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El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, y su homólogo ruso, Vladímir Putin, durante una reunión en el Kremlin, Rusia. (Mikhail Svetlov/Getty Images)

Moscú y Ankara no están en guerra y muchas veces están compinchadas, pero a menudo apoyan a bandos distintos —en Siria y Libia— o se disputan la influencia, como en el Cáucaso. Muchas veces se consideran socios, son capaces de separar las discrepancias sobre un tema de las discusiones sobre otros e incluso cooperar mientras sus aliados locales se pelean. Sin embargo, como demostraron el derribo de un avión ruso por parte de Turquía cerca de la frontera con Siria en 2015 y la muerte de docenas de soldados turcos por ataques aéreos de las fuerzas sirias apoyadas por Rusia en 2020, el riesgo de choques inesperados es enorme. Aunque, hasta ahora, el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, y su homólogo ruso, Vladímir Putin, se han mostrado capaces de resolver esos tropiezos, cualquier disputa podría exacerbar los conflictos en los que ambos países están involucrados.

Donde más visibles son las contradicciones de la relación entre Ankara y Moscú es en Siria. Turquía es uno de los mayores enemigos del presidente Bashar al Assad y ha respaldado con firmeza a los rebeldes. Rusia ha apoyado siempre a Al Assad y en 2015 tuvo una intervención decisiva para dar la vuelta a la guerra en favor de él. Turquía ha renunciado a derrocar al presidente sirio, más preocupada por luchar contra las Unidades de Protección Popular (YPG), la sucursal siria del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), que mantiene una rebelión contra Ankara desde hace casi 40 años y que está considerada por Turquía (y por EE UU y Europa) como una organización terrorista.

Un acuerdo logrado en marzo de 2020 por Moscú y Ankara interrumpió el estallido más reciente de enfrentamientos en Idlib, la última bolsa rebelde en el noroeste de Siria, y demostró lo mucho que las dos potencias se necesitan entre sí. Rusia espera que Turquía vigile la aplicación del alto el fuego en Idlib. Ankara es consciente de que cualquier otra ofensiva del régimen, que podría empujar a cientos de miles de sirios más a Turquía, depende del apoyo aéreo de Rusia, lo que hace que Moscú, en la práctica, tenga la capacidad de vetar una operación de ese tipo. Pero la situación es frágil: la guerra de Siria no ha terminado y sigue siendo posible otra ofensiva en Idlib con el apoyo ruso.

En Libia, ambos países también respaldan bandos opuestos. Los asesores rusos ayudan al LNA de Haftar y Turquía apoya al GNA de Trípoli. Existe un frágil alto el fuego desde octubre. Pero no está claro, ni mucho menos, que un acuerdo pueda garantizar a Ankara el gobierno amistoso que desea y a la vez dar a Moscú el punto de apoyo que busca.

Rusia y Turquía también han estado envueltas en la guerra reciente por Nagorno-Karabaj. Moscú tiene una alianza militar con Armenia pero evitó inclinarse por un bando y acabó mediando en la negociación del alto el fuego que puso fin a los combates. Ankara proporcionó ayuda diplomática y militar a Azerbaiyán y sus drones (así como otros israelíes) contribuyeron a eliminar las defensas aéreas armenias. A pesar de su rivalidad en el sur del Cáucaso, tanto Moscú como Ankara han resultado ganadores en esta ocasión. Rusia desplegó fuerzas de paz y, con ello, aumentó drásticamente su influencia en la región. Turquía puede presumir de haber contribuido de forma crucial a la victoria de Azerbaiyán y se beneficiará del pasillo comercial establecido por el acuerdo. Paradójicamente, al mismo tiempo que Moscú y Ankara se enfrentan en un número cada vez mayor de campos de batalla, mantienen unos lazos cada vez más fuertes. Su relación de amor-odio es sintomática de una tendencia más general, un mundo en el que las potencias no occidentales están ofreciendo cada vez más resistencia frente a Estados Unidos y Europa Occidental, son más agresivas y están más dispuestas a establecer alianzas fluctuantes.

Las tensiones entre Rusia y Occidente han aumentado con el telón de fondo de las guerras de Ucrania y Siria, las acusaciones de haber interferido en elecciones de otros países y haber envenenado a opositores en territorio extranjero y las sanciones de EE UU y Europa. A Turquía le irritan el apoyo estadounidense a las YPG y su negativa a extraditar a Fetulá Gulen —el clérigo al que Ankara acusa de orquestar el intento de golpe de Estado en 2016—, así como las críticas europeas a su retroceso democrático y su supuesta parcialidad en el conflicto de Chipre. Estas tensiones se resumen en las sanciones impuestas por Washington en respuesta a la adquisición y prueba del sistema ruso de defensa antimisiles S-400 por parte de Ankara. Al lograr acuerdos bilaterales en varias zonas de conflicto, tanto Rusia como Turquía ven las posibilidades de beneficiarse.

No obstante, los vínculos nacidos de las oportunidades no siempre perduran. Tienen sus respectivas fuerzas muy próximas a distintos frentes y eso hace que abunden los posibles focos de combustión. Un empeoramiento de la relación entre los dos países podría causarles problemas a ambos y crear alguna que otra zona de guerra.