AL_2020_portada
Protestas en Colombia contra el Gobierno, Medellín, 2019. JOAQUIN SARMIENTO/AFP via Getty Images

El próximo año llega para América Latina con importantes incertidumbres, especialmente, marcadas por la profunda conflictividad social que en los últimos meses ha venido desarrollándose en algunos países como Ecuador, Chile o Colombia.

En lo que a la economía se refiere, 2019 ha cumplido con las expectativas de crecimiento de la región que esperaba el FMI, cercano a un 2%, y que finalmente ha llegado a un 3%, a pesar de la desaceleración de grandes economías como México y Brasil, y a lo que se suma la crisis económica de Argentina y Venezuela. Según el Informe de Perspectivas Globales del FMI, para 2020 se espera incluso crecer en conjunto a un 3,4%, siendo las principales preocupaciones los mencionados casos de Argentina y Venezuela. En el primero, se espera que se reduzca la caída de la economía, que si bien este año fue de un -3,5%, el próximo año puede oscilar en torno al -1,3%. Peores perspectivas recaen para Venezuela. Su economía ya se contrajo una tercera parte durante 2019, y los cálculos más halagüeños mantienen una caída del -10% para 2020. Sensu contrario, como ya viene sucediendo en los últimos años, el mayor escenario de expansión se focaliza en el Pacífico, donde países como Chile, Colombia o Perú presentan tasas posibles de crecimiento, en cualquier caso, superiores al 3%, aunque la inestabilidad actual, de agudizarse, puede afectar a esta tendencia.

Por su parte, las previsiones de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) resultan significativamente menores, y ubican el crecimiento regional para 2020 en un 1,4%. Su planteamiento resulta menos optimista que el del FMI y más realista, en tanto que es indudable que la desaceleración de la economía del continente en un hecho plausible durante el último lustro, cuando 17 de sus 20 economías ha experimentado un freno en su crecimiento. De hecho, si se revisa el PIB per cápita latinoamericano en perspectiva, para el período 2014-2019, éste ha caído casi un 1%. Sea como fuere, la mirada a 2020 en términos subregionales de la CEPAL es la misma que la del FMI, si bien en este caso Naciones Unidas destaca el ciclo expansivo de las economías centroamericanas y la recuperación de México (1,6%) con respecto a lo que ha sido 2019 (0,7%). En cualquier caso, no solo la disminución del comercio global afecta a la economía latinoamericana, también hay que tener en cuenta la caída de precios en las materias primas, la volatilidad financiera, las tensiones comerciales y la alta incertidumbre alimentada en la región.

AL_economia_argentina
Una oficina de cambio en Buenos Aires, Argentina. Federico Rotter/NurPhoto via Getty Images

Dadas las circunstancias, nos encontramos ante una realidad económica que no es la mejor, pues tal y como sugiere la misma CEPAL, la cohesión social del continente viene paulatinamente desmejorando, tanto por la desinversión creciente en infraestructura o comunicaciones, como por la reducción del gasto social. Algo que se traduce, a pesar del crecimiento de la economía, en desigualdad, exclusión social, descontento ciudadano y violencia irresoluta. Una violencia especialmente focalizada en los grupos más vulnerables como son jóvenes y niños, minorías étnicas y mujeres, tal y como lo reconoce ONU Mujeres.

En el plano político-ideológico América Latina se halla profundamente fracturada, lo cual repercute en la particular forma en la que se concibe la integración regional. Es decir, una de las grandes debilidades, aparte del sentido westfaliano de la política exterior y del escepticismo a cualquier atisbo de supranacionalidad, lo cual enrarece generalmente las relaciones regionales, es la peculiar forma en la que se ideologiza la política exterior. Una política que, generalmente, se tiende a desarrollar en clave de gobierno y no de Estado. De esta forma, los ejecutivos conservadores abogan por esquemas de integración más centrados en la liberalización comercial, y los progresistas lo hacen en otras escalas de cooperación gubernamental, como dio buena cuenta la década la experiencia posliberal (ALBA, UNASUR, CELAC).

