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Mercado Al Attaba en el Cairo, Egipto, mientras el país sigue atravesando una complicada crisis económica. Khaled Desouki/AFP/Getty Images

Las protestas antiausteridad que con mayor o menor intensidad han ocurrido este año en Marruecos, Túnez, Egipto y Jordania constatan que las políticas promovidas por Fondo Monetario Internacional (FMI) no han cambiado respecto a las del período prerrevolucionario. ¿Que todo cambie para que todo siga como está?

Doctores vestidos con bata blanca, abogados cubiertos con toga negra y músicos armados con instrumentos tradicionales. Lo que hubiera quedado como una estampa cotidiana en hospitales, juzgados y tarimas de Jordania se convirtió de repente a finales de mayo en una imagen inusual por encontrarse todos ellos en las calles de la capital, Amán, unidos con su indumentaria de trabajo a las mayores huelgas que ha vivido el país recientemente.

Estalladas en pleno mes de Ramadán, las protestas desbordaron las calles jordanas gracias a su carácter transversal, que unió desde beduinos hasta trabajadores de la alta tecnología, y a su nítido desencadenante: el rechazo a una subida de impuestos que amenazaba con volver a castigar a las clases populares en medio de nuevos recortes y subidas de precios.

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Un hombre levanta un pan donde se lee en árabe "Corrupción igual a hambre" en protesta por las medidas de austeridad, Amán, Jordania. Ahmad Gharabli/AFP/Getty Images

Poco antes que los jordanos, los egipcios habían convertido algunas paradas del metro de El Cairo en su particular escenario de protesta. Aunque pequeñas, aisladas y tajantemente reprimidas, algunos osaron reprobar el excepcional aumento de precios de los billetes (de hasta el 350%), una medida enmarcada en otra ola de recortes impulsada por el Ejecutivo que ha conllevado un nuevo encarecimiento de la electricidad, el agua y los combustibles.

Anticipándose a los dos casos anteriores, Túnez dio la bienvenida a 2018 saliendo a la calle para expresar una vez más su profundo descontento con el rumbo del país. La chispa que prendió un invierno más la llama tunecina, y que terminó con centenares de detenidos, fue el alza de impuestos y el recorte de subsidios del nuevo presupuesto aprobado por el Gobierno, obsesionado con devaluar la moneda y reducir el déficit a base de austeridad.

Lejos de tratarse de una coincidencia, Jordania, Egipto y Túnez son los países árabes que han llevado a cabo mayores planes de ajuste dictados por el Fondo Monetario Internacional desde que estallaran las Primaveras Árabes en 2011, y sobre todo desde que en 2016 llegaran a acuerdos millonarios con el organismo subordinados a reformas estructurales. En el caso jordano, el acuerdo ascendió a 723 millones de dólares, en el egipcio a 12.000 millones y en el tunecino a 2.900 millones.

Quien tampoco se ha mantenido al margen de esta dinámica ha sido Marruecos, sacudido por las manifestaciones que se produjeron en marzo en la ciudad minera de Jerada a causa de la falta de empleo, el alto coste de vida y la marginalización que padece. A pesar de que la situación de Rabat es a priori más estable que la de Amán, El Cairo y Túnez, Marruecos ha recibido 15.000 millones de dólares en tres préstamos aprobados por el FMI desde 2011, lo que también le ha obligado a implementar ajustes como reformar el sistema de pensiones, recortar subsidios o desregularizar el mercado.

Unas reformas que, lejos de mejorar la situación económica de la mayoría de habitantes de estos países, recuerdan al fantasma que tanto desgastó al mundo árabe antes de 2011.

 

De Washington a Deauville

En la crisis económica que contribuyó a crear el caldo de cultivo en el que germinaron las Primaveras Árabes, el FMI no estaba exento de culpa. Ya a partir de 80, muchos países de la región (entre ellos Marruecos, Túnez, Egipto y Jordania) comenzaron a implementar bajo los auspicios del organismo las políticas del denominado Consenso de Washington, una receta estándar basada en 10 tipos de reformas de tinte neoliberal como la disciplina fiscal, la liberalización financiera y comercial, la privatización de empresas públicas o la desregulación del mercado.

