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Activistas de Friday for Future, pintan las iniciales del movimiento en el asfalto en una manifestación en Hamburgo, Alemania, como símbolo por la falta de asistencia de manifestantes por la COVID19. (Frank Molter/picture alliance via Getty Images)

Con la pandemia, la política contenciosa y la acción colectiva podrían haberse alterado o redefinido. Analizamos si se han transformado o no, qué retos nuevos aparecen y cómo se adaptan a la “nueva normalidad”.

Las protestas contra Lukashenko en Bielorrusia, las movilizaciones en Líbano que han hecho dimitir al gobierno, el relanzamiento de Black Lives Matter en Estados Unidos o las manifestaciones en Berlín contra la gestión de la COVID19 son solo algunos ejemplos bien recientes de la reanudación de la ola global de protestas que a principios de este año había quedado en suspenso. A pesar de la interrupción debida a la pandemia, la contienda política en las calles vuelve a estar a la orden del día. Esto no impide que las condiciones de la acción colectiva se hayan visto alteradas de forma sustantiva. ¿En qué consistirá entonces la política contenciosa de la “nueva normalidad”?, ¿obligará a redefinir las prácticas activistas?, ¿se consolidarán tales innovaciones? ¿Cómo afectarán a las formas de hacer política en su interacción con partidos y élites? ¿De qué manera se hará útil para algunos grupos sociales o se convertirá en un inconveniente para otros?

 

La ola interrumpida

En vísperas de la pandemia, el planeta estaba experimentando una gran ola de movilizaciones, también conocida como la “ola de protesta global de 2019”. Como es lógico, las situaciones variaban enormemente de un país a otro. Pero entre finales del año pasado y principios de este, una cosa estaba clara: las calles estaban en plena efervescencia política. Ya fuese por medio de la difusión transnacional de algunos movimientos como el feminismo (MeToo, 8M, etc.), el ecologismo (Fridays for Future, cumbre del cambio climático, etc.) o en respuesta a las crisis políticas de cada país (Hong Kong, India, Francia, Chile, Irán, Malta, etc.), lo cierto es que los distintos ciclos de protesta en curso se encontraban inmersos de lleno en la lógica sinérgica, interactiva y transnacional que caracteriza el despliegue de una ola de movilización global.

Hasta la llegada de la pandemia, la difusión del “repertorio modular de acción colectiva” (el conjunto de prácticas con que el activismo interrumpe el funcionamiento normal de las instituciones para promover sus causas) activaba y reforzaba el antagonismo, atravesando fronteras y reclinándose según las tensiones locales, nacionales y regionales. En Hong Kong o Barcelona se tomaba el aeropuerto, aunque con objetivos muy distintos. Prácticas muy similares encontraban así un eco transnacional en medios y activistas, reforzándose mutuamente una protesta y otra. La performance del colectivo chileno Lastesis, “Un violador en tu camino”, servía a la movilización feminista en docenas de países, si bien en cada lugar era declinado de acuerdo a los objetivos concretos del feminismo en cada país.

Pero con la COVID19 este contexto se interrumpiría de forma abrupta. En casi todas partes los Estados activaron los distintos recursos con que sus regímenes políticos habilitaban la excepción. De acuerdo a la gravedad de la situación, la normalidad (incluida la de la protesta en marcos democráticos) fue suspendida de forma distinta en cada momento y lugar. Esto tuvo un efecto inmediato sobre la política de cada país y, más en concreto, allí donde había ciclos de luchas en curso. Como era de esperar, este recurso a la excepción supuso una alteración de los equilibrios internos de poder. Un cambio brusco que ha avanzado redefiniendo las bases políticas país a país; especialmente allí donde el impacto ha sido mayor, donde la contienda ya era más intensa y donde los Estados han sido más eficaces al aplicar la excepción. Ante esto, las redes activistas se han visto en la encrucijada de innovar sus repertorios o perder impulso a la espera de tiempos mejores.

 

La crisis del discurso activista ante la excepcionalidad

Superados estados de alarma, confinamientos, medidas de todo tipo, etc., la política ha retornado a una “nueva normalidad”. El efecto más evidente del recurso a la excepción ha sido el ensanchamiento del margen de acción estatal inmediato, legítimo y capacitador a la hora de aumentar el control sobre las poblaciones y, por ende, del disenso político. Pero, a su vez, esto ha generado resistencias inesperadas por parte de colectivos “negacionistas” que ponen en cuestión las medidas adoptadas en cada país, desde cuestionar el uso de mascarillas hasta negar la propia existencia del virus o la posibilidad de combatirlo con vacunas.

A grandes trazos, sin embargo, los meses de excepción pusieron de manifiesto el conocido “efecto bandera”, esto es, el reforzamiento del ejecutivo gracias a una fuerte adhesión patriótica a la acción de gobierno en momentos críticos. De forma semejante al efecto de los atentados del 11S y la Patriot Act sobre la ola altermundialista, el gobierno de la excepción ha marcado también un punto de inflexión para la ola de 2019.

En esta ocasión, sin embargo, la naturaleza de la COVID19 ha supuesto una alteración sustantiva para el discurso activista: allí donde la lectura desde Guantánamo había inspirado una intensa crítica de la intelectualidad más afín a los movimientos, las lecturas del estado de alarma como respuesta a la pandemia han sido mucho más variadas y controvertidas. Basta con pensar en la polémica y en el debate filosófico provocado por Giorgio Agamben, otrora aclamado por su denuncia del estado de excepción. A fin de ganar apoyos sociales, el discurso activista afronta, pues, el reto mayor de no hacer el juego al negacionismo, ni repetir fórmulas de contextos precedentes, difícilmente coincidentes con la pandemia.

