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Tropas españolas desfilan en el Día de las Fuerzas Armadas, 2017. Javier Soriano/AFP/Getty Images

Cómo el país necesita llevar a cabo una reflexión estratégica si quiere tener un perfil relevante en el área de la seguridad y defensa de la UE.

Si hay una palabra que defina la coyuntura actual por la que atraviesa la política de seguridad y defensa europea, es la de momentum. Desde que en 2016 se publicara la Estrategia Global para la Política Exterior y de Seguridad de la Unión Europea (EUGS), se aprecia un renovado esfuerzo en esta dirección, y así 2017 y 2018 han visto firmarse significativos hitos financieros, industriales y militares. El tabú de la defensa comienza a deshacerse. Las tensiones con Rusia y el conflicto de Ucrania, el abandono de la UE por parte de Reino Unido, la presidencia de Donald Trump y su cuestionamiento de las relaciones con los aliados, la crisis migratoria y de refugiados, o el impacto del terrorismo yihadista en suelo europeo, entro otros problemas, han agitado las cancillerías europeas. Dichos asuntos han espoleado tensiones identitarias y xenófobas, poniendo en entredicho la continuidad misma del proyecto europeo y sus valores. Pero igualmente, por otro lado, han motivado la reactivación de determinadas cláusulas y disposiciones que se encontraban en una suerte de stand by político, abriéndose así una ventana de oportunidad para profundizar en esta política. Un momento que ha querido ser aprovechado por España desde primera hora y primera línea.

No es un camino expedito el que se abre: por supuesto, la defensa se adscribe al núcleo duro de soberanía de los Estados; además, los enfoques e intereses nacionales son fatalmente divergentes en numerosas ocasiones; y no hay que obviar tampoco que lo militar resulta un tema espinoso en el seno de varias sociedades europeas, como la alemana o la española. Por estas y otras causas, la política de la Unión Europea sobre seguridad y defensa ha venido adoleciendo de un mejor despliegue debido a que este segundo eje ha estado truncado. La UE ha desarrollado unas capacidades civiles muy destacables, pero ha padecido de un poder duro, en el mejor de los casos, terriblemente fragmentado. Como consecuencia, se ha visto incapaz de reaccionar frente a crisis regionales o conflictos armados por carecer, no ya de un instrumento militar disponible, sino de la misma voluntad de hacerlo; en otras circunstancias, ha necesitado del imprescindible soporte de Estados Unidos, convirtiendo en papel mojado sus preocupaciones y comunicados.

Por esta razón, la ambición expresada de avanzar hacia una “autonomía estratégica” europea se mueve entre la idea de hacer de la necesidad virtud y los recelos de muchos de los actores implicados. Sin embargo, el impulso de una base industrial sólida y competitiva, y la búsqueda de una mayor coordinación y convergencia en orientaciones estratégicas, planeamientos, capacidades y despliegue de misiones, parecen exigencias inaplazables por más tiempo. De este modo, se han puesto en marcha diversas iniciativas de profundo calado durante estos años, como la Cooperación Estructurada Permanente (PESCO), la Revisión Anual Coordinada de Defensa (CARD) o el Fondo Europeo de Defensa, al igual que otras como la Capacidad Militar de Planificación y Ejecución, el Instrumento Europeo de Paz o la promoción de la movilidad militar intraeuropea. Más allá de las características y particularidades de estas iniciativas, que requerirían de un análisis propio, lo significativo de todas ellas es que comienzan a articular por fin medios, modos y fines, por decirlo en términos estratégicos.

Su desarrollo y el relativo optimismo despertado no han de esconder, sin embargo, que las posiciones, niveles de ambición o perspectivas con las que los Estados participantes afrontan el momento y las propuestas conformadas son muy distintas. A la mesa de negociación se sientan aquellos que desean una mayor implicación ejecutiva y operativa, con aquellos que aspiran a una unión menos integrada; quienes temen verse anulados por la potencia industrial de los grandes países, con quienes entienden que la única salida razonable son las sinergias en el sector; aquellos que apuestan por un alineamiento preferente con la OTAN para garantizar su defensa territorial, con aquellos otros que tratan de conformar una voz única en el seno de la Unión Europea, incluso para reforzar las capacidades de la Alianza; los Estados cuya prioridad son los riesgos y amenazas no estatales procedentes del sur, frente a los que centran su atención y preocupación en el este. Éste es el rompecabezas a armar. En definitiva, las suposiciones estratégicas desde las que se está trabajando son bien distintas.

