extractivista y al amparo de la falta de voluntad política.

Por un lado, una ristra de titulares informando de que están en peligro de extinción los glaciales en Perú, uno de los países más vulnerables al cambio climático. Por otro lado, los estudios que ahondan en la migración forzada que sufre buena parte de la juventud peruana del campo a los centros urbanos, allí donde más expuesta está a la explotación. Por un lado, el cambio climático como el gran desafío socioambiental de causas y consecuencias múltiples, entre las que cada vez tienen menos espacio las posturas negacionistas. Por otro lado, el debate no menos cruel sobre la esclavitud moderna en torno a un dato mundial demoledor: más de cuarenta millones de seres humanos sufren en la actualidad alguna forma de explotación.

Tras un primer rastreo entre artículos mediáticos e informes académicos, el cambio climático y la esclavitud aparecen como dos universos contemporáneos urgentes y vitales, pero sin apenas conexiones entre sí. ¿Y si en realidad fueran las dos caras de una misma moneda? esglobal ha hablado con las principales referencias a la hora de abordar dicha cuestión y, más allá de los matices, la unanimidad es aplastante: demasiadas veces se pasa por alto la existente retroalimentación entre ambos fenómenos.

Por un lado, el cambio climático. Porque el clima de la Tierra nunca ha estado estático. La temperatura media de la superficie terrestre ha aumentado aproximadamente 0,8 grados centígrados en el último siglo, en buena parte por el incremento de las emisiones de dióxido de carbono (CO2) y de otras que también provocan el efecto invernadero. Una realidad de causas antropológicas (nueve de cada diez artículos científicos subrayan el peso de la actividad humano detrás de las cifras) y de consecuencias principalmente gravosas para las personas más vulnerables, mujeres y jóvenes además de los sectores empobrecidos.

Por otro lado, la esclavitud moderna. Porque han pasado ya más de doscientos años desde que en 1791 se produjeron las revueltas en la entonces colonia francesa de Saint-Domingue (la actual Haití), en lo que se considera el primer gran levantamiento frente al sistema esclavista, pero todavía hoy 40,3 millones de personas (24,9 millones en trabajos forzosos y 15,4 millones en matrimonios forzosos) sufren privaciones de su dignidad mediante una u otra forma de control de sus cuerpos. Así lo refleja el Índice Global de Esclavitud (GSI, por sus siglas en inglés), una estimación elaborada por la Walk Free Foundation, que desglosa las cifras por género (destaca el 71% de mujeres); por grupo etario (10 millones de niñas y niños); y por continente (30,4 millones en Asia y 9,1 millones en África); aportando además otros datos significativos: 1,5 millones de seres humanos sufren esclavitud en los países etiquetados como "desarrollados" y 4,1 millones de personas son explotadas por esquemas gubernamentales. Sin olvidar, la trata con fines de explotación sexual.

Entre ambos lados, haciendo las veces de puente, “existe una relación directa entre el cambio climático y muchas, aunque no todas, de las formas de esclavitud”, sentencia Kevin Bales, profesor de Esclavitud Moderna en la Universidad de Nottingham y uno de los responsables del GSI. Cofundador de la ONG estadounidense Free the Slaves, sus trabajos son los más citados a la hora de tratar esta vinculación, principalmente, dos de sus últimos libros: Disposable People: New Slavery in the Global Economy (Gente desechable: nueva esclavitud en la economía global, de 1999, aunque revisado por última vez en 2012) y Blood and Earth: Modern Slavery, Ecocide and the Secret to Saving the World (Sangre y tierra: esclavitud moderna, ecocidio y el secreto para salvar el mundo, de 2016).

 

Una retroalimentación ¿directa o indirecta?

La esclavitud no es una cuestión pretérita ni tampoco un fenómeno de dirección única, motivo por el cual Bales prefiere hablar de nueva esclavitud o de esclavitud moderna, con características comunes entre las que destaca el carácter desechable de las personas esclavizadas. La ONG británica Anti-Slavery International establece en este sentido varias formas de esclavitud moderna, entre las que destacan el trabajo forzado, la servidumbre o trabajo por deudas, el tráfico humano, la esclavitud heredada, la infantil y los matrimonios forzados.

