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La canciller de Alemania, Angela merkel tras una rueda de prensa en Berlín. (Pool/Getty Images)

¿Cuál es el panorama político que se quedará en Alemania cuando la canciller deje de liderar el país?

El bipartidismo imperfecto ha muerto en Alemania. La era Merkel se ha llevado por delante el sistema partidista que dotó de estabilidad política al país durante décadas. En su lugar está configurándose un modelo pluralista cargado de contradicciones, con signos de polarización y cada vez más limitaciones. Su combinación con un sistema electoral proporcional podría acabar generando dificultades en un país que se jacta de ser el ancla de estabilidad de la Unión Europea (UE). Este movimiento tectónico, de importantes repercusiones para Alemania y los 27, tiene mucho que ver con quien ha liderado el país durante los últimos 16 años y que abandona la política activa. Pero no sólo. De la búsqueda del centro de la Unión Cristianodemócrata (CDU) al surgimiento de la ultraderecha, pasando por el desgaste de los socialdemócratas y el empuje de Los Verdes.

Merkel llegó a Cancillería tras las elecciones parlamentarias de 2005, en las que su bloque conservador y el Partido Socialdemócrata (SPD), los referentes del centro-derecha y el centro-izquierda, respectivamente, sumaban el 69,4% de los votos. Otros tres partidos accedieron al Bundestag en aquella ocasión: el Partido Liberal (FDP), la tradicional "bisagra" del sistema; Los Verdes, que habían sido el socio minoritario de los socialdemócratas en los gobiernos del canciller Gerhard Schröder de las dos legislaturas previas y el Partido del Socialismo Democrático (PDS), sucesor del partido comunista de la Alemania oriental. Ninguno de estos tres alcanzaba el 10% de los sufragios. La única alianza aritméticamente viable era una gran coalición de conservadores y socialdemócratas, una posibilidad vista hasta entonces como excepcional.

La constelación actual es muy distinta. Según los últimos sondeos de intención de voto de cara a las parlamentarias del 26 de septiembre, la CDU y sus socios bávaros de la Unión Socialcristiana (CSU) sumarían entre el 26% y el 28% de los votos, seguidos por Los Verdes (20-22%), el SPD (14-16%), el FDP (10-13,5%), el ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) (9-12%) y La Izquierda (6-7%), una formación fundada en 2007 por el PDS y una escisión izquierdista del SPD. Esto es: ahora las dos formaciones de la gran coalición sumarían como máximo un 44% de los apoyos -no tendrían suficientes escaños para una mayoría- y cinco partidos en total superarían la barrera del 10% de los sufragios.

La tendencia es similar en los Länder. Cuando el 18 de septiembre de 2005 se celebraron las elecciones que llevaron a Merkel a la Cancillería, en cinco de los 16 estados federados del país había un gobierno monocolor y en los restantes once había coaliciones de dos partidos. En total, 27 representaciones de formaciones políticas regionales, pero de tan sólo cuatro siglas (contando como un bloque a la CDU y la CSU, que nunca se presentan por separado en un mismo territorio). Actualmente, la fragmentación del espectro partidista y la dispersión del voto han cambiado el panorama de forma sustancial. Ningún Land es gobernado, en estos momentos, en solitario: en ocho hay coaliciones de dos socios y en los ocho restantes el Ejecutivo regional está conformado por un tripartito. En total, 40 representaciones partidistas regionales de seis formaciones políticas distintas.

El factor Merkel

¿Qué ha pasado en Alemania para este cambio sustancial en tan sólo 16 años? Múltiples factores han llevado al país a donde está, pero Merkel es sin duda clave en esta deriva. En primer lugar, ella ha movido a su partido desde posturas neoliberales en lo económico y conservadoras en lo social hacia el centro sociológico del país, que no coincide exactamente con el político (está algo más a la derecha), pero del que no dista mucho. La crisis financiera global de 2008, que llevó a una fuerte intervención del Estado alemán en la economía y la alianza de su primera legislatura con los socialdemócratas influyeron en el reposicionamiento de la canciller, que poco a poco fue arrastrando a su partido. Esto coincidió además con un progresivo cambio de guardia en la CDU, generacional e ideológico, con el que Merkel se fue rodeando de afines en la cúpula. Y luego está la propia personalidad de la canciller, reticente a significarse con nitidez hasta que no es imprescindible, posiblemente porque no tiene posturas firmes a priori en muchos asuntos (aunque sí principios). La líder conservadora prefiere analizar las diferentes opiniones, palpar las encuestas y buscar posiciones intermedias y de compromiso que arrastren a una mayoría. Merkel ha sido de hecho acusada de fagocitar políticas clave de sus aliados minoritarios. Y posteriormente, quedarse con sus electores. Todos sus socios de gobierno han perdido apoyos electorales tras gobernar con ella (el FDP llegó a quedar fuera del Bundestag, aunque también por muchos errores propios).

