El líder húngaro, Viktor Orban, utiliza la crisis sanitaria global para asestar un golpe definitivo a lo poco de estado de derecho y democracia que quedaba ya en el país. ¿Harán los socios europeos algo al respecto?

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El Primer Ministro húngaro, Viktor Orban, en el Parlamento, Budapest, 30 de marzo de 2020. ZOLTAN MATHE/POOL/AFP via Getty Images

Las situaciones excepcionales necesitan soluciones excepcionales. Parece que esta es una máxima que  está aplicándose a lo largo y ancho de todo el planeta como consecuencia de la crisis sanitaria provocada por el COVID19.

En el entorno europeo casi todos los países han optado por poner en marcha distintos niveles de excepcionalidad. España e Italia son los que, por razones obvias, han desplegado un mayor nivel de control sobre sus poblaciones si bien, por el momento, no se ha pasado al de la restricción de derechos fundamentales que determinaría un estado de excepción. Otros gobiernos van más lentos o dudan más en torno a las medidas a adoptar por miedo a una temida recesión que todos esperan. Así, los países del centro y norte europeos están siendo más reticentes a la hora de recluir a sus ciudadanos en sus hogares. Se da prioridad al mantenimiento del tejido económico en la medida de los posible. La preservación de la libertad individual se combina de manera casi perfecta con recomendaciones y no obligaciones. En este grupo se encuentran Suecia, Dinamarca o Países Bajos.

Luego, al fin, tenemos a los países de Visegrado (Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia) que, como indicaba el politólogo búlgaro Ivan Krastev en su libro La luz que se apaga, están transitando desde la imitación de las acciones de Europa occidental hacia otro en el que buscan distinguirse y reivindicarse frente a ellos. Las puntas de lanza son, sin ningún género de dudas, Polonia y Hungría, aunque no hay que perder de vista a la República Checa y Eslovaquia. Estos últimos, por dar un ejemplo, al comienzo de la crisis sanitaria vulneraron uno de los principios vertebradores de la UE, el principio de igualdad, estableciendo la prohibición de no dejar pasar a ciudadanos italianos a través de sus fronteras.

Capítulo aparte merece el caso húngaro, país que ya cuenta con un expediente abierto en relación con las vulneraciones flagrantes de su estado de derecho y amenazado de la aplicación del artículo 7 del Tratado de la Unión que reza: “A propuesta motivada de un tercio de los Estados miembros, del Parlamento Europeo o de la Comisión, el Consejo, por mayoría de cuatro quintos de sus miembros y previa aprobación del Parlamento Europeo, podrá constatar la existencia de un riesgo claro de violación grave por parte de un Estado miembro de los valores contemplados en el artículo 2. Antes de proceder a esta constatación, el Consejo oirá al Estado miembro de que se trate y por el mismo procedimiento podrá dirigirle recomendaciones”. El procedimiento contra Hungría comenzó en septiembre de 2018 a petición del Parlamento Europeo al Consejo. Si bien, por el momento, y en las actuales circunstancias no parece que lo vayan a poner en marcha.

Mientras tanto, el Primer Ministro húngaro, Viktor Orban, no ha dejado escapar la oportunidad que le brinda la crisis del COVID19 y la confusión generada en toda la UE para ir un paso más allá y hacerse con una mayor cuota de poder. Tras el control del poder judicial por parte del Ejecutivo, la cuasidesaparición de la libertad de prensa, la anulación hasta la mínima expresión de la oposición, en esta ocasión ha declarado el estado de excepción en el país que a fecha de 30 de marzo tenía 447 casos confirmados de COVID19 y 15 muertos.

Sin embargo, aprobar el decreto que le otorga amplios poderes no ha sido tan sencillo como pensaba el líder húngaro. Su primer intento por la vía de urgencia fracasó en el Parlamento al no conseguir la mayoría suficiente de tres cuartas partes requeridas para la aplicación inmediata de las restricciones. Aunque el partido de Orban, el conservador FIDESZ, controla 133 escaños de un total de 199, sólo consiguió sumar cuatro diputados más. Finalmente, el decreto ha sido aprobado, con las reticencias y temores de oposición y sociedad civil.

