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La familia Trump mira a un eclipse parcial desde uno de los balcones de La Casa Blanca. NICHOLAS KAMM/AFP/Getty Images

¿Cómo ha cambiado Estados Unidos en los últimos 50 años? Tras la Guerra Fría y la globalización, sigue siendo el referente económico mundial y el líder indiscutible del mundo democrático. Pero el país ha experimentado cambios drásticos en los campos estratégico, político, social y cultural, que le hacen vivir el ‘momento Trump’ actual.

El 20 de julio de 1969 la nave norteamericana Apolo XI llevó a los primeros hombres a la Luna. El verano próximo celebraremos el 50 aniversario de aquella asombrosa gesta tecnológica. En aquel momento, Estados Unidos estaba sumido en la guerra de Vietnam y proseguía una peligrosa carrera de armamentos nucleares con la Unión Soviética. En 1969 los movimientos de derechos civiles reclamaban el fin de la discriminación racial, y tuvo lugar el concierto de Woodstock, donde se declararon three days of peace and music. Hace 50 años, por tanto, EE UU era un país de contrastes. La Guerra Fría estaba en su apogeo pero comenzaban a observarse tendencias que han perdurado hasta hoy. Revisar este medio siglo a través de la historia estadounidense permite comprender mejor nuestro mundo.

De la estrategia militar a la competición económica

El cambio más espectacular de las décadas de 1960 y 1970 con respecto al mundo actual es que, en aquellos tiempos, las relaciones internacionales estaban dominadas por una durísima competición militar entre las dos superpotencias, con la constante amenaza de un conflicto bélico mundial, mientras que hoy el campo de batalla es de naturaleza económica. En esta nueva competición, Estados Unidos es el polo dominante, con China y la Unión Europea como contendientes. En este medio siglo, EE UU supo primero salir victorioso de la Guerra Fría, con la posterior expansión de la democracia y del capitalismo que predijo Fukuyama, y después ha sabido dominar también en el terreno de la globalización. Esto demuestra su enorme potencial y su capacidad de adaptación.

La decisión estratégica que cambió el mundo en las últimas décadas fue tomada por China al final de la etapa de Deng Xiaoping. Durante los 90, China decidió no seguir los pasos de la Unión Soviética de la competición estratégica y militar sino elegir la vía emprendida por los tigres asiáticos de competición económica y comercial. En 2001. China se unió a la Organización Mundial del Comercio (que había sido creada en 1995) cambiando así las reglas del auge y caída de las grandes potencias. De los dos posibles tableros de competición mundial, se apartó el militar y se comenzó a jugar una partida comercial. Quienes hoy piensan que Pekín representa una amenaza militar, simplemente desconocen el mundo en el que las relaciones internacionales se limitaban a un cálculo de misiles y cabezas nucleares. Hoy la ventaja militar de Estados Unidos es indiscutible, y cuando el presidente Trump ha querido poner en cuestión su relación con China, ha iniciado una guerra comercial, comenzando por establecer tarifas para detener las importaciones.

En la intervención militar también se observan grandes cambios. A lo largo de la Guerra Fría las dos superpotencias se dedicaron a atizar conflictos locales y guerras civiles en América Latina, el Sureste Asiático y Oriente Medio. La guerra de Irak en 2003 fue una manifestación postrera de esa manía. Hoy el Consejo de Seguridad decide actuaciones colectivas y una intervención militar unilateral sería tremendamente costosa. La presión actual sobre el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela marca la diferencia. Se ha pasado de la intervención a la presión democrática. Estados Unidos, España y la mayoría de países europeos exigen la convocatoria de elecciones libres organizadas por la Asamblea Nacional presidida por Juan Guaidó. A pesar de su retórica, el presidente Trump tendría muy difícil abandonar ese consenso y lanzar una acción militar en Venezuela porque recibiría un aluvión de críticas.

