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Un usuario de eBay está comprando en Londres. (Stuart C. Wilson/Getty Images for eBay)

Los números demuestran que acusar a la digitalización, al ecommerce y a las decisiones de compra de los milenial de casi todos los males ya no tiene sentido. 

Ni el comercio electrónico significa la muerte o el apocalipsis para las tiendas físicas y el pequeño comercio, ni los milenial son unos caprichosos cazadores de gangas. Ni siquiera son, ahora mismo, los principales responsables del despegue de las compras por Internet. Además, es falso que los precios bajos de algunos sectores se traduzcan necesariamente en salarios bajos, que la digitalización dispare automáticamente la precariedad y que la tecnología esté multiplicando, por sí sola, los empleos temporales. Ésa es la leyenda negra que se ha vuelto insostenible.

Según un estudio de PwC, en los últimos cuatro años se han duplicado las personas que compran por Internet en España al mismo tiempo que las que lo hacían en los establecimientos físicos aumentaban en ocho puntos. No se produjo una suma cero. En paralelo, Laureano Turienzo, consultor y asesor de grandes empresas de distribución, recuerda que “se cerraron más tiendas físicas de las que se abrieron en España, Europa o Estados Unidos sobre todo mientras duraron las consecuencias de la crisis económica”. Dicho de otra forma, la irrupción del comercio electrónico y el bautismo mediático de los milenial como los nuevos reyes del consumo coincidieron con la recesión mundial más devastadora desde la Gran Depresión.

Para Turienzo, los daños que se atribuyen al ecommerce, Amazon o las preferencias por las gangas digitales serían los daños que provocó, principalmente, el hundimiento de economías como la española. Los milenial, nacidos en las décadas de los 80 y 90, recibieron un golpe brutal en términos de empleo, poder adquisitivo, temporalidad y capacidad para emanciparse de sus padres. Algunos -la temporalidad afecta a más de la mitad de los profesionales españoles de menos de treinta años- todavía no se han recuperado. No solo ha sido un drama español, aunque aquí se agravase por la dualidad de un mercado laboral que penaliza a los nuevos entrantes y a los que no poseen años de veteranía y un contrato indefinido.

El reguero de cierres de centros comerciales y grandes almacenes en Estados Unidos, que es lo que ha dado nombre al “apocalipsis del retail”, ni está siendo un apocalipsis para el sector como se quiere hacer ver con la expresión (en 2017, el número de tiendas físicas solo descendió en un 0,1% según Euromonitor), ni es responsabilidad exclusiva del ecommerce. Por ejemplo, Laureano Turienzo matiza que “los grandes almacenes son un modelo agotado después de más de un siglo de historia”. Lo asombroso no sería tanto su muerte, sino todo lo que han vivido. El comercio electrónico solo estaría precipitando su final.

La consultora CBRE ha citado en un informe dos grandes motivos además del comercio electrónico para la defunción de decenas de grandes superficies en la primera potencia mundial. Para empezar, el país destina a tiendas físicas cinco veces más espacio por habitante que España, más de cuatro veces más que Reino Unido y más del triple que Alemania. La corrección iba a llegar en algún momento con o sin la disrupción de Internet. El redimensionamiento del espacio comercial americano (en 2017 cayó un 0,6%) responde a la misma saturación que el recorte del número de oficinas bancarias en España, que es líder mundial en sucursales por habitante. Las sucursales, hay que decirlo, son las tiendas físicas de los bancos.

El segundo motivo que esgrimía CBRE para el “apocalipsis del retail” en Estados Unidos es que los centros comerciales americanos son viejísimos. Por eso, cuesta más modernizarlos adaptándolos a los nuevos gustos (con más restaurantes y ocio y menos tiendas) que cerrarlos y hacerlos nuevos. Concretamente, más de la mitad de los edificios tiene al menos treinta años y un tercio ha cumplido, como mínimo, cuatro décadas.