Por eso es complejo articular una respuesta europea desde la propia Unión, considerando asimismo que se sigue contando con la OTAN como herramienta primordial para la defensa colectiva, y que los compromisos no se agotan ahí: existen ya multitud de acuerdos bilaterales para compartir capacidades y están fraguándose otras propuestas, como la Iniciativa de Intervención Europea. Ésta última, lanzada por Francia y a la que se ha unido España junto con otros seis países, pretende progresar hacia una cultura estratégica compartida, elevar el nivel de ambición de la PESCO y sumar a los británicos. Con la UE pero sin la UE.

La pregunta que surge en este punto es, por tanto, qué pieza juega España. Ésta se ha sumado a todos los proyectos enumerados con anterioridad, tratando de destacar un perfil propio. Aspira a un papel más importante de la Unión Europea como actor global, subraya la importancia esencial del acuerdo transatlántico y participa de fórmulas más avanzadas al margen de estas organizaciones, como es la Iniciativa francesa.  La posición española está basada en el convencimiento de que la seguridad nacional pasa ineludible y principalmente por una integración más profunda con los socios de la UE y con los aliados de la OTAN.

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Soldados españoles en Líbano participando en la misión de Naciones Unidas en el país., 2016. Mahmoud Zayyat/AFP/Getty Images

Las estrategias de seguridad nacional y de acción exterior publicadas hasta la fecha resaltan así la voluntad de tener un rol más activo. Una apuesta que, por el contrario, contrasta con el retraimiento hacia el interior experimentado en la última década. En cualquier caso, ha sido éste un interés promovido durante los gobiernos de Rajoy y continuado, en vista de los primeros acuerdos y declaraciones, por el nuevo ejecutivo de Pedro Sánchez, en línea con esa “política de Estado” insistentemente recalcada por la nueva titular de la cartera de defensa, Margarita Robles.

Esta postura revela, por otra parte, una paradoja (al menos aparente) en la posición española: si bien por las afirmaciones programáticas se podría pensar en España en términos de cierto idealismo europeísta, sus acciones se están conduciendo por un pragmatismo táctico enfocado a estar en el núcleo de países que adquieran un mayor compromiso (principalmente, Alemania, España, Francia e Italia; no obstante, las posiciones euroescépticas del nuevo Ejecutivo italiano o la tensiones en el alemán pueden alterar esta predisposición), frente a los restantes Estados (países Bálticos o Grupo de Visegrado) con los que se iría construyendo una geometría variable según políticas. Si de entre los diversos escenarios que se analizan sobre el futuro de la Unión Europea, hay uno que vislumbra un proyecto más integrado y otro “a distintas velocidades”, se podría entender (en una lectura optimista) que España ha optado por el primero a través del segundo.

Ésta es una respuesta práctica aportada desde un Estado cuya élite política y ciudadanía desean más Europa. En particular sobre la seguridad y la defensa, los datos del Eurobarómetro son rotundos: la sociedad española apoya mayoritariamente una política común de seguridad y defensa entre los Estados miembros, varios puntos por encima de la media de la UE. Esta opinión se retroalimenta por el posicionamiento al respecto de los partidos políticos, que con mayor o menos énfasis también miran a Europa como una meta a alcanzar. Bien es cierto, por el contrario, que esta fortaleza se ve resentida por actitudes muy dispares hacia el papel de la OTAN y la relación con Estados Unidos, hacia la actividad que las fuerzas armadas han de desplegar o el gasto militar a implementar. Por tanto, ese ímpetu inicial para profundizar en la política común de seguridad y defensa se ve trastocado cuando se desciende al detalle.