Estados Unidos debe adaptarse a un mundo multilateral, por mucho que le pese a Trump, pero a su vez el mundo acepta las pautas de Washington en el nuevo tablero económico. China y la Unión Europea tienen sus bazas pero siguen el liderazgo norteamericano. El salto cualitativo que supuso la revolución de Internet, las tecnologías de la información y las comunicaciones ocurrió en EE UU y todavía sigue recogiendo sus frutos. También la crisis y los excesos financieros tuvieron su origen allí. Las mayores empresas del mundo entre 1980 y 1990 estaban ligadas al petróleo y al automóvil y eran norteamericanas, con cierta competencia europea y japonesa. En el momento presente, las empresas con mayor capitalización bursátil pertenecen al campo digital y también son estadounidenses, con cierta competencia china, coreana y europea. Los logros de Apple, Amazon, Google, Microsoft o Facebook, seguidas por bancos, farmacéuticas y empresas energéticas norteamericanas, configuran nuestras sociedades y son seguidos de lejos por otros competidores. Aunque el ascenso de China es rampante, entre las 100 primeras empresas del mundo en 2018 por capitalización bursátil, Bloomberg calcula que el 64% se encuentran en Estados Unidos, 18% en Asia, y 16% en Europa.

Estados Unidos, un país polarizado con dos visiones del mundo

La política estadounidense está dividida en dos visiones del mundo. Las costas este y oeste frente al interior, los que quieren abrirse contra los aislacionistas, los que alaban el muro de Trump y los que lo critican, y hay quien habla incluso de los que saben apreciar el vino frente a quienes solo beben cerveza. Durante la Guerra Fría, el país estaba mucho más unido en política exterior. Las intervenciones militares fueron apoyadas de manera mayoritaria en aquellas décadas (aunque dieron lugar a una contestación creciente desde finales de los 60), mientras que las operaciones militares de los últimos años han sido mucho más discutidas en el Congreso, en la prensa y la sociedad, según indican los estudios de Pew Research Center, poniendo de relieve los enormes costes de operaciones como Afganistán e Irak.

La polarización de la política se aprecia en la sucesión de los últimos presidentes. Los dos mandatos de Bill Clinton (1993-2000), quien apoyó la unificación de Europa y la democratización, y quería una globalización “con cara humana”, dieron paso a los dos mandatos de George W. Bush (2001-2008) que se embarcó en una guerra contra el terrorismo internacional inspirada por los intelectuales neocons, que aconsejaron la intervención militar en Irak. El enorme desencanto con sus políticas fue lo que permitió la elección de Barack Obama (2009-2017), que lideró una fase liberal llena de conciencia social. De nuevo, la llegada de Donald Trump en noviembre de 2017, un empresario y hombre del espectáculo metido a político, supuso un nuevo triunfo de la visión fundamentalista, esta vez aumentada por el miedo a la inmigración y a la competencia económica.

La Guerra Fría y su percepción de amenaza exterior actuaban como cemento cohesionador de opiniones. Después hubo una serie de causas comunes, como la lucha contra el terrorismo internacional. En los últimos 20 años, las cuestiones son más pragmáticas, y la alternancia en las administraciones muestra que la mitad del país impone su criterio a la otra mitad, provocando después una reacción. Con el presidente Trump, el debate ya no se refiere a grandes principios, el terrorismo global o la promoción de la democracia, sino que vira hacia cuestiones cotidianas y de identidad. Puede decirse por tanto que Estados Unidos ha hecho un viaje de la Luna a la tierra, pasando de grandes ideales a asuntos domésticos.

Una corriente de pensamiento afirma que las tendencias representadas por Trump, como el proteccionismo comercial y el acento en la identidad, marcan un cambio de rumbo que será permanente a partir de ahora. Nada más lejos de la realidad. El descontento de la clase media liberal, el aumento de la desigualdad y la deterioración del sector público terminarán pasando factura y, muy probablemente, volveremos a asistir a una fase de apertura en Estados Unidos.