El viaje al centro de los conservadores, unido a la debilidad (por motivos endógenos) de los partidos minoritarios que podían llegar a ejercer de bisagra, ha hecho que la excepción se convirtiese en la regla. En tres de las cuatro legislaturas de Merkel al frente de Alemania la alianza en el Ejecutivo federal ha sido una gran coalición de conservadores y socialdemócratas. Esta opción tan sólo se había empleado hasta entonces en una ocasión, la que encabezó el conservador Kurt Georg Kiesinger entre 1966 y 1969, tras una crisis interna en la CDU y la negativa de los liberales a sumarse al gobierno como socio minoritario. El temor a la inestabilidad -un miedo que hunde sus raíces en los turbulentos años del período de entreguerras- ha llevado a repetir esta fórmula contra natura en la era Merkel. Esto ha contribuido a desdibujar el perfil ideológico de los dos grandes partidos tradicionales en el imaginario colectivo. Con Merkel se han aprobado los matrimonios del mismo sexo y el salario mínimo interprofesional. Los socialdemócratas han defendido, hasta la crisis del coronavirus, la estabilidad presupuestaria. El reiterado recurso a la gran coalición ha acabado afectando a la confianza de la ciudadanía en un sistema que se había basado previamente en la alternancia de propuestas programáticas diferenciadas de esos dos partidos.

La búsqueda del centro por la CDU ha tenido otra dolorosa consecuencia. La irrupción en la política nacional convencional de la ultraderecha y su entrada en el Bundestag en 2017 como tercera fuerza mayor (la conformación de gran coalición la aupó además a la jefatura de la oposición). Los conservadores habían dejado un hueco a su derecha en el espectro ideológico y Alternativa para Alemania (AfD) supo captar el desencanto de algunos votantes más derechistas, activar a muchos abstencionistas y estimular el voto protesta para lograr que las tesis de la extrema derecha, con un barniz populista y antiélites, pasasen de ser un discurso limitado de los tradicionales grupúsculos neonazis a convertirse en una de las opiniones que se airean en el Bundestag alemán. AfD no puede entenderse sin Merkel. También por oposición. La formación, que toma su nombre de la tendencia de la canciller a justificar sus decisiones por no haber más alternativas, siempre se ha entendido como el negativo ideológico. Del apoyo a los rescates financieros a Grecia en la crisis de la deuda a las restricciones aprobadas para atajar la pandemia, pasando por la decisión de mantener en 2015 las fronteras abiertas para permitir la entrada de refugiados.

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Beatrix von Storch del grupo parlamentario de AfD de Berlín. (Christoph Soeder/Getty Images)

Consecuencias en el centro político

Todos estos movimientos han tenido repercusiones. La primera y quizá más evidente ha sido el precio que han pagado los dos grandes partidos tradicionales por abusar del recurso excepcional a la gran coalición (sin dejar de lado otros elementos como la erosión propia de gobernar, el desgaste por los fallos en la gestión de la pandemia o su incapacidad para encontrar candidatos con dotes de liderazgo y magnetismo). De hecho, su alianza en la actualidad ya no responde a ese sobrenombre: no alcanzaría la mayoría suficiente para gobernar, algo impensable antes de Merkel. En estos 16 años han perdido combinados unos 25 puntos porcentuales. De calcarse en las próximas urnas lo que apuntan actualmente los sondeos, tanto los conservadores como los socialdemócratas cosecharían este 26 de septiembre sus peores resultados históricos. Pero un apunte interesante: el centro político alemán no ha perdido apoyos, porque gran parte de los desencantados con ambas formaciones han ido a recalar a los dos partidos minoritarios que orbitan también en torno al centro, los liberales y Los Verdes.

La decisión de los conservadores de mantenerse en la moderación y el centrismo después de Merkel, decisión concretada en la elección de Armin Laschet como presidente de la CDU y después como candidato a la Cancillería de la CDU/CSU, evidencia que el bloque quiere luchar por mantener el centro y no aspira a cerrar la brecha abierta a su derecha. La estrategia se planteó y el bloque lo podía haber intentado respaldando a otros perfiles más derechistas, como Markus Söder o Friedrich Merz. Pero en el aparato triunfó el continuismo. Esto, sin embargo, facilita a la ultraderecha el mantenimiento de su espacio electoral, estabilizado en torno al 10% a pesar de las dificultades que atraviesa AfD por las divisiones internas, su progresiva radicalización, el descrédito por ser objeto de seguimientos por los servicios secretos y por el fracaso de sus coqueteos con el negacionismo de la pandemia.

