Un repaso a las razones de la creciente tensión entre Roma y París.

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El ministro del Interior y viceprimer ministro, Matteo Salvino, habla sobre inmigración en un programa de TV con la imagen del Presidente francés, Emmanuel Macron. ANDREAS SOLARO/AFP/Getty Images

En las últimas semanas hemos podido asistir a un deterioro de las relaciones italo-francesas que tiene múltiples explicaciones, pero en las que, en cualquier caso, llama la atención cómo estas van empeorando por momentos. En realidad, dada la heterogeneidad de los asuntos conflictivos (movimientos migratorios, colonialismo o el ferrocarril que debe unir Turín con Lyon), lo que se evidencia es que el auténtico trasfondo de lo que sucede es una distinta concepción del camino que debe tomar la Unión Europea: mientras en el Gobierno italiano la persona que realmente manda (Matteo Salvini) es un declarado antieuropeísta, en el caso de Francia es el presidente de la República, Emmanuelle Macron, quien intenta relanzar la maltrecha construcción europea, ante la evidencia del agotamiento del otro elemento del eje impulsor de dicha construcción (Alemania, en este momento camino de una posible recesión y sin un liderazgo claro).

Esto explica que, desde que la coalición formada por el Movimiento Cinco Estrellas y la Liga gobierna con una amplia mayoría en Italia, los conflictos entre Roma y París no hayan hecho más que crecer. El primer asunto que deterioró las relaciones entre ambos países fue la citada política migratoria de Salvini: el cierre completo de los puertos, que llevó a rebajar muy sustancialmente el número de llegadas a las costas italianas (en 2018 fueron un 80% inferiores que el año anterior), supuso que los emigrantes, viendo que también estaba cerrada la ruta balcánica, se inclinaron por ir a las costas españolas. Y eso era lo peor que le podía pasar al Ejecutivo francés, porque España, con casi un 15% de paro, no es precisamente el lugar donde quieren quedarse estos migrantes, sino precisamente Francia, donde el mercado laboral presenta bastantes mejores cifras.

No contento con ello, el Gobierno galo se irritó aún más cuando vio que el Ejecutivo italiano, que representa a un Estado con una deuda pública descomunal (131,8% sobre PIB, y subiendo según pasan los meses), se saltaba el objetivo de déficit pactado por el anterior gobierno transalpino (el presidido por Paolo Gentiloni, que cifró ese objetivo en el 0,8%) y exigía que se le permitiera llegar al 2,4%, todo ello sin ninguna justificación ni menos aún previsión de ingresos adicionales. Para colmo, durante las duras negociaciones entre ambas partes (que tuvieron lugar entre finales de octubre y mediados de diciembre), uno de los dos encargados de meter en cintura al Gobierno italiano fue precisamente un francés, Pierre Moscovici, Comisario de Asuntos Económicos, quien no tuvo el más mínimo reparo en recordar el pasado fascista de Italia en referencia a que Salvini mostraba importantes similitudes, al menos por momentos, con Benito Mussolini. Tuvieron que ser Jean-Claude Juncker, por parte de la Comisión Europea, y Giuseppe Conte, Giovanni  Tria y Enzo Moavero, por parte italiana, los que lograran desbloquear la situación y fijar finalmente el objetivo de déficit en el 2,04% (también lo facilitó el hecho de que Francia decidiera aumentar asimismo su gasto público frente a lo previsto inicialmente). En cualquier caso, las tiranteces entre Moscovici (quien, todo hay que decirlo, llegó al cargo proveniente de un partido, el socialista, que está prácticamente liquidado) y el Gobierno italiano van a ser una constante. Todo ello sin olvidar que a Moscovici, hijo de emigrantes de la Europa del Este, le resulta detestable la política racista y xenófoba de Salvini.

Cuando parecía que las aguas se calmaban, vinieron nuevas tiranteces entre ambos países a cuenta del pasado colonialista. Y es que debe recordarse que la mayor parte de los flujos migratorios que ha recibido Italia en los últimos años viene precisamente de antiguas colonias francesas: no sólo los originarios del cuerno de África, sino también los del Magreb, una zona íntegramente colonizada en su momento por Francia con la excepción del Marruecos español, de Libia (que sí fue, en cambio, colonia italiana, era la llamada “Tripolitania”) y de Egipto (y eso que en tiempos de Napoleón Bonaparte fueron los franceses los que controlaron este país, para luego dejarlo en manos de los británicos). El mensaje italiano fue claro: que los franceses se hicieran cargo de esta población, ya que eran ellos, a juicio del Gobierno italiano, los culpables directos de que esos países hubieran quedado sumidos en una pobreza crónica. No faltaron, en ese sentido, las palabras gruesas: los franceses se habían comportado en el pasado, según el Ejecutivo italiano, como unos auténticos expoliadores, mientras los italianos, en palabras de sus más destacados representantes, fueron los creadores de una civilización única (la romana).