Así, por ejemplo, se crean, se destruyen, se abandonan y se yuxtaponen esquemas de integración regional hasta el sinsentido, sin que se hayan podido construir escenarios sólidos de cooperación intergubernamental, más allá de experiencias subregionales, siempre, con un alcance limitado por la favorabilidad o no del momento geopolítico.

De otro lado, sin que exista ni el viraje conservador que algunos auguraban, ni un segundo giro a la izquierda, el nivel de incertidumbre político del tablero latinoamericano es cuando menos notable. En primer lugar, habrá que ver cómo se suceden los episodios electorales que tendrán lugar en 2020. El primero de ellos se desarrollará en Perú, pues el 26 de enero se celebran las elecciones extraordinarias que deben conformar el Legislativo peruano, tras la disolución acontecida el pasado 30 de septiembre por parte del presidente Martín Vizcarra. Este acontecimiento será clave para la gobernabilidad del país, pues las tensiones y dificultades entre Ejecutivo y Legislativo son, precisamente, las que han conducido a esta situación.

La gran incógnita es saber cuál será el reparto de poderes, si bien todos los sondeos parecieran mostrar la victoria del partido tradicional Alianza Popular, que obtuvo un pírrico resultado en los comicios de 2016, con sólo cinco congresistas sobre un total de 130. Así, la segunda fuerza sería el fujimorismo, cuyo referente, Keiko Fujimori, fue excarcelada hace unos días con una polémica sentencia del Tribunal Constitucional. Por su parte, las terceras fuerzas serían el Partido Morado y Alianza para el Progreso. Dado este panorama, en inicio, la izquierda tendría ante sí una difícil tesitura para repetir el buen resultado de los comicios anteriores y, nuevamente, el presidente deberá buscar construir una red de apoyos y respaldos que, de no superar un lastre en la calidad democrática y relaciones interinstitucionales del país, puede seguir socavando la función ejecutiva y el correcto desarrollo de la agenda de gobierno. De hecho, corrupción, impunidad y redes clientelares siguen siendo características inherentes de un sistema político como el peruano, que lleva años sin superar sus contradicciones internas.

De otro lado, tras el golpe de estado sufrido por Evo Morales, en 2020 se han de llevar a cabo nuevas elecciones, aunque la actual presidente interina, Jeanine Áñez, no las ha convocado todavía. Más allá de la controversia sobre su reelección o los cuestionamientos con respecto a la integridad electoral de los últimos comicios, los datos de la gestión de Evo son innegables. Por ejemplo, la clase media creció del 35% al 58% y el promedio de crecimiento económico anual, según el FMI, a lo largo de todo su mandato fue del 4,9%. Durante su gestión se redujo un 50% la deuda externa, la pobreza extrema o el desempleo, sin embargo, personificó y visibilizó la identidad indígena hasta niveles nunca experimentados en Bolivia, y abrió paso a un odio visceral de los sectores resentidos que, en cuanto tuvieron la oportunidad, han hecho lo posible para devolver el poder establecido a quien siempre fue poseedor del mismo: las elites económicas y las fuerzas ultraconservadoras –obviamente, con el apoyo de buena parte del estamento militar. El retorno de Morales a Bolivia no haría más que agitar todavía más la situación de polaridad y encono, y entre los posibles nombres a sucederle en 2020, ya sea Carlos Mesa, Luis Fernando Camacho, Óscar Ortiz o cualquier otro, pareciera difícil que un candidato proveniente del MAS pueda llegar en este momento a la presidencia.

El resto de escenarios electorales son, mayormente, subnacionales. Esto es, comicios municipales en Costa Rica (febrero); de gobernadores regionales y comicios municipales en Chile (octubre); departamentales y municipales en Uruguay (mayo); y, finalmente, parlamentarias en Venezuela, previstas para diciembre de 2020. Tampoco se puede perder de vista las elecciones de Estados Unidos, en la medida en que, un nuevo gobierno de Donald Trump daría continuidad a una política de relativo distanciamiento en lo que al escenario interamericano se refiere. Una realidad que ha contribuido para tirar por tierra el intento de recuperación de la labor que Barack Obama trató de llevar a cabo, especialmente en su segundo mandato, con vistas a devolver protagonismo a la Organización de Estados Americanos. Así, más allá de la relación comercial, la administración del actual presidente de la Casa Blanca se reduce a cuestiones de seguridad –Centroamérica, México, Colombia– y a posicionamientos en aras de desestabilizar algunos de los referentes del otrora regionalismo posliberal, como Venezuela o Bolivia.

