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Partidarios de Ennahda, en una manifestación para protestar contra el presidente de Túnez después de las medidas tomadas por el gobierno. (Hasan Mrad / Eyepix Group / Barcroft Media a través de Getty Images)

Los procesos electorales de 2011 tras las Primaveras Árabes auparon al poder a Ennahda en Túnez y al PJD en Marruecos. Ambas formaciones no pudieron desarrollar su propio programa, porque se vieron obligados a formar coaliciones gubernamentales más amplias y por las propias constricciones de los respectivos regímenes, del campo político y de la sociedad civil. Debieron contentarse con paliar la evolución de la sociedad y conciliar su incapacidad con una ideología movilizadora de sus bases y simpatizantes. Usura del poder, limitaciones, voluntad de los poderes en liza por pasar página del islamismo y la crisis económica y social, una década después el islamismo institucional marroquí ha sucumbido a la irrelevancia, mientras el tunecino no atraviesa su mejor momento.

 Como uno de los efectos más reseñables de las Primaveras Árabes en Túnez y Marruecos, de la Revolución del jazmín y del Movimiento del 20 de febrero respectivamente, dos formaciones del islamismo político accedieron por primera vez a tener responsabilidades en el gobierno en el Magreb. Los principales dirigentes de Ennahda tunecino y del Partido para la Justicia y el Desarrollo (PJD) marroquí han militado en diferentes organizaciones de la nebulosa islamista desde la década de 1970, siendo objeto de la represión y estrecho marcaje de los regímenes autoritarios. Ambas organizaciones han conocido la clandestinidad, el exilio forzado, una situación de legalidad difusa, la oposición, la cooptación, el reconocimiento, la entrada en el Parlamento y, en último término, a partir de 2011, la participación en el gobierno, si bien nunca en solitario, siempre inmersos en heteróclitas coaliciones. A los límites inherentes a la integración en pactos gubernamentales amplios, en Marruecos los islamistas se ven sometidos a la preeminencia sobre el sistema político de Palacio, que limita, orienta y circunscribe en todo momento su acción.

Las experiencias de poder denotan una rápida evolución de la praxis política de Ennahda y PJD, destacando su acentuado pragmatismo, que contrasta con unas asunciones ideológicas que se mantienen casi sin tocar, funcionando como vector de la movilización y el vínculo con sus bases sociales y militancia tradicionales. Los islamistas salen indemnes de este continuado ejercicio de equilibrista, buscando conciliar la práctica de gobierno con una idiosincrasia que, aplicada stricto sensu, conduciría a rechazar, contestar, resistir y edulcorar el grueso de opciones asumidas por los ejecutivos de los que forman parte. Ya fuera por presiones de la jefatura del Estado, la aritmética de las coaliciones de gobierno, la oposición política, la sociedad civil o el contexto regional-internacional, los islamistas se muestran imponentes para desplegar su agenda política particular. Negociando hasta el último momento su margen de influencia, tan solo les resta intentar justificar en la medida de lo posible las decisiones solidariamente suscritas, inquietos por minimizar varapalos que arrecian contra su línea de flotación ideológica.

 

Pragmatismo político vs ideología

A pesar de su pragmatismo y las limitaciones que deben confrontar, Ennahda y PJD no se muestran dispuestos a renunciar a los ejes de su ideología, que marcan su singularidad y conforman un arsenal teológico-político útil para unificar y afianzar su feudo electoral y de simpatía. Cuando se topan con bloqueos y problemas de gestión, los islamistas (marroquíes y tunecinos) no dudan, por tanto, en echar mano de su fondo de comercio religioso. A modo de ejemplo, en el marco de la campaña para las reformas constitucionales durante las Primaveras Árabes buscaron preservar la identidad árabe e islámica de sus países. El PJD milita activamente para impedir la codificación de la libertad de creencia en la carta magna de 2011, si bien en el caso marroquí es Palacio, que detenta el control del islam marroquí, quien ejerce una mayor presión en este sentido. En el proyecto constitucional de Ennahda, que apoyan sus entonces aliados del Congreso por la República y Ettakatol, no figura ninguna alusión a la libertad de conciencia ni a los tratados internacionales en materia de derechos humanos, al tiempo que se incluyen una serie de garantías para atajar eventuales “derivas antislámicas”.