Los apoyos sociales al presidente Trump en Estados Unidos, al Brexit en Reino Unido, al independentismo en Cataluña e, incluso, las protestas de los chalecos amarillos en Francia, permiten aventurar que en el momento presente la polarización de la política se produce entre aquellos que propugnan sociedades cerradas y quienes defienden sociedades abiertas. En otras palabras, aquellos que creen que su beneficio es incompatible con el de los demás, frente a quienes piensan que la cooperación y la integración son las mejores vías para organizar la convivencia global. En ninguno de esos casos el debate se ha terminado.

Cultura y sociedad: la predominancia del poder suave estadounidense

Hace 50 años se dieron en Estados Unidos los primeros signos de tendencias que hoy se han convertido en mundiales. Además de las protestas públicas contra la guerra de Vietnam, la prensa comenzó entonces a jugar un papel determinante para desvelar errores en la acción exterior y actividades políticas ilegales, lo que llevaría a la dimisión del presidente Nixon en 1974. Tras el asesinato de Martin Luther King en 1968, el Movimiento de Derechos Civiles cobró fuerza, se revisaron muchas normas jurídicas con los años, y finalmente el presidente Obama hizo un reconocimiento explícito de la contribución de los norteamericanos de origen africano.

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Mural en honor a Martin Luther King Jr. en Miami. (Joe Raedle/Getty Images)

Las primeras organizaciones feministas surgieron a finales de la década de los 60. También se adoptaron entonces las primeras leyes antitabaco y en defensa del medio ambiente. En años anteriores películas como Lawrence de Arabia, My fair lady y The sound of music habían ganado el Óscar, pero en 1969 la premiada como mejor película fue Midnight cowboy, una historia de naturaleza distinta, con personajes marginados de la sociedad.

En las décadas de los 60 y los 70, siguieron haciéndose filmes bélicos y westerns en Hollywood, que animaban a combatir por causas comunes. En aquellos mismos años, no obstante, comenzó a triunfar el cine independiente, más crítico, y en el mundo de la música también surgieron los primeros signos de canción protesta (con unos jovencísimos Joan Baez y Bob Dylan contrarios a la guerra de Vietnam). Poco después surgiría la canción política en América Latina, Francia y España, con grandes autores e intérpretes. La mercantilización del cine y la música en Estados Unidos y en el resto del mundo en lo que va de siglo ha adormecido aquel espíritu crítico y empobrecido la calidad de las producciones.

Los estertores de la Guerra Fría provocaron una etapa brillante de la cultura popular. Los artistas se manifestaban comprometidos con ciertos ideales. Posteriormente, la globalización vino acompañada de una cultura de masas más preocupada por los beneficios económicos, donde la calidad y la profundidad de las creaciones artísticas se ven relegadas. Pero en esta nueva industria del entretenimiento global, donde han aparecido videojuegos y series, y la imagen superficial y los mensajes cortos imponen su dominio, las empresas norteamericanas marcan otra vez la pauta. La simple mención de Netflix, Instagram o Twitter prueba tal afirmación.

Lo que demuestra, una vez más, la enorme capacidad de Estados Unidos para reinventarse sin fin y marcar el modo de vida y las modas del resto del mundo. Estados Unidos disfrutaba de un indiscutible poder suave hace 50 años. Puede afirmarse que, en el momento presente, a pesar de la complejidad creciente del mundo y de la emergencia de otras culturas, ese poder cultural sigue siendo formidable. En cambio, las otras potencias culturales de hace décadas ya no están tan activas. En este campo puede afirmarse sin reparos que la producción cultural en español, tanto en España como en América Latina, está en claro ascenso en todo el mundo. Hay que destacar que en los últimos años las aportaciones más interesantes al cine y a la música en Estados Unidos provienen de creadores mexicanos e hispanos, lo que hace incomprensible la idea de un muro de separación. Precisamente, ese mestizaje es un soplo de aire fresco en una cultura que se ha convertido en demasiado complaciente y convencional.