Lugar de extracción de oro artesanal en Sadiola al noroeste de Malí (AfrikImages Agency via Getty Images)

¿Cuáles son los actores, las dinámicas y los impactos?

 Región conocida por su gran riqueza aurífera desde la Edad Media, la explotación del oro en África occidental ha crecido de forma exponencial desde inicios del presente siglo, a través, por un lado, de una minería industrial liderada por grandes multinacionales extranjeras (de Suráfrica, Canadá, EE UU, entre otros países) —al calor de los códigos mineros promovidos por el Banco Mundial en los 90 (con condiciones muy ventajosas para los inversores)— y, por otro, de una auténtica fiebre del oro protagonizada por millones de mineros artesanales locales y de los Estados vecinos.

La expansión y rentabilidad de las inversiones y de la fiebre extractiva pivota sobre un precio volátil establecido en mercados internacionales muy alejados de dicha región, pero que influyen directamente en la vida de un porcentaje significativo de su población. Desde inicios de los 2000 (la onza —28,7 gramos— cotizaba a 400 dólares en 2003), el precio ha experimentado una marcada tendencia al alza, hasta llegar a unos 1.800 dólares/onza en la actualidad (precio al que llegó a cotizar a finales de 2012, para luego oscilar durante varios años entre 1.400 y 1.100 dólares).

África occidental es hoy el cuarto territorio del mundo en producción de oro, por detrás de China, Australia y Canadá. Tres países, Ghana (con 147 toneladas extraídas en 2019, según datos oficiales), Malí (73 toneladas) y Burkina Faso (64 toneladas) se sitúan entre los 20 primeros productores globales y representan un tercio de la producción de oro en África. Para estos Estados africanos, además de Níger, el oro es su primer producto de exportación: en el caso de Ghana representa aproximadamente el 50% de sus exportaciones, en el de Malí el 92%, en el de Burkina Faso el 72% y en el de Níger el 54%. Todos ellos, salvo Ghana, se encuentran entre los países más pobres del mundo y ocupan los últimos puestos del Índice de Desarrollo Humano del PNUD.

 

Quién es quién en el negocio del oro

En torno a la mitad del oro que se produce en la región proviene de la minería artesanal —sin ningún tipo de regulación, en la inmensa mayoría de los casos—, que ocupa directamente a varios millones de trabajadores (1 millón en Burkina Faso, 700.000 en Malí y 300.000 en Níger, según estimaciones del think tank International Crisis Group). A los que hay que sumar (además de Ghana) varios países en los que se extrae también este mineral, como en Costa de Marfil, Guinea Conakry y Senegal, entre otros.

En la gran mayoría de los casos sus condiciones laborales, descendiendo a través de profundas y angostas excavaciones subterráneas, son muy precarias e implican grandes riesgos para la salud. Si bien la actividad extractiva está reservada sobre todo a los hombres, las mujeres desempeñan también un papel importante, normalmente a través de tareas de selección y trituración de la roca. El trabajo de menores de edad es también muy frecuente en las minas de oro. Unicef estima que hasta 700.000 menores podrían estar trabajando en las minas de Burkina Faso (en donde el 30% del territorio es objeto de permisos de exploración minera). El proceso de segregación de la roca y el oro mediante cianuro o mercurio provoca daños muy graves e irreversibles para la salud. En cuanto a la minería industrial, el número de empleos asciende únicamente a varios miles. En términos de empleos indirectos (derivados de las actividades vinculadas a la minería, y de las infraestructuras y negocios en torno a las explotaciones mineras), su número podría triplicarse al de los puestos laborales directos.