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Francisco Rodrigues dos Santo, que fu esclavo, se quita los zapatos, Brasil. Mario Tama/Getty Images

Así explica Bales el círculo vicioso en el que centra su trabajo: “El cambio climático empuja a la gente a migrar, es decir, los desastres climáticos generan refugiados climáticos. Y estas personas son extremadamente vulnerables al hambre, a las enfermedades y, en su desesperación, también a la esclavitud. Al mismo tiempo, son a veces atraídos por o empujados a desempeñarse en trabajos extremadamente perjudiciales para el medio ambiente”. Pone el ejemplo de quienes son esclavizados a talar zonas forestales protegidas de la Amazonia, además de en África y en el Sureste Asiático. “Esa devastación forestal termina expulsando a la gente local y a los pueblos indígenas, que pasan a convertirse en refugiados y el círculo vicioso vuelve a empezar”, prosigue. El discurso de Bale refleja una y otra vez esa espiral viciosa: “Es un problema circular que se retroalimenta: la esclavitud destruye el medio ambiente, lo que a su vez provoca que las personas sean vulnerables ante la esclavitud, lo que las obliga a destruir la naturaleza… y así sucesivamente”.

La investigadora del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia de la Universidad de Chile Anahí Urquiza explica los dos sentidos en los que se mueve esta pescadilla que se muerde la cola: “Primero, el cambio climático es consecuencia de la emisión de gases de efecto invernadero, que se emiten por los combustibles fósiles requeridos para múltiples procesos productivos que se sostienen en formas de esclavitud moderna (explotación de minerales, confección de textiles e industria manufacturera, entre otros). Y segundo, las consecuencias del cambio climático y el deterioro de ciertos territorios empujan a las personas a migrar, lo que conlleva el trabajo precarizado que en algunos casos extremos termina en formas de esclavitud”.

Se trata de una secuencia causa-efecto-causa-efecto, hasta ahora interminable, que matizan expertos como Christopher O’Connell, investigador de la Dublin City University y colaborador de Anti-Slavery International: “Estrictamente hablando no hay una relación directa, en el sentido de que el cambio climático no desemboca directamente en la esclavitud humana. Sin embargo, sí crea toda una serie de vulnerabilidades e impactos de forma particularmente severa en aquellas personas que presentan un mayor riesgo de ser explotadas”. Desde el otro lado del teléfono menciona específicamente a las mujeres y a los grupos indígenas, “todos ellos más expuestos a la explotación laboral y también a la sexual”.

 

Idéntica lógica de dominio y cosificación

El debate quedó reflejado en la conferencia "Ecocidio y esclavitud: una conexión ontológica para un cambio de paradigma", celebrada el pasado mes de diciembre en Santiago de Chile. Convocados por la Fundación Libera, un nutrido panel de personas expertas ahondó en los vínculos entre la esclavitud moderna y el cambio climático en el actual modelo capitalista. Como telón de fondo del encuentro se planteó la encrucijada civilizatoria de una crisis ética que estimula los valores de la competencia, el individualismo y la acumulación, sobre la colaboración, la reflexión y el cuidado mutuo.

Para explicar esta segunda variable, la presidenta de Libera, Carolina Rudnick, llama la atención sobre “una forma de vinculación con el otro, sea la naturaleza u otro ser. Es una relación de dominación y un impulso de destrucción, donde la relación con ese otro es de dueño-cosa, donde el otro es una cosa separada irreductiblemente de mí. Hay una ética identificable en ambos fenómenos: la ley del más fuerte que autoriza el egoísmo, el individualismo y la competencia como actitud que utiliza la destrucción y la muerte como medio. Es posible trazar una cosmovisión dominante y esa es su conexión clave: quien desprecia a los seres humanos, muy probablemente, desprecia a la naturaleza porque, en definitiva, desprecia la vida”.

