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Donald Trump da la bienvenida a la Casa Blanca al Primer Ministro, Benjamin Netanyahu, 2020. Mark Wilson/Getty Images

Con el asesinato del científico considerado el padre del programa nuclear iraní, Mohsen Fakhrizadeh, y el anuncio de relaciones entre Marruecos e Israel, el eje Trump-Netanyahu envía un mensaje directo al tándem Biden-Harris y sus intenciones de resucitar el acuerdo nuclear con Teherán.

En sus días finales en la Casa Blanca, Donald Trump activa una carta geopolítica estratégica: su alianza con el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu. El objetivo parece estar dirigido a condicionar los movimientos en la política internacional del futuro inquilino en la Casa Blanca, Joseph Biden, particularmente sus intenciones de resucitar el legado de Obama vía el acuerdo nuclear con la República Islámica de Irán.

Por ello, el eje Trump-Netanyahu no está dispuesto a perder el tiempo, porque precisamente es lo que no le sobra. Ambos parecen decididos a dejar las cosas atadas y blindar su legado ante los previsibles cambios que vienen con la próxima administración de Biden a partir del 20 de enero de 2021, cuando deba asumir la presidencia en Washington.

Así, Donald Trump y Benjamin Netanyahu activan un radio de actuación que va desde Irán hasta Marruecos. El asesinato en la República islámica el pasado 27 de noviembre de Mohsen Fakhrizadeh, el cerebro que dirigía el programa AMAD, que Israel y Occidente consideraban como una operación militar que aspiraba a construir un arma nuclear, es un nuevo golpe al corazón del poder de la teocracia iraní.

A esto debe sumársele la decisión adoptada por Trump el pasado 10 de diciembre de reconocer la "soberanía marroquí" en el Sáhara Occidental, cifrado en un tenso contexto determinado por el fin del alto al fuego vigente desde 1991 por parte del Frente Polisario, brazo político y armado de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD).

El espaldarazo de Trump al Rey Mohammed VI y las pretensiones marroquíes en el Sáhara Occidental tiene un precio: que Rabat normalice relaciones con el Estado de Israel, tal y como hicieron en septiembre pasado Emiratos Árabes Unidos y Bahréin.

La decisión de Trump tuvo su efecto inmediato. Bahréin y Emiratos anunciaron la apertura de sendas delegaciones diplomáticas en El Aaiún, en el Sáhara Occidental y la capital que reivindica la RASD para que se reconozca su soberanía estatal.

Además, el Embajador estadounidense en Marruecos, David Fischer, presentó un nuevo mapa marroquí aprobado por la administración Trump en la que se incluye al Sáhara Occidental como territorio del reino alauí.

Mientras allana el terreno para el reconocimiento marroquí de Israel, una jugada de elevado riesgo político para Mohammed VI, teniendo en cuenta que la opinión pública del país no ve con buenos ojos este reconocimiento diplomático, Trump acelera contactos a través de su yerno y asesor Jared Kushner para dar otro golpe diplomático de gran envergadura geopolítica para Oriente Medio: la posibilidad de que Arabia Saudí también reconozca a Israel.

 

Descabezar al poder iraní

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Funeral del científico iraní Mohsen Fakhrizadeh en Teherán, 2020. Defense Ministry / Handout/Anadolu Agency via Getty Images

Todos estos movimientos del eje Trump-Netanyahu tienen un objetivo claro: atar a Biden ante la posibilidad de dar un cambio de alto calado en relación al programa nuclear iraní.

Como sucediera en enero pasado con el asesinato en Bagdad de Qassem Soleimani, alto mando de la poderosa Guardia Revolucionaria iraní, el de Fakhrizadeh pareciera confirmar que Trump y Netanyahu están decididos a descabezar el centro del poder militar y nuclear del régimen teocrático y debilitarlo para cuando Biden llegue a la Casa Blanca.