La explotación del oro adquirió una nueva dimensión en el Sahel central a partir del descubrimiento, en  2012, de una veta de gran riqueza que atraviesa el Sáhara, desde Sudán hasta Mauritania, la cual se añade al oro que se venía explotando en la región de Tilaberi (oeste de Níger), Kayes, Sikasso y Koulikoro (sur de Malí) y en varias regiones de Burkina Faso. En esta zona se ha desplegado además, sobre todo a partir de 2016, la presencia de diversos grupos yihadistas, cuyos ingresos provenientes del oro han aumentado entre un 25% y un 40% (según el centro noruego Rhipto) desde que se inició la pandemia de la Covid-19, en un contexto marcado por la restricción de otras vías de financiación. En la región del Soum (Burkina Faso) son los propios mineros los que reclutan a unidades yihadistas como agentes de seguridad en las minas artesanales. En otros casos, diversos actores locales no estatales, como los grupos de autodefensa, se encargan de dicha seguridad.

Al norte de la región de Kidal, en Malí, el grupo Ansar Eddine exige la zakat (impuesto religioso) a los mineros y comunidades locales. En ocasiones, las acciones represivas de las autoridades estatales contra los mineros artesanales ha favorecido directamente que las  comunidades locales apoyen a los yihadistas, quienes también aprovechan para realizar acciones de reclutamiento. A finales de 2019 dos atentados a cargo de grupos armados marcaron a fuego la minería del oro en Burkina Faso: en octubre se produjo el asesinato de una veintena de mineros artesanales en el oeste del país y en noviembre fue atacado un transporte de una empresa canadiense en la zona este, con un saldo de al menos cuarenta víctimas mortales. Otros ataques han tenido lugar con posterioridad.

 

Dinámicas comerciales

En paralelo al comercio legal, a lo largo de los años se han ido desarrollando redes locales, nacionales y regionales de comercio ilícito (en algunos casos, como en el norte de Níger y de Malí, vinculadas también con el narcotráfico) que transportan el oro —además del cianuro  y otros productos químicos— de forma clandestina e ilegal a través de unas fronteras muy porosas o de puestos aduaneros que no cumplen con su cometido.

Zoco de oro de Deira en Dubai, Emiratos Árabes Unidos (Scott E Barbour via Getty Images)

El oro atraviesa fronteras sin ser declarado con el fin, además, de ser exportado desde los Estados con tasas más bajas de exportación, en detrimento de amplios volúmenes de ingresos fiscales para los países donde se extrae el oro, y en beneficio de las redes empresariales que operan con completa impunidad. Es el caso, por ejemplo, de Guinea Conakry y los flujos comerciales de oro provenientes de Malí, los cuales se incrementaron desde que Guinea Conakry redujo en 2016 al 0% los royalties de exportación. Otro ejemplo, ampliamente conocido, es el de Togo, un país que oficialmente no produce este metal precioso pero que, sin embargo, exporta toneladas de este mineral proveniente de Burkina Faso, donde las tasas de exportación son hasta 10 veces superiores a las de Togo. Hombres de negocio libaneses (que también adquieren oro de Malí y Ghana) exportan desde Togo el oro de Burkina, con destino a Suiza para su refinado. Pese a las disposiciones vigentes sobre blanqueo de fondos del país helvético y las declaraciones de la refinería suiza de destino, indicando que había cumplido con los principios de la OCDE sobre debida diligencia, las importaciones de oro burkinés (en torno al cual se producen graves violaciones de los derechos de la infancia) se ha venido importando en dicho país sin la debida verificación de las cadenas de suministro, según una investigación de 2015 de la ONG Declaración de Berna.

La incongruencia entre las estadísticas oficiales respecto al oro que exportan Estados como Malí o Burkina y el que importan de estos países Suiza, Dubái o China para su refinado, tampoco ayudan a cuadrar las cuentas, reflejando grandes desajustes contables bajo los que subyacen ingentes cantidades de flujos financieros ilícitos. La aplicación de los actuales códigos (de cumplimiento voluntario) sobre diligencia debida brillan también en estos casos por su ausencia, y ponen de manifiesto, una vez más, la necesidad de establecer marcos prescriptivos.