Como consecuencia de estos preceptos, algunos indicadores macroeconómicos regionales mejoraron (en los países árabes el PIB aumentó de media un 4,9% anual entre 2000 y 2010, según un estudio elaborado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo en 2012), pero lo hicieron a costa de la justicia social. En este sentido, Nada al Nashif y Sima Bahous, del PNUD, señalaron que las recetas del FMI fracasaron “en crear empleo y servicios sociales para satisfacer las crecientes aspiraciones de los ciudadanos árabes” y tuvieron entre sus grandes déficits “el diálogo y la protección social”. Y es que a pesar de que el crecimiento económico fue relativamente alto, el organismo apunta que solo una pequeña parte benefició a las clases populares, como pone de manifiesto el hecho de que la renta per cápita aumentó solo la mitad de lo que lo hizo el PIB (alrededor de un 2%), lo que redujo poco las tasas de pobreza (un 6% de media entre la década anterior y posterior a 2000) y frenó los índices de desarrollo humano, sobre todo a partir de 1990 y hasta 2010.

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Una mujer tunecina pasa al lado de un grafiti en árabe que dice "¿A qué estamos esperando? en protesta contra el nuevo presupuesto del gobierno y la subida de precios. Fethi Belaid/AFP/Getty Images

Consciente de la imagen de agente disciplinado al servicio de las elites occidentales que se había forjado en la región, el FMI vio en las Primaveras Árabes una oportunidad para revisarse y presentarse como una institución más flexible. Así, en diciembre de 2011, la directora general del organismo, Christine Lagarde, subió al estrado del centro Woodrow Wilson para reconocer que los suyos ni habían anticipado “las consecuencias de un acceso desigual a las oportunidades” ni habían “prestado suficiente atención a cómo estaban compartiéndose los frutos del crecimiento” en la región, por lo que pedía que el culto a la estabilidad económica pasase a ir de la mano de un “crecimiento inclusivo”.

La primera oportunidad para llevar a cabo esta transición, al menos en el plano discursivo, había llegado en mayo de ese mismo año en la elitista comuna francesa de Deauville. El G8, reunido en la localidad gala, estableció la llamada Asociación del G8 de Deauville, a través de la cual el selecto club, junto con Turquía, los países del Golfo e instituciones como el FMI y el Banco Mundial se comprometieron a prestar hasta 40.000 millones de dólares a lo que denominaron “países árabes en transición” (Marruecos, Túnez, Libia, Egipto, Jordania y Yemen). Una oferta que estaba vinculada a la condición de implementar reformas estructurales pilotadas, en buena medida, por el FMI.

Así fue como, ligeramente a partir de 2010 y sobre todo después de 2011, el organismo monetario empezó a incorporar en sus planes recomendaciones referidas al “crecimiento inclusivo”, “el fortalecimiento de sanidad y educación” y la “mejora de la redistribución y la desigualdad”. Según recogen los investigadores Bessma Momani y Dustyn Lanz en un análisis elaborado en 2014, el FMI no realizó nunca estas sugerencias en Marruecos, Túnez y Egipto hasta el estallido de los levantamientos, mientras que en 2013 las incluía todas a la vez, en un claro signo de cambio tras el período revolucionario.

 

‘Déjà vécu’

El abandono de un discurso vacío de justicia socioeconómica a partir de 2011, sin embargo, no se ha traducido en la práctica en ningún cambio sustancial de las exigencias del organismo. Tal y como recogen sus propios informes, el mundo árabe, y en particular los países vinculados al FMI, se ha visto vapuleado por tenaces medidas de ajuste, entre las que destacan la reducción de subsidios (con la comida y la energía como principales blancos); recortes en instituciones públicas; incremento de impuestos sobre el consumo; y reformas de los sistemas sanitario, de pensiones y de redes de seguridad social. Las fórmulas del Consenso de Washington han servido de marco para ello.

Otros factores internos y externos como la rampante corrupción, la reducción de ayudas procedentes del Golfo o la guerra siria también agravan la delicada situación de algunos de estos países. No obstante, la percepción de que las nuevas oleadas de austeridad son fruto del romance entre el FMI y los respectivos gobiernos se mantiene intacta, especialmente debido a la evidente relación de causalidad que se puede trazar entre las demandas de los primeros, las políticas de los últimos y los efectos sobre la ciudadanía.