Además, del examen de las declaraciones de los partidos políticos se desprende la inexistencia de una idea clara y sólida acerca de qué tipo de política de seguridad y defensa defienden. Este es un problema que se arrastra desde el nivel nacional, donde en numerosas ocasiones se advierte un debate sobre esta materia que tiene más de política de empleo, social o local, que de reflexión estratégica. Se hace además desde posturas maximalistas, emocionales y cargadas de prejuicios ideológicos. Por tanto, los constreñimientos domésticos obstaculizan seriamente la posibilidad de definir una estrategia española sobre seguridad y defensa que enmarque los posicionamientos en temas concretos y que, al final, influya decisivamente en el rumbo por el que avanzar. Por eso, aunque muchas veces se alude a la ausencia de una adecuada cultura de defensa por parte de la ciudadanía para justificar compromisos más ambiguos o menos determinantes, se puede reparar en que hay un problema más profundo de cultura estratégica por parte de las élites políticas.

Como consecuencia, España presenta resultados ambivalentes en lo que a su implicación con la defensa y seguridad europea se refiere. Por un lado, es un aliado fiable que ha demostrado su compromiso activo participando en la mayoría de las misiones civiles y en todas las misiones militares de la UE, siendo así uno de los principales contribuyentes. Por otro, está a la cola de los Estados UE-OTAN en inversión en defensa, en absoluto en concordancia con su peso político; además, los años de profunda desinversión y recortes en esta área han dejado trastocadas muchas de las capacidades militares. Cómo seguir conjugando ambas realidades es una duda razonable.

Ante esta situación, España tiene que hacer valer, sin duda alguna, esfuerzo asumidos para con los socios: frente al enfoque del 2%, un enfoque de bandera que resalte esta participación en las misiones internacionales en todo el mundo. Pero ha de ser consciente al mismo tiempo de que con recursos tan limitados, y especialmente con un ministerio en serios apuros financieros, va a ser difícil mantener este nivel en el medio plazo. La problemática económica-financiera es una amenaza que puede comprometer críticamente los buenos deseos políticos. Seguir adhiriéndose a nuevas iniciativas, apostar por nuevos ciclos inversores o tratar de liderar nuevos espacios como el de la ciberseguridad, parecen propósitos aventurados, cuando menos, ante tal tesitura. Por estas razones, las preguntas que se habrían de formular es anterior a todas estas cuestiones: política común de seguridad y defensa, ¿para qué? ¿En qué se traduce este compromiso? ¿Hasta dónde se está dispuesto a actuar? ¿Bajo qué parámetros? No se aprecian respuestas claras al respecto desde la posición española. La cultura estratégica falla aquí y así las diferentes estrategias no plantean claramente las prioridades a seguir, a través de qué fórmulas o con qué recursos se cuenta. Fines, modos y medios han de entrelazarse primero en la posición española para conformar un perfil relevante. Este debate político, luego democrático, tiene que realizarse.

En suma, la coyuntura que atraviesa la Unión Europea es una buena oportunidad para asumir mayor protagonismo, compromisos e influencia. Pero de ello se desprenden unas responsabilidades y obligaciones que igualmente han de ser contraídas. La seguridad ya no es sólo defensa tradicional, pero ésta no ha perdido su razón de ser. En ese equilibrio entre seguridad y desarrollo, las respuestas a las crisis han de contemplar todo el espectro de intervención. España puede ayudar a estructurar un poder inteligente europeo que aúne capacidades civiles y militares, con un enfoque anticipativo y proactivo que resultará fundamental para responder a muchos de los retos de seguridad y desarrollo presentes y futuros. Más aún si los países europeos, entonces también los españoles, desean jugar algún papel significativo en el escenario internacional. Por eso España tiene que definir su estrategia.

En conclusión, este momentum ha de estar respaldado por una reflexión estratégica que guíe el empleo del instrumento militar y oriente, en general, la política de seguridad y defensa. Sólo de este modo los decisores políticos podrán contar con todas las herramientas para la gestión de crisis: tanto para no renunciar a ninguna capacidad como para no dar respuestas sólo en términos de seguridad y defensa a problemas de otra entidad.