Ignacio Marcos, socio de gran consumo de McKinsey, añade otras causas para la reestructuración de las grandes superficies y los centros comerciales que, en este caso, son aplicables a Europa en general y España en particular. Entre ellas destaca  “el daño que les han hecho las cadenas de tiendas especialistas, la lentitud de las empresas a la hora de experimentar con nuevos modelos de negocio, los cambios en los hábitos de los consumidores  -que ya no quieren estar todo el día en un centro comercial-, una apuesta insuficiente por los datos que les hubiera permitido conocer mejor el perfil de sus clientes y acompañarlos en su evolución y, por último, el deterioro de la experiencia de cliente ligada a la necesidad de recortes de costes”. Echar la culpa a los milenial, la digitalización, Amazon o el comercio electrónico de todos los males del sector no se sostiene.

 

No odian las tiendas

Pero es que, además, en contra de lo que se suele afirmar, ni los milenial ni las grandes plataformas de comercio electrónico aspiran a ningún apocalipsis en el que desaparezcan las tiendas físicas o sus empleos. En los últimos años, Amazon ha adquirido una cadena de supermercados físicos, Whole Foods, que supera los 450 establecimientos, ha abierto pequeños espacios físicos de venta en grandes almacenes (concretamente en Kohl’s) y está explorando la apertura de 3.000 tiendas a pie de calle para 2021. Los movimientos de los otros dos grandes operadores mundiales de ecommerce, Alibaba y JD.com, son muy similares.

En cuanto a los milenial, según la consultora eMarketer, el 82% de ellos cree que es importante que una marca disponga de tiendas físicas. Son el lugar ideal para descubrir productos que no conocían, para recogerlos o hacer las devoluciones y para compartir la experiencia social de la compra con amigos. El showrooming existe, pero no está claro que sea más fuerte que el webrooming: de hecho, un sondeo de Harris sugiere que puede ser más común informarse en Internet y comprar a pie de calle (webrooming) que mirar escaparates, visitar la tienda física y comprar más barato en la Red (showrooming). Miramos el escaparate de Amazon y compramos en la tienda física de Zara. Otro sondeo, esta vez de PwC, confirma que los únicos productos que preferimos comprar con un clic son los libros, la música, los videojuegos, las películas y los juguetes.

Quizás por eso, los grandes supermercados que operan en España han apostado menos por desarrollar sus tiendas virtuales que por multiplicar su presencia en la calle y hasta en la carretera. El Corte Inglés ha empezado a instalar 3.500 tiendas propias en las gasolineras de Repsol en España y la estrategia Carrefour 2022 prevé la apertura de 2.000 tiendas de proximidad en las grandes ciudades europeas desde 2017 hasta 2022.

¿Pero es esto cosa solo de grandes marcas? ¿No nos estamos olvidando de la sangría que estaría provocando el mundo digital a los pequeños comercios? Para empezar, por ejemplo, en España, la proliferación de los supermercados y cadenas de tiendas especialistas en el centro de las ciudades ha influido más en la suerte de los pequeños comercios que las compras por Internet. ¿Por qué? Porque estas últimas representan menos del 8% del total según la Comisión Nacional de Mercados y Competencia.

Es verdad que, como admite Lluís Martínez Ribes, profesor del Departamento de Marketing en ESADE, para el pequeño comercio la transformación digital ha hecho casi imposible crecer y superar el autoempleo sin interactuar o publicitarse en Facebook o Instagram, sin una web decente que permita pagar online o sin preparar pedidos por Internet que los clientes esperarán recoger, sin colas, en la tienda. Todo eso exige más dinero, más personal o más horas, y algunos han tenido y tendrán que cerrar.

Sin embargo, Ignacio Marcos, de McKinsey, aclara que “el comercio electrónico solo es el enemigo del pequeño comercio cuando éste o no quiere o no puede transformarse para abrazar las nuevas oportunidades que ofrece la tecnología”. Y destaca entre ellas “la interacción con miles de potenciales clientes -algunos de los cuales serán milenial y preferirán las marcas nuevas a las viejas-, el posicionamiento mediante el marketing en redes sociales o contenidos virales [que ya les ha permitido a las startups de belleza y cosméticos robar foco y mercado a las grandes sin recurrir a la publicidad en radio o televisión y, por lo tanto, a un coste muchísimo más bajo que ellas] y, finalmente, acuerdos con socios estratégicos que le permitan crecer muy rápido y centrarse en crear valor”. En 2017, las pymes españolas exportaron a través de Amazon 250 millones de euros. Una de ellas, Sueñoszzz, dedicada a la venta de muebles y tapicerías desde Ciudad Real, tenía en 2017 entre 5 y 25 empleados.