AL-Chile_protestas
Propestas contra el Gobierno chileno, 2019. Jeremias Gonzalez/NurPhoto via Getty Images

En cualquier caso, todos estos episodios electorales servirán para medir el grado de apoyo o descontento, también, a escala nacional. Así, 2020, aunque en cuanto a calendario electoral se presuma como aparentemente tranquilo, de según cómo evolucione, puede tratarse como un ejercicio de transición para entender el discurrir del año siguiente, cuando habrá elecciones presidenciales en Chile, Perú o Ecuador. De la misma manera, será un año para observar los nuevos derroteros de la política regional, en donde, buena parte de las expectativas recaerán en el presidente argentino, Alberto Fernández. Precisamente, es uno de los nombres que está en mejor situación para, entre otras cuestiones, recomponer un escenario latinoamericano fragmentado, como se apuntaba con anterioridad, lastrado por la inestabilidad, la diferencia ideológica y la diversidad de miradas geopolíticas.

Desde la mirada externa del continente, 2020 será un año de continuidad para los intereses de China en la región. En muchos casos, se trata ya de la primera o segunda fuerza comercial, y le ha ido arrebatando presencia, de forma creciente, tanto a EE UU como a la Unión Europea. Es más, el intercambio comercial ya supera los 300.000 millones de dólares y la inversión extranjera se eleva de manera estable, superando los 200.000 millones. De esta forma, América Latina se ha ido construyendo como un escenario que provee a China de materias primas de bajo coste que permiten mantener un elevado ritmo de industrialización y, a la vez, sirve de escenario particular para posicionar su industria de productos y servicios. Esto se trata de un arma de doble filo, en la medida en que aun cuando abre un escenario prolijo para el intercambio comercial, la marcada impronta asimétrica de esta relación hace que se dificulte la industrialización latinoamericana y, por extensión, se limiten las posibilidades para construir valores agregados propios.

Mayores dudas arroja, por otra parte, la presencia rusa. Ésta, desde 2008, ha venido experimentando una presencia creciente en América Latina, aunque resulta ocho veces menor que la china. Particularmente, se ha consolidado en países que no pasan por su mejor momento, como son los casos, aparte de Cuba, de Nicaragua, Bolivia, Ecuador o Venezuela. Tal vez no sea casualidad que todos estos respaldaran a Vladímir Putin tras las sanciones de la UE por la anexión de Crimea. Pese a todo, el eje La Habana-Managua-Caracas sigue siendo la prioridad para Moscú, sobre todo, habida cuenta de que las excelentes relaciones con la Argentina de Cristina Fernández y el Brasil de Lula da Silva parecen quedar muy alejadas en el tiempo.

Aunque parezca que 2020 puede ser un año de continuidad en lo económico, en lo político-electoral o en lo geopolítico, nada puede darse por sentado en una región en donde la conflictividad social es una realidad con elevadas posibilidades de transformación. Las contradicciones ambientales, ecológicas o socioeconómicas que proyecta el sistema capitalista global, y que conviven con aparatos nacionales incapaces de resolver necesidades en clave local, generan una imbricación de tensiones multi-escalares que deviene especialmente problemático en América Latina. A ello hay que añadir un desencanto de la ciudadanía que se traduce, como muestra el Latinobarómetro, en culpar directamente de la situación a la clase política. Así, mientras que no se atiendan necesidades compartidas de base como son la formalización laboral, la dignificación de derechos sociales, el fortalecimiento de la institucionalidad local o la reducción de la corrupción imperante, difícilmente se sentarán las bases para un salto cualitativo de las democracias latinoamericanas en su conjunto. Un avance en donde, de manera imprescindible, hay que recomponer, más pronto que tarde, la correlación de fuerzas del trinomio estado-mercado-sociedad civil.