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Partidarios marroquíes del Movimiento 20 de febrero en una manifestación para conmemorar el aniversario de la fundación del movimiento en Rabat. (Jalal Morchidi/Anadolu Agency/Getty Images)

Para marcar su diferencia y que sus electores y simpatizantes tengan presentes la intangibilidad de sus esencias a pesar de las constricciones que impone el ejercicio del poder, los ademanes ideológicos están siempre presentes. Tras la victoria, responsables de Ennahda sugieren la prohibición de la venta de alcohol, la supresión de la lengua francesa o incluso asimilan el celibato femenino a una forma de perversión, atribuyendo propósitos inmorales a aquellas mujeres que optan por la soltería como modo de vida. Hamadi Jebali, primer ministro islamista de Túnez entre diciembre de 2011 y febrero de 2013, compara la transición tunecina con el “sexto califato”, que es una referencia habitual dentro del islamismo radical y se podría interpretar como la aspiración a un Estado construido sobre la sharia o ley islámica. Apenas llegados al poder, a comienzos de 2012, el ministro marroquí de Comunicación, Mustafa El Jalfi, propuso una reforma en profundidad del sector audiovisual para avanzar hacia la arabización, incluir más contenidos religiosos, imponer la obligación de emitir las cinco llamadas diarias a la oración y prohibir la publicidad de loterías y juegos de azar. Otro ejemplo: a pesar de ser harto discriminatorias, al encuentro de las mujeres, ambos partidos multiplican esfuerzos para abortar cualquier iniciativa de reforma de las leyes en materia de herencia, presentándolas como un ataque a los textos sagrados del islam, a la estabilidad familiar e incluso contra el modelo de sociedad tradicional.

Porque en la práctica el islamismo es una suerte de populismo. Las élites islamistas en Túnez y Marruecos revisten su discurso de religión e identidad islámica, alegando una relación privilegiada, de escucha y proximidad con sus conciudadanos. Ennahda y PJD articulan su ideario sobre una pretendida ética y moral islámicas, de la que se presentan como referentes vívidos frente a adversarios políticos y regímenes que representan lo contrario, es decir, falta de integridad, corrupción y comportamiento decadente, cuando no indecente. Los islamistas están llamados a acabar con estos males y sanear la vida pública para desatar una dinámica virtuosa, acorde con las enseñanzas del Profeta, auténticamente islámica, y de este modo pasar página de tantos malos gobiernos que han ignorado la voz del pueblo, que ellos dicen encarnar. Estos elementos juegan claramente a favor de Ennahda y el PJD en los primeros escrutinios tras las Primaveras Árabes, y tal ficción aún logra mantenerse en gran medida en sucesivas citas con las urnas. No obstante, las dificultades en la práctica de gobierno, un contexto adverso, las incongruencias en su deriva y la usura del poder terminan por dar al traste con tal ficción de virtuosismo y cambio positivo.

 

Ennahda: impericia y usura del poder

Después de su legalización por el gobierno de transición, en marzo de 2011, Ennahda se alza claramente con la victoria en las elecciones constituyentes de octubre con un 37,04% de sufragios, que se traducen en 89 escaños sobre un total de 217. En las legislativas de octubre de 2014, el partido islamista retrocede de forma acentuada siendo segundo con un 27,9% de votos y 69 escaños, frente a Nida Tunis, el partido del presidente Beyi Caid Esebsi, que obtiene un 37,56% de votos (86 escaños). En las legislativas de octubre de 2019, a pesar de registrar una nueva regresión, Ennahda se impone con un 19,63% de votos y 53 escaños. Desde la Revolución del jazmín el peso político del partido ha fluctuado en función de la posición ocupada por sucesivos gobiernos y mandatos legislativos. Muy presentes en el gobierno de Jebali, ha ocupado algunas de las principales carteras (Interior, Asuntos Exteriores, Justicia y Economía), su ascendiente ha ido a menos en ulteriores ejecutivos hasta llegar al actual, encabezado por Najla Buden, que se caracteriza por una composición eminentemente tecnócrata y un acentuado desequilibrio a favor de la institución presidencial del independiente Kais Saied.