Los argumentos empleados para dar este importante paso son una parte importante del problema. Orban utiliza una retórica abiertamente belicista que va mucho más allá del lenguaje utilizado por otros países como España. Así plantea la necesidad de adoptar medidas excepcionales “que vayan más allá de las normales en tiempos de paz”, con el fin de “proteger a los ciudadanos más vulnerables y mitigar el impacto económico”. Para ello argumenta que el Gobierno debe disponer de las “herramientas necesarias para organizar la autodefensa del país” y “combatir” el contagio. Utiliza un discurso social para justificar el recorte de derechos de manera indefinida, además de vincular la pandemia con la migración irregular, el tradicional caballo de batalla del líder húngaro.

Ninguno de estos se ajusta, en absoluto, con la normativa nacional, europea e internacional en este ámbito. Son requisitos esenciales asociados a este tipo de medidas la proporcionalidad y la temporalidad de estas, ambas brillan por su ausencia en el decreto húngaro. En cuanto a las medidas asociadas a este estado de excepción se incluyen la posibilidad de gobernar mediante decretos sin la participación del Parlamento durante un periodo de tiempo indeterminado, así como condenar a penas de prisión que pueden alcanzar los cinco años para aquellos que lancen noticias falsas sobre la crisis del COVID19 en Hungría.

Varias han sido las voces procedentes desde Bruselas que se han pronunciado sobre este tema, aunque no todas ellas coinciden. El portavoz comunitario de Justicia, Christian Wigand, manifestó que la posición de la Comisión Europea en relación con estos casos y que se considera que “la democracia no puede funcionar sin medios libres e independientes”, en clara alusión al potencial recorte que podría hacerse patente en Hungría durante los próximos meses. El decreto de excepcionalidad húngaro no recoge ni la proporcionalidad ni la temporalidad de las medidas, algo que explícitamente marca el derecho internacional, el comunitario y la legislación nacional.

La respuesta por parte del Jefe de Gabinete de Orbán no pudo ser más simple “estas medidas pueden ser revocadas por el Parlamento en cualquier momento”. En esta misma dirección se manifestó el Comisario de Ampliación, Oliver Varhelyi, que pidió a sus colegas en Bruselas que dejasen trabajar al Gobierno húngaro para poder controlar la crisis sanitaria. El lenguaje retador de Orban continua con afirmaciones sobre la UE como “si no pueden ayudar porque no pueden, al menos que no obstaculicen a los húngaros en su defensa. Queremos una Europa fuerte, pero esta alianza tiene sus debilidades, lo que también está siendo evidente durante la epidemia”. O haciendo hincapié donde más daño hace “recibimos ayuda de China y de Turquía. Esta es la situación. A pesar de todo seguimos siendo miembros de la UE. Este es nuestro lugar, pero hay que ser conscientes de que no es de ahí de donde procede la ayuda”. A pesar del tono, no parece que nadie vaya a atreverse a censurar su lenguaje ni sus medidas. Ningún Estado ni institución va a osar entrometerse en sus asuntos internos. Si no lo hicieron con contundencia en tiempos más calmos, ahora mucho menos.

La deriva autoritaria a la que el líder conservador está llevando a su país es por todos conocida desde hace tiempo. De hecho, el informe "Autocratization Surges-Resistance Grows" sitúa a Hungría como el primer Estado miembro de la UE que es no democrático, lo cataloga como autoritarismo electoral y el caso reciente más extremo de autocratización. Sin embargo, ni su grupo parlamentario ha sido capaz de sancionarle de manera ejemplarizante o incluso expulsarle del mismo. Tampoco el resto de líderes europeos ni, por supuesto, la Comisión, han sido capaces de atajar una quiebra estructural del estado de derecho y de la democracia en un país miembro. Ante estas razones, sobran las palabras. Esta crisis está ofreciendo a Orban la oportunidad que siempre deseó, la libertad absoluta para hacer y deshacer a su antojo. La amenaza de una ruptura total con la democracia es prácticamente un hecho, y todo ante la parálisis con la que lo contemplan el resto de sus socios.