El Presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, interviene durante una entrevista con David Rubenstein, Presidente del Club Económico, en Washington, D.C., Estados Unidos. (Julia Nikhinson/Getty Images)

Por qué los bancos centrales podrían quedarse sin herramientas en la era de la permacrisis.

Los banqueros centrales están entre la espada y la pared. Tampoco debemos compadecernos demasiado de ellos. Están en una situación que ellos mismos han creado. Durante la última década han mantenido los tipos de interés nominales a cero o incluso negativos, sin tener en cuenta que la historia enseña los efectos nocivos que esas medidas tienen en la economía real. Ahora afrontan una disyuntiva entre subir más los tipos (y reducir su balance contable), lo que provocaría una recesión, y recortar los tipos (y ampliar su balance contable), lo que causaría una nueva inflación. Los mercados financieros y sus analistas, que solo piensan en los beneficios a corto plazo, y los gobiernos, preocupados por los ciclos electorales, instan a los bancos centrales a recortar los tipos, o al menos a interrumpir las subidas. Hasta ahora da la impresión de que el gobernador de la Reserva Federal, Jerome Powell, no se olvida de la experiencia de Paul Volcker en los 80. Volcker, designado gobernador de la Fed por Jimmy Carter en 1979, empezó por subir los tipos para luchar contra la inflación. Ante los síntomas de recesión en 1980, se puso nervioso durante un instante y los bajó. La inflación volvió a dispararse con más fuerza que antes y Volcker tuvo que volver a subir los tipos hasta casi el 20% para controlarla. Él mismo dijo posteriormente que había sido su error más grave.

Hay motivos de peso para que Powell y otros gobernadores de bancos centrales teman caer en el mismo error que Volcker. El reciente brote de inflación estuvo causado por factores relacionados con la oferta. La pandemia de la Covid-19 trastocó las cadenas de suministro, que no pudieron reaccionar cuando la demanda volvió a crecer tras el fin de los confinamientos por el virus. La invasión rusa de Ucrania disparó los precios de los alimentos y la energía y los bancos centrales tardaron en reaccionar. Pero sus herramientas de política monetaria repercuten en la demanda más que en la oferta. La inflación se reduce mediante la destrucción de la demanda, no remediando los problemas de la oferta. Aunque los expertos más optimistas proclaman que las presiones inflacionistas en el lado de la oferta han remitido, no está claro que sea así. Los países europeos han tenido la suerte de que ha habido un invierno suave y no han sufrido la crisis energética prevista. Pero tendrán que rellenar sus reservas para el próximo invierno con GNL, más caro y por el que tendrán que competir con las economías asiáticas. La guerra en Ucrania tiene probabilidades de prolongarse durante todo 2023, lo que agravará los problemas alimentarios y de fertilizantes. La reapertura de China tras la covid-19 aumentará la demanda de energía y materias primas. Las cadenas de suministro siguen siendo frágiles y no se han estudiado bien sus puntos débiles. Si se reducen los tipos de interés demasiado pronto y, peor aún, se amplían los balances para ayudar a los mercados financieros y a las empresas endeudadas, se corre el riesgo de provocar unos aumentos de la demanda que la oferta no pueda satisfacer.

El nuevo libro de Edward Chancellor, The Price of Money, presenta un recuento histórico de los peligros de mantener los tipos de interés por debajo de su “tipo natural” durante mucho tiempo. El capital se asigna mal cuando los inversores buscan rendimientos en innovaciones financieras y no en inversiones productivas. La búsqueda de rentabilidad genera burbujas de activos. La industria se resiente de la falta de inversiones. Las empresas zombis, a las que se debería haber dejado caer en bancarrota, sobreviven a base de absorber inversiones que podrían haber financiado innovaciones. Así se neutraliza la destrucción creativa, que debería ser la base del capitalismo dinámico. El crecimiento económico sigue siendo escaso. La desigualdad social aumenta hasta niveles insostenibles, porque los que poseen activos se benefician de la generosidad de los bancos centrales y los que carecen de ellos sufren el coste de la inflación. Si repasamos los últimos diez años veremos que nuestras sociedades tienen todos estos elementos y cada vez de forma más llamativa.

El problema surge de la soberbia de los banqueros centrales y sus acólitos, que creen que pueden gestionar la economía para evitar las peores consecuencias de las recesiones. Recordemos al primer ministro británico Gordon Brown cuando anunció que habíamos “vencido a los ciclos de expansión y contracción coyunturales”. Pero cada recesión evitada o mitigada significa que la siguiente será peor. Las medidas de Alan Greenspan para mitigar la recesión del año 2000 llevó directamente a la burbuja inmobiliaria y a la innovación financiera temeraria que desembocó en la gran crisis financiera de 2008. Los intentos de Ben Bernanke de gestionar las consecuencias de la gran crisis financiera derivaron en la situación actual. A pesar de las subidas recientes de los tipos de interés, los tipos de interés reales (es decir, teniendo en cuenta la inflación) siguen siendo negativos. Todavía no hemos visto una espiral inflacionaria de los salarios —aunque varios países europeos están experimentando un creciente malestar laboral—, pero la rigidez de los mercados de trabajo significa que no queda mucho para que la veamos, si los precios al consumo siguen subiendo.

Pero el problema no es solo que los banqueros centrales puedan o no gestionar eficazmente unos sistemas flexibles y complejos como las economías (Friedrich Hayek tenía bastante claro que no podían). Con anterioridad escribí que lo normal ahora va a ser la permacrisis (el Foro Económico Mundial ha reconocido la policrisis —múltiples crisis simultáneas—, pero no reconoce que esa sea la nueva normalidad, sino que sigue soñando con la vuelta a la normalidad más estable que exigen sus aspiraciones globalistas). Si la tesis de la permacrisis es cierta, es una situación que tiene profundas repercusiones para los bancos centrales. Tanto los banqueros centrales como quienes los critican desde el mercado dan por sentado que la crisis actual pasará y la economía mundial volverá a una situación media. A los analistas de mercado que ignoran la historia no les molestan unos tipos de interés bajos a largo plazo, siempre que los mercados financieros se mantengan altos. Pero si vamos a experimentar una serie de crisis regionales y globales, más frecuentes y con más velocidad de contagio gracias a las nuevas tecnologías, unos tipos de interés cero o negativos persistentes son insostenibles. Los bancos centrales se quedan sin herramientas para afrontar cada crisis sucesiva, aparte de ampliar sus balances contables con resultados en constante disminución hasta que se derrumban bajo el peso de una deuda insostenible.