 

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Un almacén en Peterborough (Inglaterra) con pedidos de Amazon. (CHRIS J RATCLIFFE/AFP/Getty Images)

¿Malo para quién?

Asumir que el ecommerce es malo para el pequeño comercio es arriesgado. ¿Cómo se explicaría entonces que, en pleno imperio de Amazon, desde 2009 hasta 2015, el número de las tiendas físicas de las librerías independientes americanas se disparase en más de un tercio? ¿Y qué hay del 70% de las 22.000 discográficas independientes británicas representadas por Merlin Network que dice que el streaming es su principal fuente de ingresos? Ignacio Marcos llama la atención, por último, sobre “la proliferación de pequeñas empresas nativas digitales que llegan a facturar millones de euros en pocos años”. ¿No son ellas un caso de éxito del pequeño comercio en Internet? Las gafas de sol Hawkers son un ejemplo. La también española We Are Knitters, que podría haber vendido diez millones de euros en kits de tejer el año pasado, es otro.

Aun así, resulta muy común escuchar la afirmación de que la digitalización y el comercio electrónico están precarizando el empleo. Según esta idea, nos encaminaríamos a una economía de precios bajos, salarios bajos y puestos de trabajo uberizados, es decir, precarios y temporales. La realidad, sin embargo, es que las economías más digitalizadas del planeta no destacan ni por la temporalidad de su mercado laboral ni por los salarios bajos. En Europa, los mercados con más temporales son España, Polonia y Portugal y no Reino Unido, Alemania o Irlanda. Japón es uno de los países con menos temporalidad del mundo (en 2017, solo llegó al 7% según la OCDE) y en Estados Unidos la proporción de empleos temporales ha descendido desde 1995. El inmenso despegue de los salarios en China no ha sido consecuencia de la digitalización, pero sí ha coincidido con ella.

Es verdad, sin embargo, que los economistas consultados coinciden en que la tecnología ha contribuido a reducir los empleos de ingresos medios en España y otros países desde mediados de los 90. Miles de personas habrían aprovechado la ocasión para ascender a ocupaciones mejor remuneradas en los nuevos sectores y departamentos tecnológicos, pero probablemente la mayoría de los que se quedaron en el paro tuvo que reincorporarse a puestos de trabajo o peor remunerados o más inestables.

Ésa es la parte del mensaje de los economistas que más se suele escuchar, pero hay una segunda parte que matiza, y mucho, la primera. Lo que dicen en ella es que, por ejemplo, en España, el impacto de la revolución tecnológica no habría sido el mismo si las liberalizaciones sucesivas y equivocadas del mercado laboral y la última crisis no hubieran disparado la temporalidad y la dualidad creando una bolsa inmensa de trabajadores vulnerables, si la globalización no hubiera deslocalizado miles de empleos o si las vacantes para perfiles poco cualificados en sectores como la construcción no se hubieran multiplicado. Además, concluyen, cuando la disrupción digital empezó a reestructurar sectores enteros, las tasas altísimas de abandono escolar y la escasez de políticas activas de empleo complicaron aun más el reciclaje en puestos cualificados de aquellos que habían perdido su trabajo en el turismo o la construcción.

Pero si no se puede identificar la tecnología, sin más, como una gran fuente de precariedad…  ¿se puede decir, al menos, que el comercio electrónico sí es el responsable de la precarización del empleo? En España, Comisiones Obreras informa de que los profesionales de los almacenes y los repartidores de las empresas digitales y físicas se rigen por el mismo convenio. Además, no se ha demostrado que los riders de JustEat o Deliveroo sean más precarios que los de Telepizza o Burger King, ni que los ejecutivos de los servicios centrales de Amazon cobren menos que los de Carrefour. Business Insider ha comparado el salario mediano de 15 grandes distribuidores estadounidenses y Amazon aparece como el quinto que mejor paga en la primera potencia mundial, es decir, por encima de estrellas del mundo físico como Walmart, Macy’s, Lowe’s o Home Depot.