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Cuenta en Instagram de #blackouttuesday. (Eric BARADAT / AFP) (Photo by ERIC BARADAT/AFP via Getty Images)

Recuperar el espacio público desde el umbral

Uno de los efectos más destacables de la excepción ha sido reducir el espacio público hasta su mínima expresión, esto es, hasta los balcones, ventanas y otros espacios umbrales entre la esfera privada y la pública. Como es evidente, para la política contenciosa, acostumbrada a obtener su ventaja de la irrupción en el espacio público, el confinamiento supuso una reducción drástica de su margen físico de actuación. No fue impedimento, a pesar de todo, para que el repertorio modular mostrase una notable capacidad de adaptación.

Así, la cacerolada mutó e incorporó los aplausos en los balcones a los trabajadores de la sanidad y otras labores indispensables como demostración de fortaleza colectiva ante la adversidad. En el espacio liminar que dejaban balcones y ventanas se cantaron canciones protesta antiguas y nuevas o resignificadas, se colgaron pancartas con mensajes compartidos, etc. En Italia, por ejemplo, el recurso a la memoria colectiva del antifascismo regresó a las calles desde ventanas y balcones haciendo sonar el Bella Ciao. Un uso similar se dio en España a la popular canción del Dúo Dinámico, Resistiré, reconvertida en un himno espontáneo para la ciudadanía.

Pero a la par que la acción colectiva no institucionalizada se reinventaba en los márgenes del espacio público, la esfera virtual compensó esta dificultad activándose al máximo. Los cambios del repertorio se adaptaron así reduciendo al mínimo la presencia física. Proliferaron intervenciones capaces de combinar un alto valor simbólico de la presencia física de pocos activistas con el apoyo de redes que hicieron posibles audiencias masivas online.

Un ejemplo de esto nos lo brinda la quinta huelga digital global contra el cambio climático convocada por Fridays for Future el 24 de abril. Si bien por un lado apenas unas docenas de activistas depositaban unas cuantas pancartas y mensajes medioambientales en lugares de alto valor simbólico; por otro, gracias a los medios virtuales, era posible reunir en esta acción a muchísimos más participantes que se hacían virtualmente presentes al geolocalizarse en dichos lugares. Al mismo tiempo se discutían propuestas en asambleas digitales, se mantenía una presencia importante en redes sociales, etc. Sin congregar de forma presencial una multitud en el lugar de la convocatoria, se lograba un impacto no menor.

Frente a estas tácticas también se han registrado otras menos sofisticadas en el uso de los viejos recursos adaptado a la adversidad de las circunstancias. Así, por ejemplo, allí donde la cultura del automóvil es fuerte y los valores medioambientales débiles, hemos visto aparecer manifestaciones en coche. Desde la oposición de grupos negacionistas en EE UU, reticentes al confinamiento durante los primeros momentos, hasta las manifestaciones de la extrema derecha en los barrios pudientes de España. Fuertemente criticadas por su impacto mediambiental, esta práctica ha conferido a sus promotores la ventaja de una gran disruptividad y visibilidad física.

 

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Un extremista escéptico de extrema derecha frente al edificio del Reichstag en Berlín protestan contra las medidas tomadas contre la COVID19. (Omer Messinger/Getty Images)

Consolidar prácticas para una nueva normalidad

Si el periodo del confinamiento ha conducido a experimentar prácticas innovadoras para el repertorio de acción colectiva, el desconfinamiento ha puesto a prueba su incorporación duradera. No obstante, el fin del desconfinamiento y el paso a la nueva normalidad no ha supuesto el retorno a la vieja configuración del repertorio. Antes bien, el activismo se ha visto obligado a ser muy respetuoso y cuidadoso con las medidas preventivas. De esta suerte hemos visto concentraciones que sin ser todo lo masivas que eran antes, han demostrado el empoderamiento de sus participantes por medio de la capacidad de ordenar la multitud en un sujeto organizado por medio del recurso a la mascarilla, la distancia física, etc.

A pesar de los esfuerzos de las redes activistas más interesadas en desplegar una cultura cívica, respetuosa con las medidas preventivas y la salud a la par que disidente de las políticas a las que se opone, no han evitado que también viejas formas basadas en el anonimato hagan acto de presencia en la nueva normalidad e incluso ya antes, durante el confinamiento. Nos referimos aquí a las intervenciones más intensas, disruptivas y contundentes, realizadas desde el anonimato, que presentes antes, se han prolongado, primero y reaparecido después, en la nueva normalidad. Así, por ejemplo, las protestas antirracistas en EE UU han demostrado que sigue bien vivo el repertorio insurreccional del riot; incorporando desde el cuerpo a cuerpo en las calles con las fuerzas del orden, hasta el asalto a establecimientos o la destrucción de mobiliario urbano y otros bienes. Nada que no sea la expresión actual de los disturbios de Los Ángeles en 1992 o de Watts en 1965.

Como quiera que sea, está por ver si en los meses que vienen las prácticas adaptadas a una expresión cívica de la contienda logran articular la contestación social o si, por el contrario, a medida que no llegue a declararse el extremo del confinamiento, la ventaja será cada vez mayor para aquellas prácticas más radicales y continuistas. La suspensión sobrevenida de la manifestación contra las medidas por la COVID19 en Berlín y el consiguiente asalto fallido de la extrema derecha al Bundestag aportan aquí un buen ejemplo de esta tensión. Ante la segunda ola, que ya va en ascenso, lo único seguro es que el activismo tendrá que seguir experimentando en el marco de contextos cambiantes.

 

Este artículo forma parte del especial

‘El futuro que viene: cómo el coronavirus está cambiando el mundo’.

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