pobrezaFilipinas
Reymark Cavesirano, un niños de 13 años, trabaja en Manila ayudando a los pescadores por 2 dólares. (TED ALJIBE/AFP/Getty Images)

¿Hay menos pobres en el mundo? He aquí las claves para entender la situación de la pobreza y qué soluciones deberían aplicarse para salir de ella. Sin mirar solo los números.

Escribía Roger Senserrich hace unos meses en Jot Down que ser pobre es una mierda. Como descripción gráfica y subjetiva de la pobreza es bastante exacta y creo incluso que sintetiza a la perfección la respuesta que cualquier pobre daría sobre sus propias circunstancias. El Banco Mundial, sin embargo, considera que una persona se encuentra en situación de extrema pobreza cuando ésta tiene una capacidad de compra (en paridad de poder adquisitivo) menor de 1,9 dólar por día. Según este criterio, existían en el mundo 736 millones de pobres en el año 2015. La frase que normalmente acompaña a esta cifra es “la constatación del enorme progreso realizado desde 1990 en el que había casi dos mil millones de pobres en el mundo, pasando de un 46% (o desde 1880 con más del 90%) a un 10% de la población total del planeta”. Acto seguido se mostraría el gráfico Global Extreme Poverty Rate and Headcount (Pobreza extrema en el mundo), y todos nos iríamos contentos a dormir viendo como la población del planeta vive en el país de la piruleta y todos podemos sentirnos mejor por nuestra contribución al orden mundial. Artículo terminado.

El problema es que, en ese mismo año, había en el planeta 795 millones de hambrientos. O, lo que es lo mismo, había 59 millones de desnutridos que no eran pobres. Supongo que comer es, para las estadísticas, un exceso. Por supuesto, ciertas inconsistencias entre los datos pueden existir porque toman indicadores diferentes, muestras distintas y metodologías de medición diferenciadas. Pero cuando año tras año se produce el mismo efecto, y sigue habiendo menos pobres que hambrientos, es hora de echar un ojo a los números. Porque los datos, al contrario de lo que se piensa, nunca son asépticos. Para comenzar, en este caso, tenemos un problema de abstracción a la hora de definir los indicadores. Lo que en realidad Roger quería expresar de forma tan gráfica era que ser pobre era varias cosas: una condición económica, una condición social y una percepción sobre uno mismo y las circunstancias que te rodean.

Pero incluso si nos basamos en la capacidad de compra como un proxi válido de la pobreza, está claro que considerar que alguien sale de la extrema pobreza por ganar 1,9 dólares al día no es solo falso: es una aberración moral. Y eso lo sabe cualquiera que se dedique a esto. Hace unas semanas, presentando una investigación sobre empleo en Etiopía y Angola en la que tuve el placer de participar, Carlos Oya y Floran Schaefer, de SOAS, afirmaban que todos los trabajadores entrevistados, más de 1.300, ganaban salarios muy por encima de la línea de la pobreza y, no obstante, no tenían suficiente dinero para vivir. Lant Prichet, economista de Harvard, definía esta barrera como ridícula y, sin embargo, ha sido ella sobre la que se ha construido toda la narrativa pobreoptimista que ha sido difundida en los últimos años por los organismos multilaterales en una orgía de felicidad de la que solo disfrutaban ellos y sus informes. De hecho, en un quiero y no puedo del Banco Mundial de trascender el indicador de la pobreza extrema, en 2018 publicó el informe Armando el rompecabezas de la pobreza, en el que, como comentaba en este artículo Borja Santos: “no dejas de ser pobre por ganar más de 1,9 dólares”. Situando el baremo un poco más arriba, en 5,5 dólares por día, y siendo todavía tu vida probablemente una mierda, casi la mitad del planeta estaría en una situación de pobreza. Ahora sí, los números empiezan a hacer un poco más de justicia y no suenan tan bien como nos parecía. Si además extraemos de las cifras el caso chino, como mostraba Jason Hickel hace unos días, la fotografía de la pobreza ha permanecido casi inalterada en el mundo en los últimos 30 años. Es más, la pobreza, incluso la extrema, ha aumentando en África Subsahariana en los últimos años donde, por cierto, se registra el mayor crecimiento poblacional del planeta.

