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Músicos en las calles del París del siglo XIX, Hôtel Carnavalet (Art Museum). DeAgostini/Getty Images

Dos lecturas que entretejen biografías para mostrar cómo se crearon los lazos sociales y artísticos de una cultura que puso los cimientos de la Europa actual.

The Europeans. Three Lives and the Making of a Cosmopolitan Culture

Orlando Figes

Allen Lane, 2019

The Man and the Red Coat

Julian Barnes

Jonathan Cape, 2019

El escritor ruso Ivan Turgenev no era ningún liberal paniaguado. En Rusia, en su época —como sigue ocurriendo hoy—, ser liberal y lúcido era algo infrecuente y audaz. Viajó por toda Rusia, pero aún más por toda Europa. Y es el personaje principal del nuevo libro de Orlando Figes, The Europeans, Three Lives and the Making of a Cosmopolitan Culture, junto a otros dos destacados europeos de mediados del siglo XIX, la famosa cantante de ópera Pauline Viardot y su esposo, Louis. Las vidas entrelazadas de este trío constituyen el lienzo perfecto sobre el que el autor muestra cómo se transformó Europa a través de las nuevas tecnologías, el nuevo contacto con otras culturas gracias a la revolución que supuso el ferrocarril en los viajes y la sed insaciable de la nueva burguesía por acceder a esas culturas, ya fuera en forma de ópera, música, pinturas o novelas. Igual que en su libro anterior, y que en Natasha’s Dance: A Cultural History of Russia, la evocación que hace Figes del siglo XIX es increíblemente rica, emocionante y espléndida.

El autor habla de un continente en cambio constante a medida que los avances de la tecnología revolucionan la forma de viajar, la forma de que los países se conozcan unos a otros, la forma de que cada vez más gente capte el arte. El ferrocarril, el telégrafo, la fotografía, las enormes mejoras en la litografía, la fabricación en masa de pianos, las leyes sobre derechos de propiedad intelectual, son avances técnicos que tuvieron tremenda repercusión en el mundo de las artes y facilitaron el ascenso de una nueva cultura paneuropea. La Europa continental se convirtió en una realidad geográfica cuando los músicos, los cantantes y los pintores, pero también otras personas ricas y menos ricas, pudieron empezar a viajar de París a Berlín, de Viena a Milán, de San Petersburgo a Baden-Baden, el balneario alemán próximo a la frontera con Francia, que en las décadas de 1850 y 1860 se convirtió en el salón, el recreo de Europa. Los empresarios teatrales pudieron comenzar a montar óperas en una docena de países, los artistas empezaron a ganar dinero en serio y dejaron de depender de los caprichos de un patrono real o aristocrático. Unos cuadros comprados en Italia podían venderse en Londres, y el arte se convirtió en un negocio, una mercancía. Las oportunidades económicas abundaban, llegó el turismo de masas y nació la Europa que conocemos hoy, el sentimiento de compartir el mismo arte, que se remonta a esos años, a pesar de que ese mundo quedara destruido en el siglo XX por dos guerras mundiales.

Camile Saint-Saëns escribió a Pauline Viardot cuando ella se acercaba al fin de su vida, en 1907: “¿Cuántos cambios ha presenciado usted? El ferrocarril, el barco de vapor, el telégrafo, la luz y las farolas de gas… Y ahora hay coches que se mueven por sí solos, telégrafos que hablan y aeroplanos… Usted debutó cuando Rossini y Bellini estaban en su apogeo; vio, después del brillante reinado de Meyerbeer, cómo —y de qué niebla— surgió el arte de Richard Wagner… y ahora el ascenso del arte de Richard Strauss, el precursor del fin del mundo”.