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Trabajador en el tunel del proyectado tren de alta velocidad entre Turín y Lyon, noviembre 2018, MARCO BERTORELLO/AFP/Getty Images

Solo faltaba para encrespar el conflicto entre ambos la conexión ferroviaria entre Turín y Lyon. En efecto, aunque hacía ya casi dos décadas que se tenía que haber puesto en marcha, y a pesar de que en abril de 2015 el entonces primer ministro Matteo Renzi y el también por aquel entonces Presidente de la República François Hollande (ambos, por cierto, socialistas), se comprometieron a que en 2016 se iniciarían las obras (las cuales ambos dirigentes esperaban que la Unión Europea sufragara en un 40%, teniendo en cuenta que la cifra presupuestada era de alrededor de 8.500 millones de euros, entre otras cuestiones porque requería de un túnel de 57 kilómetros de largo que pasara por el interior de la cordillera de los Alpes), la realidad es que el proyecto se encuentra plenamente paralizado. Y no se trata de algo casual, sino la respuesta de Salvini (quien en la práctica dirige también la diplomacia italiana) al bloqueo comunitario de las exportaciones rusas como consecuencia de la guerra entre Rusia y Ucrania, y que supuso la anexión rusa de la península de Crimea, así como la creación de dos repúblicas autónomas (Donetsk y Lugansk).

Hay que tener presente que Salvini, como líder de la Liga, representa al pequeño empresariado del norte italiano que exporta numerosos productos agrarios a Rusia, lo que explica los varios viajes que ha realizado a tierras rusas como forma de apoyar a este país, en un claro desmarque de la posición global de la UE. Si a eso añadimos la debilidad de la economía italiana, resulta comprensible que el Ejecutivo transalpino no tenga ningún interés de que a un competidor directo (Francia, con una industria tan importante como la suya) se le facilite la entrada de productos a Italia, a pesar de lo que supone que exista el llamado espacio Schengen.

Mientras, Salvini (porque su compañero de coalición, Di Maio, es menos antieuropeísta que él) lleva meses forjando una alianza con los partidos de extrema derecha de cara a las elecciones europeas del 26 de mayo: con Alternativa por Alemania, con el Frente Nacional, con los Demócratas de Suecia, con el UKIP británico e, incluso, con VOX en España. Sabe que están ante una ocasión única para tener más presencia que nunca en el Parlamento Europeo (podrían lograr un tercio de los escaños), y que podrían tener hasta representación en la Comisión Europea (el mismo Salvini afirmó que le encantaría presidir este organismo). Frente a ellos, Francia trata de forjar una alianza con una Alemania donde tanto la CDU como el SPD están en horas bajas; donde el PD italiano (formación socialista) se encuentra en este momento descabezado tras el descalabro electoral del pasado 4 de marzo; y con un PSOE español cada vez más debilitado y con un futuro incierto. Recordemos, en relación con ello, que en Italia existe una cada vez más amplia convicción de que pertenecer a la UE resulta lesivo para sus intereses, aunque aún son mayoría los italianos que quieren seguir perteneciendo a la Unión: en concreto, según los últimos sondeos realizados dentro del propio país, alrededor del 60-65% de los italianos quieren permanecer en la UE, aunque, claro está, con un mejor trato que implica, entre otras cuestiones, un mejor reparto de la población inmigrante que llega a las costas de Europa y donde los acuerdos comunitarios siguen sin cumplirse generando un claro perjuicio a Italia.

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Migrantes caminan cerca de un grafiti que dice "Ni Salvini ni Macron" a 100 kilómetros de Turín. MARCO BERTORELLO/AFP/Getty Images

En cualquier caso, en este momento el reloj corre en contra de Salvini y a favor de Macron: aunque el segundo está teniendo muy importantes problemas para implementar sus reformas, en el caso de Salvini su gobierno ya ha entrado en recesión, la prima de riesgo está disparada y los conflictos con sus aliados del Movimiento Cinco Estrellas son cada vez más numerosos (el último, la posibilidad de que los de Di Maio voten a favor del enjuiciamiento de Salvini por posible secuestro de un barco en agosto pasado en el puerto de Catania). Así que veremos si Salvini puede seguir comportándose de una manera tan desafiante con quienes realmente mandan en la UE.

Todo ello sin olvidar la cuestión fundamental de trasfondo: si Francia, a través de Robert Schuman y Jean Monnet, fue clave en la puesta en marcha de la construcción europea (con la inestimable colaboración del alemán Konrad Adenauer y del italiano Alcide de Gasperi), Italia, que ha sido siempre un país de fuerte tradición europeísta (en este momento son italianos el Presidente del Parlamento europeo (Antonio Tajani) y del BCE (Mario Draghi), así como la encargada de dirigir la política exterior (Federica Moguerini), es, junto con el Reino Unido (mucho menos implicado en la integración europea de siempre), el principal quebradero de cabeza de las autoridades comunitarias. Y Salvini sabe que cada enfrentamiento con las principales cabezas visibles de la UE (Emmanuel  Macron, Angela Merkel, Mark Rutte, etcétera) le concede más y más votos porque estamos hablando, en su caso, de que este político lombardo, más que un ultraderechista, lo que representa es a un auténtico ultranacionalista. Serán las urnas el día 26 de mayo quién posee una posición más sólida en su país, si Salvini en Italia o si Macron en Francia, pero parece claro que estos enfrentamientos que hemos visto tendrán continuidad en el tiempo.