 

pobrezaIndia
Una mujer trabaja lavando vasijas en el mayor slum de Bombai. (PUNIT PARANJPE/AFP/Getty Images)

La individualización de la pobreza

 

Pero, si asumimos que la capacidad de compra es un indicador un tanto forzado y que la pobreza es una situación, no un número; una sensación, no una bolsa de monedas, analizar la pobreza como un hecho individual, simplificándolo a la capacidad de gasto, no solo nos impide ver la realidad del problema: nos condiciona completamente sus soluciones. La primera consecuencia de esta visión economicista es que, si la pobreza es un problema individual, el peso de la solución deberá partir también del individuo. Siguiendo este argumento, dos de los economistas más influyentes en la economía del desarrollo (especialmente de la visión exprimida y esgrimida por la mayor parte de los organismos multilaterales), Sachs y Easterly, han sido capaces de reducir la pobreza a la simplicidad de una tabla en dos dimensiones. El primero asegurando que la pobreza es un problema de inversión: de falta de capital para emprender un negocio cuya curva de retorno arranca en el futuro (curva de la trampa de la pobreza). El segundo asegurando que el problema de la pobreza es una cuestión de incentivos: los pobres deben invertir sus recursos (trabajo) y ahorrar para poder invertir más tarde. Ambas visiones ocultan la verdadera realidad del problema: la precariedad del entorno y su capacidad de hacer de sus curvas una montaña rusa. La pobreza es un problema cuyo principal condicionante es el entorno que le rodea. Por eso las posibilidades que alguien tiene de salir de la pobreza no dependen únicamente de las decisiones del individuo, sino de las oportunidades que una determinada sociedad puede ofrecerle para subir en el, ya demasiado averiado, ascensor social. Y para ello es necesario generar las circunstancias que permitan la gestión y asunción de riesgos, pero, sobre todo, que garantice los mínimos para la supervivencia. Y esto cada vez es más difícil en los países empobrecidos.

 

Capacidades escasas en un futuro incierto

 

La experiencia de los países del Sureste Asiático nos demuestra que la generación de empleo formal y de calidad es una de las claves para sacar a la gente de la pobreza. Para la generación de este empleo es necesario impulsar un proceso de cambio estructural e inclusivo de la economía que tienda hacia actividades de mayor valor añadido. Por ello, una de las principales prioridades de los gobiernos, como destacaba Acemoglu, en su último artículo, debe ser la de generar empleos de calidad. El problema es que las dinámicas de desigualdad y concentración también se están produciendo en la creación de este tipo de trabajos. El último informe del Banco Mundial sobre el futuro del empleo destaca, en contra del sentir general, que la mano de obra industrial y los empleos de mayor valor añadido no están creciendo en los países empobrecidos, de hecho, si eliminamos de la ecuación los países del Sureste Asiático, estos empleos prácticamente no se crean en el resto de economías emergentes. Lo que nos deja una situación en la que la mayoría de las personas vulnerables del planeta dependen mayoritariamente del sector informal, especialmente de los servicios, o de trabajos formales con muy baja cualificación, por lo que continúan completamente vulnerables a cualquier shock que pueda empeorar su situación sin la más mínima red de protección que les pueda permitir afrontarlos.

En este sentido, destaca también que “el contrato social en las economías emergentes está desmantelado” y no propicia la redistribución. Y subraya la necesidad de “uno nuevo para conseguir una inversión profunda en capital humano que genere nuevas oportunidades para los trabajadores”. Pero para esto, hacen falta impuestos, y los países empobrecidos cada vez cuentan con menor capacidad para recaudarlos (en el caso de África Subsahariana los Estados recaudan menos de un 3% del PIB y en el resto de los países de bajos ingresos no llega al 10%).

En definitiva, lo que la historia económica nos demuestra es que, para acabar con la pobreza, es necesario un proceso de redistribución, que acompañe al crecimiento económico y que permita al Estado desarrollar políticas activas de mejora de las condiciones de vida. El problema es que los países empobrecidos cada vez tienen menor margen para establecer sus propios modelos de desarrollo, de captación de impuestos y de generación de políticas públicas inclusivas.

Pero no seamos tan pesimistas. Ni el mundo está tan bien como los amigos del bestseller internacional Factfulness nos quieren hacer creer (en un ejercicio absolutamente burdo de mostrar los datos como si fueran una religión obviando un análisis profundo de los mismos), ni tan mal como pueda parecer tras el bombardeo de noticias negativas que recibimos día a día. Que en el planeta se vive mejor que hace cien años es innegable, pero también lo es que no podemos seguir usando un doble rasero para medir la pobreza (relativizando nuestro conteo y actualizándolo permanentemente a la prosperidad comparada de nuestras sociedades, y usando indicadores absolutos anclados en principios del siglo XX para el resto de países empobrecidos). El mundo está muy lejos de acabar con la pobreza, en primer lugar porque acabar con ella es en sí mismo una utopía: si medimos, como debemos, la pobreza de las personas en función de la prosperidad de las otras, siempre habrá personas que vivan mejor y otras peor. Y en segundo porque la clave no es dar a la gente dos dólares para que malviva y sume en positivo en nuestras estadísticas, sino generar las condiciones para que lleven una vida digna. La batalla no está en sacarlos de la pobreza, sino en construir sociedades menos desiguales en las que el acceso a los servicios básicos permita generar oportunidades que liberen y desarrollen el potencial de las personas pobres. Trayendo a colación una famosa cita del feminismo: el mundo no habrá acabado con la pobreza cuando veamos un presidente que ha llegado ahí tras un entorno de pobreza, sino cuando esto no nos extrañe.