El objetivo es claro: dejarle al nuevo presidente un legado difícil de manejar, más cuando el futuro inquilino de la Casa Blanca pretende resucitar la Doctrina Obama de reanudar el acuerdo nuclear con Irán, sepultando así el viraje de Trump orientado a destruir el potencial nuclear del país persa y "recuperar" las alianzas estratégicas de Washington con Tel Aviv y Riad, muy opacadas durante la era Obama en la Casa Blanca, siendo Biden su vicepresidente.

Mientras la tensión postelectoral estadounidense de noviembre pasado estaba en su punto más álgido de polarización, Trump dio muestras de querer apuntar hacia Teherán, en lo que parecía una maniobra disuasiva y de distracción. Impuso más sanciones al régimen iraní y activó la presencia de bombarderos B-52 en el Golfo Pérsico como advertencia al país persa. Trump incluso barajó la posibilidad de un ataque militar a objetivos iraníes, una acción que finalmente pareció tomar en sus manos Israel con el golpe quirúrgico a través de dispositivos electrónicos contra el científico nuclear.

El asesinato de Fakhrizadeh es un problema estratégico que heredará Biden cuando asuma la presidencia el próximo 20 de enero de 2021. Es posible que, con anterioridad, la anunciada venganza iraní lleve a tensiones regionales como el  cierre profiláctico del Estrecho de Ormuz, una ruta por la que pasa un 40% del comercio mundial hacia el Océano Índico y el sur de Asia.

Del mismo modo, Teherán podría mover su influencia en movimientos como los palestinos Hamás y la Yihad Islámica, hezbolá libanés y otros actores dentro del conflicto yemení, con la pretensión de responder con ataques a objetivos israelíes, estadounidenses pero también de Arabia Saudí. Porque la clave saudí, así como de otros aliados como Emiratos Árabes Unidos, está también detrás de esta crisis provocada por el asesinato de Fakhrizadeh.

 

La clave saudí

A diferencia de Obama y de su entonces vicepresidente Biden, Trump ha confeccionado un eje neurálgico con Israel y Arabia Saudí que, incluso, ha levantado las expectativas de un posible reconocimiento diplomático de este país al Estado de Israel, lo que constituiría un triunfo geopolítico de gran envergadura para Tel Aviv.

Precisamente, Trump esperaba que su reelección presidencial permitiera hacer del reconocimiento diplomático entre Israel y Arabia Saudí un aspecto clave de su política exterior en un nuevo mandato. Esa posibilidad pierde fuerza con Biden en la Casa Blanca.

Ya en sus tiempos de vicepresidente, Biden era escéptico por mantener inalterable la histórica alianza entre Washington y Riad. Por ello, la apuesta de la Doctrina Obama por el acuerdo nuclear con Irán despertó las alarmas en el reino saudí e Israel, ya que desequilibraría la balanza militar en la región.

Para el eje Trump-Netanyahu, cercar por completo a Irán es ahora un objetivo contra reloj. El reciente informe de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) de noviembre pasado aseguraba que Teherán cumplía con los acuerdos establecidos en cuanto al enriquecimiento de uranio para fines energéticos y no militares.

Con esta contexto, la posibilidad de que Biden resucite el acuerdo nuclear con Irán sepultado por Trump es un imperativo a evitar por parte de la seguridad israelí y saudí en la región. Una necesidad aún mayor ante la salida del republicano de la Casa Blanca.

 

Kamala y el regreso de Obama

Sin tener incidencia directa, otros factores colaterales entran al ruedo. La reciente lesión de Biden en su pie tras jugar con su mascota encendió ciertas alarmas en las filas del Partido Demócrata por la salud de un próximo presidente que asumirá el cargo con 78 años. Y aquí salen a flote dos nombres: Kamala Harris, su compañera de fórmula electoral y futura vicepresidenta; y el ex presidente Obama, con una repentina reaparición en escena en las últimas semanas.