Otra derivada es el auge actual de Los Verdes. Su ascenso en los sondeos, hasta convertirse en la segunda formación con más apoyo -y referente del centro-izquierda- se debe a una pluralidad de factores, pero es evidente que entre ellos está el descrédito del SPD. Aunque no sólo. Sería injusto. También han contribuido a su éxito, entre otros, su propia moderación en los últimos años -algo encarnado en la figura de su actual candidata a la Cancillería, Annalena Baerbock-, la generalización de las tesis ecologistas entre los partidos en torno al centro, su cambio de imagen para presentarse como un partido positivo y optimista en lugar de la formación de las prohibiciones, y su antagonismo con respecto a AfD en varios temas clave en la opinión pública, de la inmigración al cambio climático.

Las consecuencias de esta concatenación de movimientos en el panorama partidista alemán ha acabado con el bipartidismo imperfecto tradicional. En su lugar, está surgiendo un sistema multipartidista con algunas características propias de lo que el politólogo y filósofo italiano Giovanni Sartori denominaba pluralismo polarizado. Entre ellas destacan la presencia importante de partidos antisistema, la existencia de una formación ubicada en el centro político en torno a la que se conforman las coaliciones, las oposiciones bilaterales (hacia izquierda y derecha) y la progresiva ideologización del discurso. Nada de esto estaba presente al inicio de la era Merkel.

El efecto del cordón sanitario

Pero hay además otro factor a tener en cuenta en esta ecuación y que, en determinadas circunstancias, podría contribuir de forma significativa a la desestabilización del sistema político alemán. Se trata del cordón sanitario a la ultraderecha, la decisión ética y estética de todos los partidos con presencia en el Bundestag de no colaborar de ninguna manera, ni tácita ni explícita, con AfD (dejando de lado la fugaz crisis de Turingia). Esto significa que la mayoría de los partidos siguen apostando por el centro político y que las tesis xenófobas y nacionalistas de esta formación no tienen recorrido práctico en Alemania. Pero también plantean un problema: el aislamiento de un partido con entre el 10 y el 12% de los votos reduce mucho las coaliciones posibles, limitándolas a veces a alianzas contra natura o a complejos tripartitos. Esto dificulta la gobernabilidad y erosiona la confianza en el sistema, lo que puede redundar en beneficio para la ultraderecha.

La situación es especialmente lacerante en los cinco Länder del este de Alemania (excluyendo la ciudad-estado de Berlín, por sus particularidades históricas y demográficas). Allí AfD ha obtenido en las últimas elecciones regionales entre un 20,8 y un 27,5% de los votos. Es la segunda fuerza mayor en el Legislativo regional. En cuatro de estos estados federados gobiernan tripartitos (de los que tres son alianzas difíciles de conservadores, socialdemócratas y verdes). En Turingia, caso extremo, La Izquierda lidera un gobierno en minoría con Los Verdes y el SPD que requiere, en ocasiones, del apoyo externo de los conservadores. Coalición de aluvión que asemeja casi un gobierno de concentración nacional en el que el enemigo, la ultraderecha, es interno.

Parece difícil que la cuota de apoyo de AfD alcance en el conjunto del país las tasas del este, pero ya con el 12,6% que obtuvo en 2017 el cordón sanitario redujo las opciones a un tripartito de conservadores, verdes y liberales (cuyas negociaciones se rompieron tras un mes de contactos) y la gran coalición que acabó imponiéndose (muy a pesar del SPD, que quería renovarse en la oposición). Las últimas encuestas son un aviso a navegantes en este sentido. Las únicas coaliciones aritméticamente posibles serían la que puede empezar a denominarse la "nueva" gran coalición, con los dos partidos mayoritarios (conservadores y ecologistas) y dos tripartitos en los que bien la CDU/CSU o Los Verdes se tendrían que entender con el SPD y el FDP. Ninguna de estas opciones se ha aprobado antes a nivel federal y ninguna parece sencilla. La primera no es tan impensable, tras años de viraje al centro de ambos partidos, pero toparía con escollos en la negociación. Los tripartitos posibles llevarían meses de negociaciones y difíciles compromisos.