Varios motivos explicarían este retroceso. Por una parte, las dificultades socioeconómicas que atraviesa el país, a las que se han añadido las crisis política y de seguridad, que no han sido atajadas, e incluso se han agravado, arreciando las acusaciones de incompetencia al encuentro de ministros islamistas. Por otra, las viejas querellas entre laicos-modernistas e islamo-conservadores medran y degeneran tras los asesinatos en 2013 de Chokri Belaid, referente de la extrema izquierda tunecina, y Mohamed Brahmi, diputado nacionalista. Se considera a Ennahda la responsable moral del clima de crispación, intimidación y violencia que reina en el país, y que en parte es alimentado por las ligas de protección de la revolución en las que campan a sus anchas los adeptos del partido islamista y que cuentan con la bendición de su líder, Rached Ghanuchi. Tal deriva obligó, en mayo de 2016, al anuncio de Ghanuchi de su salida de la formación del islam político y su transformación en partido democrático y civil con un referencial civilizacional musulmán y moderno, favorable a un Estado civil no teocrático. Se perseguía marcar distancias con respecto al yihadismo islámico y el salafismo, y poner fin a acusaciones sobre supuestos nexos con radicales y violentos.

El balance del paso de Ennahda por el gobierno en lo más álgido de su presencia e influencia tampoco es favorable, ni en materia de política exterior, ni en lo que concierne a la seguridad ni, sobre todo, en economía. Su acción no ha implicado cambios sustanciales en las orientaciones neoliberales del derrocado Sine el Abidín Ben Alí e incluso se llegan a establecer alianzas con caciques del antiguo régimen, dejando en un mero eslogan su guerra contra la corrupción. El acercamiento a las élites económicas tradicionales proscribe la adopción de profundas reformas financieras, pero también en materia agrícola, entre otras, y es particularmente flagrante cuando en 2015 se vota a favor de una reducción de los impuestos sobre las importaciones de bebidas alcohólicas. En contra de las clases medias a las que pretende representar y a favor de las cuales peroraba la adopción de reformas en profundidad, Ennahda se adhiere a las recomendaciones de la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otras instancias financieras internacionales. Dejando en evidencia su impericia gubernamental en enero de 2014, dimitió el gobierno encabezado por Ennahda para dejar paso a un equipo de tecnócratas, una tendencia que no ha cesado de acentuarse hasta el día de hoy.

 

PJD: auge y muerte del islamismo institucional

El PJD se alza con la victoria en las legislativas de noviembre de 2011 con un 27,08% de sufragios, que se traducen en 107 de los 395 escaños de la Cámara de representantes. En un contexto partisano harto fragmentado, encabezados por Abdelilá Benkirán los islamistas lograron alcanzar un acuerdo con nacionalistas del Istiqlal, liberal-conservadores del Movimiento Popular y excomunistas del Partido para el Progreso y el Socialismo. Eso sí, los ministerios de soberanía (Interior, Asuntos Exteriores, Defensa y Asuntos Islámicos) se mantuvieron en manos de Palacio, que también despojó a los islamistas la posibilidad de gestionar, entre otros, la cartera de Economía. Confrontado a fricciones en la coalición gubernamental, el Istiqlal abandonó en 2013, siendo sustituido por la Reagrupación Nacional de Independientes, un partido de la administración. El partido tuvo que hacer frente a un contexto política y económicamente adverso, pero logró mejorar sus resultados en octubre de 2016, obteniendo un 27,88% de votos y 125 escaños, superando al Partido Autenticidad y Modernidad, su principal adversario, que consiguió 102 diputados. En esta ocasión, Palacio no se lo puso fácil y, después de rechazar sucesivas listas ministeriales presentadas por Benkirán, el poder resuelve reemplazar al líder islamista por otro dirigente de su mismo partido, Sadedín Elotmani.