 

Países de rebajas

Lo que sí parece claro es que la emergencia del comercio electrónico y el marketing digital ha abierto una ventana inmensa al aumento de la competencia. Eso, como es habitual, se está traduciendo en una bajada de precios en muchas categorías de productos y, por supuesto, en los envíos. En este sentido, otro de los argumentos que esgrimen los que anuncian una precarización tecnológica del mercado laboral es que los precios bajos conducen, en una espiral descendente vertiginosa, a una economía nacional de sueldos bajos y productos mediocres. Las tiendas de descuentos serían la consecuencia de un país de rebajas.

Según la consultora Kantar, el año pasado Mercadona y Lidl fueron las grandes cadenas de supermercados que más crecieron en cuota de mercado en nuestro país. Uno de los principales motivos fueron los precios bajos de sus marcas blancas. A pesar de eso, Mercadona es la gran cadena de supermercados que ofrece salarios más altos a sus trabajadores en España y su marca blanca es muy valorada por su calidad. En paralelo, los cinco mayores distribuidores (no solo de alimentos) en Alemania o están especializados en descuentos (Aldi, Amazon, Schwarz Gruppe) o los descuentos son uno de los pilares esenciales de su negocio (Edeka, Rewe). ¿Ha convertido eso a Alemania en un país de salarios bajos?

Por último, los críticos que anuncian el “apocalipsis” que han traído, según ellos, la digitalización y el comercio electrónico suelen destacar la culpa y la responsabilidad de los milenial. Su preferencia por un consumo más moderado y su obsesión con las gangas, los descuentos y las compras con el móvil serían las causas de la caída de muchas empresas emblemáticas como Sears y de la destrucción de miles de empleos por el camino. Este juicio sumarísimo tampoco es fácil de sostener. ¿Por qué?

Para empezar, un amplio sondeo internacional de KPMG muestra que los milenial no solo han dejado de ser los que más compran por Internet (los ha superado la generación anterior, nacida desde mediados de los 60 hasta finales de los 70), sino que sus padres, los baby boomers, compran casi con la misma frecuencia online y se gastan más de media en cada transacción. La pasión por la digitalización y el impulso del comercio electrónico ya no son las características de una generación, sino las de una sociedad avanzada (y milenizada) que, colectivamente, ha derribado de su pedestal a Sears o Toys R Us.

Para continuar, un estudio de la Reserva Federal (Fed) estadounidense asegura que no hay evidencias que demuestren que los milenial americanos prefieran destinar menos dinero a consumir que las generaciones precedentes. Lo que los diferencia de ellas, y aquí coinciden con los de otros muchos países, es que tienen menos ahorros, ganan menos y están más endeudados. Aunque el análisis de la Fed no lo dice, tampoco parece que haya que descontar las consecuencias psicológicas de encadenar contratos precarios durante años o la experiencia del desempleo masivo dentro y fuera de sus hogares familiares.  Son motivos sustanciales, más allá del capricho o la moda, para buscar gangas y descuentos. También ayudan a explicar el surgimiento de la economía colaborativa, la fuerza que está cobrando el mercado de segunda mano o el repunte de prestigio del alquiler (de coches, pisos e incluso ropa) frente a la venerable propiedad.

Queda mucho para determinar la influencia social y económica que tendrán la tecnología, el comercio electrónico o los cambios en los hábitos de los consumidores en España, Europa y el mundo. Es un fenómeno palpitante y vivo que, seguramente, dará nuevos giros en los próximos años. No hay casi nada automático: tampoco la precariedad, la temporalidad, la aniquilación de las tiendas físicas o la asfixia del pequeño comercio. Por eso, las leyendas negras y catastrofistas que anuncian un futuro con expresiones extremas como “el apocalipsis del retail” o la “inminente uberización de la sociedad” ya no se sostienen. Son como los mapas de carreteras de un territorio de fantasía que solo conducen al acantilado de la realidad.