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Imágenes de Mao Tse Tung a modo de caleidoscopio. Getty Images

Un repaso a la historia de China ayuda a entender cómo debería enfocarse la estrategia estadounidense frente al gigante asiático.

Con el documento hecho público por la Casa Blanca en mayo, “Plan estratégico para la República popular de China”, el Gobierno de Donald Trump dejó firmemente establecida su postura hipercompetitiva ante la rivalidad geoeconómica y geoestratégica, una actitud reforzada después en varios discursos del presidente y otros miembros destacados de su gabinete. Con su tratamiento de Pekín como un rival casi en plano de igualdad, la estrategia encaja bien con el consenso bipartidista sobre China en medio de las divisiones que desgarran hoy Estados Unidos. Ante el rápido aumento de la agresividad china, este plan debería haberse presentado hace tiempo, pero es muy relevante para el mantenimiento del statu quo internacional.

La estrategia parece el preludio de una nueva Guerra Fría, puesto que utiliza unas ideas y una retórica que evocan la rivalidad ideológica entre Estados Unidos y la Unión Soviética: la democracia liberal contra la dictadura comunista y el capitalismo de libre mercado contra el “capitalismo socialista”. Sin embargo, es evidente que el régimen comunista chino no busca una revolución mundial ni dominar el planeta. Se comporta sencillamente como una potencia imperialista clásica empeñada en expandir su esfera de influencia mediante la Iniciativa de la nueva Ruta de la Seda, la construcción de puentes y la acumulación masiva de armamento, al mismo tiempo que practica una atroz represión interna por medio de los órganos de orden público y maniobra políticamente en el extranjero a través de sus servicios de inteligencia. La estrategia estadounidense se equivoca al diagnosticar la naturaleza exacta del régimen y como consecuencia recomienda unas políticas francamente mejorables o incluso completamente equivocadas. Ante las amenazas de China, es comprensible que los estadounidenses tengan hoy miedo del espectro del comunismo.

La descarada pretensión de Pekín de ejercer un hegemonismo invasor y un colonialismo imperialista de China, especialmente respecto a sus vecinos más próximos, no es exclusiva del régimen comunista, sino que aparece una y otra vez en la historia del mundo sinocéntrico, en el que las dinastías ascendían y caían con arreglo a los patrones cíclicos de expansión y contracción y de centralización y descentralización, unidos a las catástrofes naturales y sociales. Esta dinámica era resultado de una cadena de círculos viciosos de destrucción del entorno natural, superpoblación, catástrofes naturales, hambruna, desplazamientos masivos de población, grandes revueltas y guerras, entre otros factores. La historia dinástica oficial explica estos ciclos como el paso del mandato celestial de una familia imperial a otra, mientras que el orden sinocéntrico y el sistema imperial permanecían básicamente intactos.

Lo más destacable es que una dinastía china, cuando era pequeña y más débil que los reinos de la periferia, tenía que mantenerse discreta en política exterior y evitar enfrentamientos militares con ellos. Cuando se convertía en un imperio suficientemente grande y fuerte, los invadía y los conquistaba. La política exterior experimentaba constantes virajes del péndulo y el sistema tributario ayudaba a estabilizar el orden sinocéntrico cuando la propia China no era ni demasiado dura ni demasiado blanda.

Sin embargo, el miedo a las catástrofes sociales hacía que la gente siempre aspirase a un imperio chino fuerte y estable con unos emperadores benévolos y competentes al frente, lo que, irónicamente, aumentaba la tendencia a la expansión externa, la sobrecarga y las catástrofes naturales y sociales. Da la impresión de que esta cadena de causa y efecto constituye el rasgo fundamental del modelo macrohistórico de China.

Además, para que ese sistema imperial funcionara era necesario que el poder estuviera centralizado en los emperadores, pero eso significaba una dependencia inevitable de los mandarines situados en la periferia de la corte imperial para gobernar un sistema tan inmenso y complejo. A cambio, los emperadores utilizaban a los eunucos de la corte interior como contrapeso.

Me da la impresión de que esta dinámica macrohistórica y sus epifenómenos tienen mucho más sentido que la metáfora de la Guerra Fría a la hora de comprender la China actual presidida por Xi Jinping. El país sigue dependiendo de esta dinámica, puesto que, a pesar de su denominación oficial, el régimen comunista es una auténtica dinastía.

La China comunista sufrió una grave destrucción del entorno natural durante el Gran Salto Adelante (1958-1962) y una catástrofe social durante la agitación nacional de la Revolución Cultural (1966-1976), ambas bajo la presidencia imperial de Mao Zedong. Luego, cuando el país estaba sumido en la pobreza y tenía una posición débil en la política mundial, el régimen mantuvo una postura discreta en su intento de incrementar el poder económico, tecnológico y militar con el fin de alcanzar a Estados Unidos, que veía su hegemonía en declive. Después de lograr en gran medida sus objetivos, el régimen se ha apresurado a pasar de la actitud acomodaticia mantenida durante 40 años a un comportamiento descaradamente agresivo. Y, mientras tanto, China ha caído en una espiral cada vez más perniciosa de catástrofes naturales y sociales. Como consecuencia, se ha convertido en una potencia inmensa pero internamente muy vulnerable.

Como era de esperar, el presidente Xi empezó presentándose como un líder benévolo y competente que purgó a los funcionarios depredadores del Estado y el Partido mediante una serie de campañas contra la corrupción, al mismo tiempo que atacaba a sus adversarios políticos para fortalecer su propio poder. Después, Xi abolió el límite de mandatos de la máxima autoridad del Estado con una enmienda constitucional y sustituyó la dirección colectiva por su dictadura personal. Parece que ha decidido emular a Mao y los emperadores históricos. Ha concentrado todo el poder asumiendo la presidencia de varios “pequeños grupos rectores” del Comité Central del Partido Comunista sobre temas políticos importantes como la seguridad, las finanzas y la lucha contra la corrupción, entre otros. El estilo de liderazgo de Xi está evolucionando hasta parecerse cada vez más al de los antiguos emperadores.

En resumen, China es un problema no por ser comunista, sino porque es China. Es algo evidente para los tibetanos, uigures, mongoles y otras minorías étnicas que han sufrido una opresión inimaginable a manos de China en la antigüedad y durante el comunismo. No cabe duda de que hay que contrarrestar su agresividad, pero, mientras la nueva estrategia de Trump se base fundamentalmente en el anticomunismo, tiene todas las probabilidades de fracasar.

Este texto fue publicado en ingles en Taipei Times. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.