Después de una década al frente de heteróclitas coaliciones gubernamentales, el PJD intentó, bien que mal, defender un balance mediocre. A pesar de integrar un gobierno de coalición y estar sometido a los designios de Palacio, el resto del entramado político, con la inestimable ayuda de un campo mediático poco sospechoso de independencia, les imputó la exclusiva responsabilidad de los males que aquejaban al país. Elotmani se mostró incapaz de controlar a su gabinete, compuesto de prohombres que respondían a lógicas palaciegas y a cálculos que escapaban a cualquier estrategia de gobierno. El golpe de gracia llegó con la normalización de las relaciones con Israel, en diciembre de 2020, que el presidente se vió en la obligación de suscribir y que redundaba en la ira y la desafección de la militancia del partido. Históricamente, los islamistas  se han presentado como grandes defensores de la causa palestina. Desde 2016, el PJD ha transitado hacia la irrelevancia, obteniendo apenas 13 diputados en los comicios del 8 de septiembre de 2021.

Con un confortable asiento social y electoral, una reputación de integridad moral intachable y un líder carismático, Benkirán, el PJD ambicionaba ser un compañero de ruta de Palacio, y no un simple ejecutor de sus instrucciones. Para el partido era fundamental mostrar su capacidad de aceptar el compromiso y destilar una imagen de partido de gobierno responsable y cuidadoso del interés nacional. De puertas para adentro, la formación despliega esfuerzos para tranquilizar a sus huestes y significar que en modo alguno devendrá en un simple figurante en manos del gabinete real, y que sus valores y principios fundacionales eran innegociables, que su alma no estaba en juego. Pero el partido acaba por relegar a un segundo plano la defensa de los principios musulmanes y la lucha contra la corrupción, puntos cardinales en la idiosincrasia del PJD, y los líderes islamistas se adaptan al lenguaje gubernamental habitual. Los que decían defender a las capas más desfavorecidas mutan en intratables liberales que ponen fin a las ayudas a las energías fósiles, electricidad y transportes, desmantelan el sistema de subvenciones a productos de primera necesidad, arremeten contra la clase funcionarial y modifican el régimen de jubilación.

El desgaste en el ejercicio del poder, la sucesión de concesiones y, en definitiva, la dilución del ideario islamista, así como la incapacidad para desarrollar una agenda y las desavenencias en la propia familia del PJD, terminan por erosionar la base social del partido. La pandemia, que ha supuesto una contracción económica y una crisis social sin precedentes, ha agravado la situación. Se achaca a la vertiente islamista del gobierno su incapacidad para poner en marcha los programas de reformas necesarios a nivel económico y social, la falta de respuestas a las expectativas de amplias capas de la sociedad y, de forma particular, entre las clases medias urbanas. Los islamistas han sido también víctimas del boicot de su brazo ideológico, el Movimiento para la Unicidad y la Reforma (MUR), ineludible vector de conexión con la calle, con esas bolsas de apoyos con las que el partido podía contar y la cantera en la que se han fraguado las élites de la formación. La incapacidad del PJD para influir en el gobierno y en la toma de decisión, al igual que el blanqueamiento de la normalización de relaciones entre Marruecos e Israel, han jugado un rol decisivo en este distanciamiento entre el PJD y su brazo ideológico, que se presenta como guardián de las esencias islamistas, la auténtica alma del partido. Así las cosas, las elecciones recientes presentaban la ocasión ideal para acabar con el PJD. Junto con las campañas de descrédito hacia responsables del partido, incluyendo el rechazo de las candidaturas de importantes dirigentes islamistas por la comisión electoral, el ministerio del Interior logró aglutinar a la mayoría de partidos para adoptar una ley que incluye un cociente electoral antidemocrático sobre la base de electores inscritos y no de votos emitidos, que penalizaba a priori el islamismo político. La voluntad apenas disimulada del poder era pasar página del islamismo institucional o, al menos, relegarlo a un segundo plano.