Barack Obama ha reaparecido con un libro de memorias y entrevistas en grandes cadenas informativas internacionales. Su reaparición era de prever dentro del contexto electoral en EE UU, pero parece alargarse aún más. Ello traduce expectativas, aún bisoñas, de una posible participación suya dentro de la administración Biden como posible asesor de política exterior y de seguridad.

Mientras los recuentos de votos electorales lo afianzaban en la Casa Blanca, Biden ya apuntaba un discurso de recuperación del liderazgo internacional de EE UU, en clara alusión a romper con el legado Trump. Estas palabras muy probablemente resonaron con fuerza en Tel Aviv y Riad, razón por la que la acción israelí de eliminar a Fakhrizadeh y los intentos de Trump para que el mundo árabe normalice sus relaciones con Israel cobrarían una fuerza mayor.

Por su parte, en Kamala Harris se enfocan muchas expectativas de ser una especie de actor fuerte dentro de la administración Biden, más aún ante la avanzada edad y los posibles problemas de salud del futuro presidente. En este sentido, coinciden los puntos de vista de Kamala y Obama de recuperar el acuerdo nuclear con Irán y de que Washington apueste por el multilateralismo, sepultando la doctrina Trump de huir de compromisos internacionales.

 

Maduro en ‘cuarentena’

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El presidente venezolano Nicolás Maduro reunido con el líder iraní, el ayatolá Alí Jameiní en Teherán, 2016. Supreme Leader Press Office/Anadolu Agency/Getty Images

La ecuación geopolítica del asesinato de Fakhrizadeh lleva a otro nombre: Nicolás Maduro, el principal aliado iraní en el hemisferio occidental.

Complacido con la victoria electoral de Biden y el final de la era Trump, Maduro trazó su plan de legitimar su régimen a través de un proceso electoral el pasado 6 de noviembre. Unas elecciones legislativa que, aunque tuvieron una elevadísima abstención (69%) y no obtuvieron el reconocimiento de la mayor parte de la comunidad internacional, sí le permiten a Maduro afianzar su régimen y extirpar cualquier tipo de oposición institucional, en este caso a través de la Asamblea Nacional en manos opositoras desde 2015.

Con ello, Maduro busca también sepultar políticamente al presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, quien reaccionó con la apuesta por una consulta popular contra el régimen madurista a mediados de diciembre que no clarifica cuál será el panorama político venezolano para el 2021.

Oficialmente, Guaidó debería dejar su cargo como presidente de la Asamblea Nacional el próximo 5 de enero de 2021. Pero el desconocimiento internacional de la elección legislativa lanzada por Maduro y los resultados de la consulta popular "anti-Maduro", en la que participaron unos 6,5 millones de venezolanos, son bazas que la oposición juega para deslegitimar al régimen madurista.

Por otro lado, en los últimos meses, se ha solidificado de gran forma la relación estratégica de Maduro con Irán, surtidor energético de la maltrecha industria petrolera venezolana. En cuanto a la ecuación del poder, tampoco se observan fisuras significativas dentro del madurismo, aunque la crisis humanitaria venezolana sigue imparable.

Esperanzado con una apertura diplomática que con Biden es aún incierta, Maduro observa ahora cómo la República Islámica iraní se ve obligada a operar simultáneamente en dos escenarios paralelos acaecidos tras la muerte de Fakhrizadeh: el Golfo Pérsico para contener el eje Trump-Israel-Arabia saudí; y Venezuela como foco de irradiación de la influencia de Teherán en el hemisferio occidental.

Por ello, y esperando a Biden, Maduro calcula sus opciones en la intensa geopolítica que se avecina tras la muerte de Fakhrizadeh. Por lo pronto, el eje Trump-Netanyahu con apoyo saudí ya ha golpeado primero, y con fuerza, al corazón del poder nuclear y militar iraní.

Y eso puede tener repercusiones para Maduro, quien ha apostado todo su capital político internacional encomendándose a los designios del eje euroasiático trazado por Rusia, Irán y Turquía, con China en un espacio más prudente.