Una misma lógica sostienen ambas formas de cosificación, la de la naturaleza y la de los seres humanos. “La racionalidad que permite la explotación indiscriminada de los recursos naturales es la misma que permite concebir el trabajo de otros como propiedad de unos pocos”, corrobora Urquiza.

 

Causas y responsables compartidos: extractivismo y falta de voluntad política

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Personas y niños trabajando en terribles y peligrosas condiciones en Burkina Faso. Veronique de Viguerie/Getty Images

La articulación entre el cambio climático y la esclavitud moderna conduce a la pregunta por el origen de ese círculo vicioso. En este sentido, Rudnick aporta una de las primeras claves a la hora de señalar cómo “esta relación está mediada por la ausencia de un Estado eficaz tanto en fiscalización como en protección”. Precisamente esa problemática es la que ha estudiado O’Connell, realizando trabajos de campo tanto en Perú como en Bolivia: “El Estado es más activo en este último caso, pero ambos países se enfrentan a un problema compartido, pues sus economías se basan en el modelo extractivista y en una agricultura de exportación. Tiene que producirse una reflexión fundamental en torno a cómo funciona el sistema económico global, el capitalismo”. O’Connell pone como ejemplos el departamento peruano Madre de Dios, explotado por la minería de oro, y el extractivismo que sufre el boliviano de Potosí.

En la línea extractivista ahonda Ezio Costa, abogado e investigador del Centro de Regulación y Competencia de la Universidad de Chile: “En la raíz de ambas realidades hay problemas similares de explotación sin consideración de las consecuencias. En nuestros países hay más riesgo de esclavitud en las actividades extractivas, que son las mismas que contribuyen a la crisis climática. El sistema de extracción-producción-consumo enfocado en el crecimiento perpetuo no es posible ni en los límites de la naturaleza ni tampoco en los de la humanidad. Pero las fuerzas que lo impulsan son poderosas, implacables, no respeten nada ni a nadie”. Costa cita como ejemplo paradigmático las grandes haciendas brasileñas.

La falta de voluntad política excede en todo caso los límites de la región latinoamericana. Lo subraya Michael B. Gerrard, profesor de Derecho Medioambiental de la Columbia University, en la que es director del Sabin Center for Climate Change Law: “Desde la Conferencia de París sobre el Clima (COP21) en 2015, la experiencia, como quedó patente en la COP25 de Madrid, refleja que los países no están haciendo lo suficiente para reducir sus emisiones. A pesar de las diferentes llamadas de Naciones Unidas y de otros actores por una ambición mayor, prácticamente ningún Estado ha incrementado su ambición y muchos de ellos están actuando por debajo de las promesas realizadas en París. Como resultado, el planeta continuará calentándose a un ritmo alarmante y el número de personas obligadas a abandonar sus hogares también aumentará. Esto empeorará el problema del tráfico humano y de la esclavitud”.

 

¿Combatir el cambio climático para terminar con la esclavitud?

Una vez establecidos los vínculos entre el cambio climático y la esclavitud moderna, es cuando puede plantearse la cuestión de si combatiendo eficazmente el primero se estaría atajando convenientemente la segunda. “Indirectamente, sí. Depende principalmente de cómo se aborde el cambio climático. En general, cuanto menos vulnerable sea una población, menos expuesta estará a perder sus modos de supervivencia y menos probabilidades habrá de que sea esclavizada”, responde O’Connell.

Bales da una vuelta de tuerca más: “Como la esclavitud es ilegal en todo el mundo, si de repente tuviéramos todos los recursos humanos, financieros y legales que necesitamos para terminar con ella, podríamos probablemente hacerlo sin atajar el cambio climático (aunque terminar con la esclavitud sería una forma poderosa de atajar el cambio climático). Pero, dada la participación de muchos gobiernos en la esclavitud así como en una gran estructura criminal y corrupta de explotación, no contemplo esa posibilidad. Así, no podemos abolir la esclavitud sin abolir el cambio climático aunque, por la naturaleza circular del problema, tampoco es posible poner fin al cambio climático sin abordar la esclavitud, dada la cantidad de destrucción ambiental impulsada por la explotación de esclavos”.