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Un grupo de personas en Les Cayes, Haití, tras el pas del huracán Matthew. (HECTOR RETAMAL/AFP/Getty Images)

La escasez de recursos para hacer frente a los impactos climáticos convierte a las poblaciones más vulnerables en las más amenazadas por el deterioro del medio ambiente.

 

Ríos contaminados, agua de mala calidad, aire irrespirable, suelos cada vez más desertificados y que producen menos alimentos… la degradación ambiental afecta a todas las personas. Pero la forma y la profundidad con la que lo hace varían en función del contexto. Los casos prácticos y las cifras corroboran que, lejos de responder a una correlación casual, las consecuencias del deterioro medioambiental se agravan en los contextos que presentan una alta vulnerabilidad social.

Sucedió por ejemplo cuando, en 2005, el huracán Katrina llegó a Estados Unidos: quienes no pudieron escapar y ser evacuadas fueron las comunidades más empobrecidas de ciudades como Nueva Orleans. Las inundaciones climáticas se transformaron en “inundaciones raciales”, apuntaba el profesor de la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC) Jordi Ortega.

La incidencia directa del Katrina no fue un hecho aislado. El escenario posterior al desastre confirmó los vínculos entre el empobrecimiento y la degradación ambiental: “La gente pobre no ha podido pagar la reconstrucción de sus casas, por lo que los ricos han acaparado zonas concretas de Nueva Orleans”, ha denunciado Jihan Gearon, integrante del comité directivo de la Iniciativa de Justicia Ambiental y Cambio Climático de Estados Unidos, durante su participación en el encuentro global de la Marcha Mundial de las Mujeres que se ha celebrado en Bilbao en octubre de 2018.

Otro caso, más cercano en el tiempo, es el protagonizado por el huracán Matthew, que ha dejado impactos muy diferentes en la isla La Española, compartida por Haití, al Oeste, y República Dominicana, al Este. En el primer país el fenómeno atmosférico acabó con la vida de 400 personas, mientras que el número de muertos en su vecino se redujo a cuatro. Cien veces menos. “Parecería una cuestión caprichosa del destino, más si se compara a Haití con su país vecino, República Dominicana, con el cual comparte la misma isla pero no la misma suerte”, comienza argumentando la BBC, para inmediatamente después ofrecer la principal clave de la vulnerabilidad haitiana: “Más de la mitad de los habitantes de ciudades de Haití viven hacinados en barrios pobres vulnerables a cualquier terremoto o huracán”.

Estas diferencias las confirma, por regiones, la Universidad de Notre Dame (Indiana, Estados Unidos) a través de un índice que distingue los países que mejor y peor preparados están para adaptarse al calentamiento global. Los mejor adaptados son Noruega, Nueva Zelanda, Finlandia, Suecia y Suiza (por ese orden); mientras que los que suman más riesgos son Somalia, Chad, Eritrea, República Centroafricana y República Democrática del Congo (por orden inverso). Su posición no es casual y va ligada, en muchos casos, a cuestiones económicas.

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Vulnerabilidad al cambio climático y otros desafíos globales por regiones. Fuente: ND-GAIN. Universidad de Notre Dame,
Notre Dame Global Adaptation Initiative

Si el acercamiento se hace por regiones, llaman la atención paradojas como las de los colores que representan a Haití y a República Dominicana; además de otras como la de Bolivia, en rojo, mientras que su vecino Chile, por ejemplo, luce en verde.

Las polémicas relaciones causa-efecto

Por primera vez en la historia, en 2004 una mujer africana logró el Premio Nobel de la Paz. Lo política, activista y profesora keniana Wangari Muta Maathai fue reconocida por su proyecto The Green Belt Movement (Movimiento Cinturón Verde), una iniciativa que paralelamente lucha contra la degradación medioambiental y a favor de la erradicación de la pobreza. El proyecto nació con la intención de plantar árboles que proporcionaran a las mujeres leña para cocinar y calentar el hogar, además de frutos y materiales de construcción, pero se convirtió en un camino para reforestar algunas zonas de Kenia. Maathai entendió entonces, como recordó en numerosas ocasiones, que la lucha contra la pobreza está enraizada con el cuidado del medio ambiente.

Los vínculos entre la degradación ambiental y el empobrecimiento no suscitan, sin embargo, acuerdo a la hora de establecer relaciones de causa-efecto. Instituciones como la Iniciativa Pobreza-Medio Ambiente (UNDP-UNEP Poverty – Enviroment Initiative), creada en 2005 entre el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), refrendan cómo “las personas pobres dependen del medio ambiente para su subsistencia y bienestar. Una mejor gestión de este y de los recursos naturales contribuye directamente a la reducción de la pobreza”.

A partir de esta hipótesis de trabajo, afirman, en uno de sus estudios, que “la pobreza puede dañar el medio ambiente y, hasta cierto punto, los recursos naturales debido a prácticas insostenibles”. Y como si de la pescadilla que se muerde la cola se tratara: “Además, la degradación ambiental, la gestión insostenible del medio ambiente y los recursos naturales y el cambio climático, constituyen obstáculos graves para hacer frente a la pobreza”.