Turgenev, el más occidentalizado de los escritores rusos, conoció a Pauline Viardot cuando era joven y aún no famoso. Se sucedieron varios decenios de devoción incondicional, de una vida totalmente inspirada y dominada por su amor hacia ella. La cantante de ópera estaba casada con un hombre 20 años mayor, Louis Viardot, hoy olvidado pero en su época un importante crítico de arte, estudioso, editor, director teatral, activista republicano, periodista y traductor literario al francés de obras en ruso y español. Turguenev siguió a los Viardot y a sus hijos de París a Berlín, de Roma a Baden-Baden, a medida que Pauline cantaba y descansaba. Su amor quizá fue patético, pero su arte, con tantos relatos de amor no correspondido, lo redimió. El libro entreteje tres biografías mientras los sigue por toda Europa y dialoga con las personas que conocieron (casi todos los que eran importantes en la escena cultural europea).

Entre los tres, y en diferentes momentos, vivieron en Francia, España, Rusia, Alemania y Gran Bretaña. Figes cita la famosa frase de Burke —“Ningún europeo puede estar completamente exiliado en ningún lugar de Europa”— y dice que parece “pensada para ellos”. A través de estas tres notables figuras, The Europeans ofrece una convincente descripción del desarrollo de una clase culta continental. Su relación le sirve de guía para recorrer un mundo cultivado y cosmopolita, con los normales altibajos emocionales. La familia se mantuvo unida incluso cuando Louis sufrió contratiempos económicos. Ayudaron a Turguenev durante años, pero la situación se invirtió después, cuando el ruso empezó a estar mejor pagado por sus libros y artículos. Los Viardot tenían una casa en París, una casa de campo en Bourgival y una villa maravillosa en Baden-Baden. A partir de 1870 tuvieron que dejar Alemania y se establecieron cerca de París.

Pauline, tal vez la mejor soprano de su época, había nacido en una familia de cantantes itinerantes de origen español, por lo que llevaba el instinto comercial en la sangre. Tenía gran habilidad para aprovechar la nueva economía y era una mujer extraordinariamente independiente para una época todavía tan patriarcal. Louis, que era director del Théâtre Italien de París, una de las principales óperas de Europa, fue su representante en los primeros años de matrimonio, pero tenía un temperamento más propio del trabajo académico. Turguenev era un aristócrata ruso, una clase de cuyos hijos se esperaba que se dedicasen al servicio público y vivieran de sus fincas. Él prefirió una vida de artista y se convirtió en el primer escritor ruso de fama mundial, pero no tenía cabeza para los números. El padre de Pauline, Manuel García, era un cantante español muy conocido: Rossini creó el papel del Conde de Almaviva de El barbero de Sevilla para él. Después de dejar Madrid en 1808, se estableció en Nápoles, y luego fue a Roma, Londres, Nueva York, que estaba en plena locura por la ópera italiana, y, por fin, París.

La hermana mayor de Pauline, María Malibrán, era famosísima, pero murió joven. El exótico origen español de Pauline, su temperamento pasional y melancólico, su libertad de expresión, la pureza de su voz, sin virtuosismos excesivos ni efectismos románticos, hicieron que Alfred de Musset dijera que “canta como habla”. También él se enamoró de ella, como muchos otros escritores y músicos conocidos, entre ellos Héctor Berlioz y Charles Gounod, que adoraban su voz, su talento para componer y su aspecto de jolie laide.

A mediados del siglo XIX, en Francia era habitual hacer comparaciones entre España y Rusia. Se las consideraban las dos periferias “orientales” de Europa. Figes destaca: “En 1812, los franceses, que tenían problemas en sus campañas militares en los dos países, habían comparado a los barbares du Nord (los rusos) con los barbares du Sud (los españoles)”. En 1840 era ya un lugar común, y el escritor ruso Vasily Borotkin comparaba la influencia de los árabes en la cultura española con la de los mongoles en Rusia. Louis Viardot escribió que “Oriente penetró en Europa por sus dos extremos. ¿Acaso no lo introdujeron los árabes en España y los mongoles en Rusia?” De ahí el éxito de las Lettres de Russie, del Marqués de Custine, que, como destaca Figes, “hizo algo más que alimentar la fobia de Occidente hacia Rusia. Al centrarse en las características asiáticas de este país, invitó a sus lectores a reconocer su propia ‘europeidad’”. La idea de “Europa” siempre se había definido en función de ese contraste cultural con el mundo “oriental”. En la imaginación europea, “Oriente” era “primitivo, irracional, indolente, corrupto, despótico, una construcción intelectual que justificaba que Europa dominara el mundo colonial. ‘Oriente’ no era una categoría geográfica. No estaba situado solo en Oriente Medio, Asia o el norte de África, sino también dentro de Europa, en la periferia sur y este del continente, donde la influencia de las culturas árabes e islámicas seguía siendo fuerte”. Los viajeros por España y Rusia eran muy conscientes de que estaban explorando los límites de Europa.