En esta línea, poco después de que El Cairo completase la más reciente batería de recortes, el FMI finalizó la tercera revisión de su convenio con el país de los faraones y aprobó un nuevo desembolso de 2.000 millones de dólares tras loar “la fuerte implementación del programa [de reformas]” y su “rendimiento generalmente positivo”. Mientras tanto, la inflación vuelve a remontar hasta el 14,4% (con una media superior al 32% en 2017) y el desempleo se estanca por encima del 10%, recrudeciendo una situación muy delicada. Desde que El Cairo devaluó su moneda un 50% a petición del FMI a finales de 2016, las tasas de pobreza y de los que viven en situación de riesgo se habría disparado más del 5% cada una, y la capacidad de compra de la mayoría se ha desplomado a menos de la mitad.

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Marroquíes protestan en la ciudad de Jerada contra la marginalización económica. Fadel Senna/AFP/Getty Images

La situación para los jordanos también dista de ser alentadora. Su crecimiento económico queda lejos del registrado antes de 2010, su deuda pública bate récords desde su primer acuerdo con el FMI en 2012, el turismo no remonta y la inflación se mantiene en torno al 5% a pesar de que Amán, la ciudad con más habitantes, es ya la segunda más cara de la región. Además, el desempleo se sitúa por encima del 18%, y aunque no hay datos oficiales recientes al respecto, el nivel de pobreza se encontraría por encima de esa cifra.

También en Túnez son cada vez más los que consideran que la situación económica del país es muy mala. El 26% de sus ciudadanos señalaba a finales de 2017 que tenía dificultades para adquirir los bienes más esenciales (10 puntos más que en 2016), y la mayoría (64%) consideraba que la crisis económica y financiera, así como el paro (actualmente por encima del 15%), son los grandes problemas que minan el país. La inflación se sitúa en el 7,8% y, desde la revolución de 2010, el índice de precios de consumo se ha disparado, una dinámica al alza que no ha cambiado desde 2016.

Marruecos, aunque no ha llegado a necesitar la misma bombona de oxígeno que los otros tres Estados árabes, sí que ha recibido tres empujones por parte del FMI desde 2011, manteniendo su imagen de buen discípulo. A pesar de ello, el desempleo escala por encima del 10% (que aumenta entre los jóvenes), el 16% de su población vive con menos de tres dólares al día, y el país no consigue alcanzar un desarrollo humano alto, siendo el número 123 de 188 en el IDH de 2016, por debajo de países como Irak o Egipto.

La ola de protestas que ha sacudido recientemente (sea en mayor o menor medida) estos países árabes que están ejecutando los planes de ajuste más severos pone de relieve que la paciencia que los gobiernos piden a sus ciudadanos, así como el propio contrato social en algunos casos, muestra claros síntomas de extenuación. Los resultados prometidos no llegan, y el tiempo se agota.

Con la excepción de Túnez, que está previsto que finalice su programa de reformas en 2020, la fecha de expiración de los planes en Marruecos, Egipto y Jordania es 2019, y el empeño de sus gobiernos por seguir en la senda de la austeridad se mantiene intacto. Amán no ha hecho gestos de querer cambiar de rumbo a pesar de las masivas protestas, y todo apunta a que, siguiendo la estela de Rabat, solo tratará de ralentizar las reformas. El Cairo ha aprobado recientemente un presupuesto claramente regresivo en el que los aumentos de ciertas partidas sociales es marginal cuando no directamente insuficiente, y ha anticipado que continuará su cruzada contra los subsidios hasta el final. Y Túnez, por su parte, sigue comprometido a no salirse de la raya a pesar de sus agudos problemas.

El FMI, por su parte, tampoco parece molesto con la actual situación y retiene su énfasis en que el mundo árabe debe seguir venerando la disminución de su deuda y haciendo hincapié en unos ajustes que incluyan “la eliminación total de los subsidios a la energía y los cambios en los sistemas de pensiones y de seguridad social”, tal y como recogían en un informe de mayo sobre las perspectivas económicas regionales.

Esta postura seguirá cementando la dinámica que Momani y Lanz ya apuntaban en 2014, en la que la retórica más justa del FMI choca con un asesoramiento en materia social “impreciso en comparación con otros temas como política financiera, monetaria y fiscal”. El organismo establece objetivos específicos en los últimos casos, pero no lo hace “para lograr un crecimiento inclusivo, mejorar la salud y la educación o reducir la desigualdad”. Una lógica que, de nuevo, nadie parece dispuesto a romper.