Una tesis con la que no está nada de acuerdo el catedrático de Economía Jon Martínez Alier: La ecología de la supervivencia hace a los pobres conscientes de la necesidad de conservar los recursos”, expone en su libro De la Economía Ecológica al Ecologismo Popular. Allier es una de las voces más críticas sobre el argumento de que la pobreza es la causante de la degradación ambiental. Ha desarrollado el concepto de ecologismo de los pobres, desde el que plantea la existencia de “un conflicto entre la destrucción de la naturaleza para ganar dinero y la conservación de la naturaleza para poder vivir”.

 

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Un grupo de mujeres en Dargué, región de Maradi, Niger, uno de los países donde la población más está sufriendo las consecuencias de la sequía. (LUIS TATO/AFP/Getty Images)

Desplazamientos de personas

Nick Buxton, investigador de Transnational Institute (TNI) y uno de los editores del libro Cambio Climático S.A., explica a esglobal que “el colapso climático agrega presiones a las personas que ya son vulnerables y están marginadas por el sistema económico global actual”. Apunta asimismo que gran parte de la humanidad depende de la vida de subsistencia, por lo que los impactos del cambio climático (el aumento del nivel del mar y del clima extremo, los impactos en los alimentos, el agua y los sistemas de energía) les golpean más fuerte, “ya que los ricos son más capaces de protegerse”.

En la misma línea, Alejandro González, responsable de Cambio Climático de la ONG InspirAction, recuerda que “hay huracanes que están impactando ahora mismo en comunidades empobrecidas y que están acabando con los pocos recursos de vivienda, de acceso al agua potable, etc.”, por lo que estas tendrán que hacer un mayor esfuerzo e inversión para sobrevivir, para lograr agua y alimentos, y eso “no deja espacio vital para otras cosas ni tiempo para una vida digna: ocio, cuidados, vida familiar…”. La organización en la que trabaja está desarrollando un proyecto en Centroamérica para analizar la transversalidad de elementos como la vulnerabilidad climática, las migraciones y el género: “El incremento de las lluvias torrenciales que destrozan el terreno, así como las sequías, hace que la agricultura de subsistencia y los ingresos más básicos de muchas comunidades estén en riesgo. Por ello, está habiendo un desplazamiento temporal hacia otros países de la región”, explica González.

Pero esto no ocurre sólo en Centroamérica. Gran parte de las migraciones actuales están ligadas a cuestiones climáticas y de degradación ambiental. Lo verifica el informe Frontiers 2017 de Naciones Unidas, en el que se asegura que estos factores están redibujando el mapa del mundo mientras impulsan el desplazamiento y la migración forzosa. Y recuerda una cifra: en el año 2050 podría haber hasta 200 millones de personas desplazadas por motivos ambientales: “En un mundo donde vivirán 9.000 millones de personas, una de cada 45 podría verse obligada a dejar su hogar por causas ambientales, y es posible que algunos territorios insulares de baja altitud deban abandonarse en su totalidad. Hacer frente a ese desplazamiento puede representar el reto ambiental definitorio del siglo XXI”.

 

Derecho de asilo y la cuestión de la gobernanza

Un reto que implica otras muchas cuestiones. Nick Buxton denuncia, por ejemplo, que las estrategias de seguridad de Estados Unidos y de la Unión Europea “tratan a los migrantes que huyen de las condiciones climáticas como amenazas en lugar de personas que necesitan apoyo y solidaridad”. De hecho, diferentes colectivos solicitan que las Convenciones de Ginebra amplíen su protección para dar cabida a los refugiados climáticos. Y es que, tener que huir de un país por una cuestión ambiental no es motivo de asilo hoy, a pesar de que 26,4 millones de personas han huido por fenómenos naturales actualmente, según ACNUR, que mantiene una campaña activa al respecto.

Entre los años 2000 y 2014, las variaciones climáticas en 103 países se tradujeron en una media de 351.000 solicitudes de asilo en Estados de la Unión Europea, según recoge un artículo publicado en la revista Science. Sus autores prevén que las solicitudes de asilo para fines de siglo aumentarán de media en un 28%, es decir, 98.000 peticiones adicionales por año.

La gobernanza es, por tanto, uno de los retos más acuciantes cuando se habla de pobreza y medio ambiente. “No hay un marco internacional ni multilateral que considere estos desplazamientos como efectos de la degradación ambiental, ni creemos que lo vaya a haber en el corto plazo. Hay gente que ha emigrado sin un marco jurídico claro. Las conversaciones que ha habido dentro del marco de Naciones Unidas, calificadas de informales, demuestran que la voluntad de plasmar eso en un acuerdo real es muy débil. La gente va a seguir estando en un limbo”, reflexiona Alejandro González.

Buxton, por su parte, finaliza añadiendo que “la lucha contra la pobreza debe incluir la necesidad de acciones mucho más radicales para detener el empeoramiento del cambio climático, así como preparar a las comunidades para ser más resistentes y capaces de adaptarse a los impactos”.