Sin embargo, los que cruzaban el Canal de la Mancha encontraban que los ingleses eran extraños: fríos, engreídos y culturalmente aislados. Un tema que aparece una y otra vez es la falta de refinamiento estético en Reino Unido, en comparación con Francia, Italia y Alemania. Es  discutible que la cultura británica nunca estuviera en primera línea, como sugiere el autor en el capítulo “La tierra sin música”. Aun así, a medida que teje su relato de cultura y dinero, nos ofrece un retrato memorable de unas vidas grandiosas en lo artístico y entregadas en lo político que, a su juicio, definen la cultura continental de la época. Como dijo Karl Marx sobre las novelas de Honoré de Balzac, el lector podía aprender más sobre la propiedad personal de los ricos leyendo la historia de una mujer que “hizo cornudo a su marido por dinero o por cachemir” que con ninguna estadística o ningún trabajo de historiador. Me da la impresión de que, en esto, la cultura europea no ha cambiado mucho.

El último libro de Julian Barnes, un estudio sobre el cirujano de la buena sociedad Samuel de Pozzi, un librepensador radical de una familia de protestantes de origen italiano que prosperó como médico de moda y pionero de la ginecología a principios del siglo XX, es el complemento perfecto del libro de Orlando Figes. Barnes, francófilo de toda la vida —conoce la Francia de finales del XIX y principios del XX como nadie— y brillante novelista, descubrió a Pozzi, sin saber su nombre, en 2015, cuando el Metropolitan Museum of Art de Nueva York prestó un retrato de él, pintado por John Singer Sargent en 1881, a la National Gallery de Londres. La actriz Sarah Bernhardt, a la que operó y con quien mantuvo una breve aventura amorosa y una amistad toda su vida, lo llamaba “Doctor Dios”, después de que Pozzi le extrajera un quiste ovárico que tenía “el tamaño de la cabeza de un chico de 14 años”. Sus pacientes y amantes lo llamaban “L’amour médecin”, y era un hombre totalmente encantador de quien Alicia, la Princesa de Mónaco, dijo que era “repugnantemente guapo”.

En 1901, le designaron para ser el primer catedrático de ginecología de Francia, después de haber empezado su carrera como cirujano especializado en heridas de bala. Aprovechó su lección inaugural para recomendar que se tratara a las pacientes con amabilidad, compasión y respeto. Escribió un tratado en dos volúmenes sobre el tema, tuvo tiempo de traducir a Charles Darwin, fue experto en muchas artes y viajó por todo el mundo, desde Buenos Aires hasta Beirut. Tenía gran destreza social, acabó siendo senador, y tenía la misma habilidad que Pauline Viadrot e Ivan Turguenev para dominar los intrincados lazos sociales y artísticos que crearon la Europa que conocemos. Barnes brilla, sobre todo, cuando muestra cómo los intercambios culturales, amorosos, médicos y de ideas conformaron Europa, a pesar de los hostiles estereotipos de la política.

Pozzi incluía entre sus amigos al conde Robert de Montesquiou, al que su también amigo Marcel Proust llamaba “profesor de belleza”, y un ir y venir incesante de artistas y libertinos entre los que estaban Johannes Bernhardt, Oscar Wilde y John Singer Sargent. El retrato pintado por este último nos muestra a esta celebridad de la belle époque, un joven barbudo vestido con una larga bata roja, delante de unas cortinas de terciopelo. La única relación que tuvo con los trenes fue que se casó con Thérèse Loth-Cazalis, “una virgen provinciana de 23 años”, heredera de una familia que había hecho su fortuna en el ferrocarril. Este relato de rica textura plasma un periodo que sentó las bases de la Europa que hoy conocemos.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia