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El líder norcoreano, Kim Jong-un, a su llegada a China. (AFP/Getty Images)

La sorpresiva visita “no oficial” de Kim Jong-un a Pekín podría reconfigurar el mapa geopolítico de Asia.

El miércoles 28 de marzo los habitantes de la capital china despertamos envueltos en una tormenta de arena, proveniente de la región de Mongolia interior, y en una tormenta noticiosa, que había llegado días antes en un tren desde Pyongyang, Corea del Norte.

Diplomáticos, periodistas extranjeros, netizens, nostálgicos de las historias de la guerra fría y aficionados a las novelas de espionaje especulábamos desde la tarde del lunes previo quién sería el misterioso visitante que arribó a Pekín a bordo de un tren blindado, color verde oscuro con franjas amarillas, identificado como el comúnmente utilizado por la familia gobernante norcoreana. Rápidamente, se sumaban rumores del avistamiento de una inusual caravana de autos oficiales recorriendo el camino de la estación central de trenes hacia la residencia gubernamental para huéspedes de honor, el complejo de Diaoyutai. Ya muy tarde esa noche, algunos curiosos de plano tomaron sus bicicletas para acercarse a la Embajada de ese país, conocido como el Reino Ermitaño. Luces encendidas en el edificio diplomático, afuera la seguridad reforzada. El silencio oficial sólo alentaba la imaginación.

Se pensaba que podía tratarse de Kim Yong-nam, presidente de la Asamblea Suprema del Pueblo y jefe de Estado ceremonial, quien junto con Kim Yo-jong, hermana del actual líder del país, Kim Jong-un, representó a Corea del Norte en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Invierno en Corea del Sur en febrero pasado. Se especulaba también que podría tratarse de la propia Kim Yo-jong, en un nuevo paso de la diplomacia del encanto activada durante los Juegos Olímpicos.

Era muy aventurado pensar que el visitante fuera Kim Jong-un, quien desde que asumió el poder de su país en 2011 no había realizado ningún viaje al extranjero ni se había reunido con otro jefe de Estado o de gobierno; el joven líder que ha irritado de sobremanera al Gobierno chino al llevar a cabo ensayos nucleares mientras China era sede de la Cumbre anual del G20 en 2016, y de la reunión del grupo BRICS en 2017; el chico más malo del vecindario del noreste asiático, con quien el actual presidente de Estados Unidos se ha amenazado mutuamente de aniquilación en repetidas ocasiones durante el último año.

Y pese a que el ambiente era denso por la tormenta de arena, las dudas, finalmente, se despejaron esa mañana de miércoles, mientras el misterioso tren iba ya incluso de regreso a Pyongyang. En efecto, Kim Jong-un había estado en Pekín; la foto de él estrechando la mano del presidente chino Xi Jinping, dada a conocer por los medios de comunicación chinos, lo probaba. La visita, aunque clasificada como “no oficial” por ambas partes, incluyó todo lo que caracteriza a una visita de carácter absolutamente oficial bajo el protocolo chino: recepción y guardia de honor en el Gran Palacio del Pueblo con presentación mutua de las comitivas que acompañan; banquete de bienvenida; espectáculo cultural y degustación de té; reunión bilateral entre los mandatarios; foto de ambos, con sus esposas, sobre la alfombra roja.

De repente Kim, tras estos años de aislamiento internacional que terminó con su famoso discurso de año nuevo en el que anunció la intención de su país de participar en los Juegos Olímpicos, tendiendo con ello la mano a Corea del Sur, era recibido con bombo y platillo por Xi Jinping. El joven líder norcoreano llegó a Pekín teniendo ya en la bolsa su primera reunión con el presidente de Corea del Sur, Moon Jae-in, a finales de abril próximo y, tal vez en mayo, con el de Estados Unidos, Donald Trump. El primer ministro japonés Shinzo Abe, otro de los actores involucrados en las tensiones en la Península coreana, busca también concertar una reunión con Kim, y no se descarta un encuentro con el presidente ruso, Vladímir Putin.

La visita de Kim a Pekín, primer lugar al que viaja en el extranjero como dirigente de su país, cumplió con la tradición de cercanía entre Corea del Norte y China, antiguos camaradas que, tras un pasado de estrechos lazos, extrañamente habían guardado una fría distancia desde la llegada de Kim (2011) y de Xi (2012) al poder es sus respectivos países. En estos últimos años fue quedando claro que el Gobierno chino iba perdiendo su capacidad de influir en el régimen norcoreano, y que este último seguía una ruta cada vez más agresiva e independiente.

Para China haber sido el primer país visitado por Kim es un éxito diplomático que le restituye, en términos de su imagen internacional, su papel de interlocutor obligado en los asuntos de la Península coreana, disminuido en los últimos meses por los avances directos entre las dos Coreas, y entre Pyongyang y Washington. Un encuentro de Kim con cualquier personaje político internacional, sin haber pasado antes por Pekín, hubiera sido para China una humillación, y para Corea del Norte, un error. La forma en que China organizó y ejecutó la visita, envuelta en el más absoluto secreto, y no por ello al margen del más alto protocolo diplomático, habla también de la capacidad logística del Gobierno chino y de su impresionante control de las filtraciones de información, tarea nada fácil en la era de las redes sociales. Al final, habla también del poder de ambas partes para diseñar y dirigir la narrativa del histórico encuentro.

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El líder norcoreano, Kim Jong-un, y el presidente chino, Xi Jinping, junto a sus respectivas esposas en Pekín durante la visita del primero a China. (AFP/Getty Images)

Para Corea del Norte representó el debut de su joven y polémico líder en la sociedad internacional de la mano de uno de los hombres más poderosos del orbe. Con el telón de fondo del impresionante Gran Palacio del Pueblo ubicado en la Plaza de Tiananmen, agasajado protocolaria, gastronómica y mediáticamente, Kim se mostró seguro de sí mismo, con un aceptable dominio del protocolo, como los momentos de salutación y de presentación de comitivas, que generalmente hacen errar hasta al más experimentado mandatario.

La forma en que los respectivos sistemas de información oficiales –y para todo efecto práctico los únicos, pues en ninguno de los dos países existe prensa libre- contaron a sus respectivas audiencias el encuentro entre ambos líderes es por demás interesante. En China, las agencias de noticias nos narraron la visita de un joven alumno que vino a aprender de un maestro. En Corea del Norte, la visita de su líder se ha mostrado como un acto de magnanimidad, derroche de carisma y ejemplo del asertivo manejo de los asuntos del Estado. En cualquiera de los dos casos, el encuentro se narra como una reafirmación de los fuertes lazos entre dos países con grandes coincidencias en sus intereses futuros.

Que Kim se haya reunido con Xi no significa, necesariamente, que Pekín recuperará su influencia sobre Pyongyang. Manifiesta más bien que Kim ha logrado consolidar de manera interna su poder y su proyecto nacional, y ahora persigue una posición más destacada en el ámbito regional e internacional.

Parece cierto también que las sanciones internacionales contra Corea del Norte para hacerla desistir de su programa nuclear, comienzan a abrir la puerta a acercamientos diplomáticos insospechados hasta hace unos meses; pero no en una actitud de sometimiento de ese país ante la comunidad internacional, sino desde una postura de igualdad. Esa es la impresión que queda tras ver las fotos y reseñas del encuentro Kim-Xi, impresión que, seguramente, será reafirmada en sus encuentros con Moon Jae-in y Donald Trump próximamente.

Tal vez lo más destacado de la concertación de esos futuros encuentros es su carácter incondicional: para lograrlos, Kim no ha tenido más que lanzar la invitación a sus homólogos surcoreano y estadonunidense –en el caso de la reunión con Xi Jinping en Pekín se sigue debatiendo quién dio el primer paso-, sin haber prometido, hasta la fecha, plazos para detener ni desmantelar su programa nuclear. Reclamo mundial indiscutible pero ahora, aparentemente, relegado.

Una nueva etapa en Asia, que arranca de manera formal con la visita “no oficial” de Kim a Beijing, acompañado por su esposa (hasta ahora invisible al ojo público), el ministro de relaciones exteriores y la plana mayor del Partido de los Trabajadores Coreanos, promete uno de los más grandes cambios en la historia contemporánea del continente. La irrupción diplomática de Corea del Norte, poseedora de un arsenal nuclear presuntamente capaz de alcanzar Estados Unidos -y arrasar por supuesto a sus vecinos- tendrá enormes implicaciones para las relaciones regionales y bilaterales entre los países con presencia o intereses en la región. Como, normalmente, ocurre en las relaciones internacionales durante el surgimiento o fortalecimiento de un nuevo actor estatal, el actual sistema, que es heterogéneo, estadocéntrico e interdependiente, entra en un periodo de reacomodo.

Mientras ello ocurre y la geopolítica asiática se va transformando, parece que nos iremos acostumbrando a las imágenes del otrora aislado líder norcoreano, conquistando las primeras planas de los medios de comunicación, pero no por un nuevo ensayo nuclear sino por sus logros diplomáticos, y llevando su peculiar corte de cabello y su amplia sonrisa por el mundo.