 

Impactos socioeconómicos y medioambientales

La minería del oro genera numerosos impactos negativos: sobre los recursos forestales, debido a la tala de árboles destinados al acceso a las galerías de las minas, la combustión y a la construcción de las cabañas de los poblados que surgen en torno a las minas artesanales; sobre el suelo, a través de una erosión intensiva, con los consiguientes perjuicios para la agricultura; sobre los acuíferos, a través de la  contaminación de arroyos, ríos y la capa freática, por el mercurio y el cianuro, entre otros productos químicos, vertidos; y sobre la salud de los mineros y de quienes desagregan (con frecuencia, niños) la roca del mineral utilizando dichos productos químicos.

Además, en un contexto socioeconómico extremadamente vulnerable, los conflictos de orden diverso son muy frecuentes. Tanto entre comunidades locales y mineros artesanales provenientes de otras localidades o países, como entre ambos y las empresas mineras adjudicatarias de títulos de explotación. Los daños medioambientales causados por la minería son fuente también de numerosos conflictos.

Todas las cuestiones reseñadas interpelan directamente a las autoridades estatales de dichos países africanos, competentes para la regulación del sector y adjudicación de permisos y responsables ante las poblaciones locales de la explotación del oro, sus ingresos fiscales (en el caso de la minería industrial) y la redistribución de los mismos. Las colectividades locales son marginadas con frecuencia en la toma de decisiones, y en muchos casos la presencia del propio Estado es exigua o inexistente en unos territorios mineros desprovistos por completo de servicios básicos y que necesita todo tipo de apoyos.

Por otra parte, son numerosos los expertos que aconsejan valorar adecuadamente los pros y contras, y la propia viabilidad de la regularización de la minería por parte de las autoridades locales, antes de que estas intervengan como la hacen frecuentemente: bien para reprimir, bien para imponer una regulación de la actividad, que es muy compleja. Entre los impactos positivos, algunos investigadores señalan, además de los empleos directos e indirectos que genera el sector y los correspondientes ingresos para sus familias, las diversas externalidades sobre las economías locales (construcción de infraestructuras, numerosos negocios para proveer de servicios la actividad y a las comunidades mineras); y en casos como el del Níger y Costa de Marfil, el impacto positivo sobre procesos de construcción de paz, a través de la incorporación de ex-combatientes a la minería artesanal. Las autoridades de Níger, han optado, en su caso, por no intervenir, debido a que consideran que la minería del oro en el norte del país genera un impacto positivo sobre los medios de vida de una población numerosa y contribuye a amortiguar tensiones de diverso tipo.

Los puntos de luz en este ámbito, en forma de buenas prácticas, son, igualmente, muy escasos e incipientes. La Comunidad Económica de Estados de África del Oeste (CEDEAO) está intentando recabar algunas de estas prácticas  —como la normativa aprobada recientemente en Burkina Faso, que establece una retención en origen del 1% del volumen de facturación de las compañías mineras para destinarlo al desarrollo de las colectividades locales, o el agrupamiento de mineros artesanales en cooperativas en dicho país y Malí—con el fin de elaborar un marco regulatorio que armonice los regímenes jurídicos y fiscales de los Estados de la región. Su eficacia dependerá, entre otras cuestiones, de la adopción tanto de tasas de exportación y aduaneras iguales  en todos los Estados miembros como de todas las reglas de aplicación relativas. El objetivo de la CEDEAO es aprobar dicho marco en marzo de 2022.

Más allá de estas buenas prácticas, la realidad sobre el terreno es que el gran potencial como vector de desarrollo sostenible del oro no se ha traducido en una mejora consecuente de las condiciones de vida de las comunidades locales y de las poblaciones africanas en su conjunto. Mientras tanto, las reservas de oro se van agotando (el FMI estima que los ingresos por exportación de Malí decrecerán de forma muy significativa en los próximos 15 años) y las redes comerciales de diversos niveles y empresas multinacionales en diversas partes del mundo obtienen en su extracción, comercio y procesamiento un sustancioso beneficio del metal precioso por excelencia, cuyo destino final son las joyerías, los bancos (reservas e inversiones) y la electrónica, además de otros usos industriales en países fuera del continente africano.