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Manifestantes palestinos con una bandera Palestina se manifiestan frente a soldados israelíes. (MOHAMMED ABED/AFP/Getty Images)

Claves para entender qué está pasando en la Franja de Gaza con las movilizaciones, cuáles son las reivindicaciones y hacia dónde puede derivar esta situación.

Ahora que se cumple el vigésimo aniversario de los Acuerdos de Viernes Santo que trajeron la paz al Ulster y muchos asociamos éstos a la famosa canción del grupo irlandés U2, Sunday, bloody Sunday –que evoca aquel domingo el en que las fuerzas de seguridad británicas mataron a 14 manifestantes desarmados en la localidad de Derry en 1972– vemos cómo las movilizaciones que tienen lugar en la frontera entre la Franja de Gaza e Israel se han convertido en una macabra secuencia de viernes sangrientos, ya conocidos irónicamente como los Fridays, bloody Fridays. Por desgracia, todos los indicadores apuntan a que este patrón va a seguir reproduciéndose durante las próximas semanas y a que el número de víctimas civiles se va a multiplicar.

Se trata de la llamada “Gran marcha del retorno”. Una nueva estrategia de movilizaciones no violentas diseñada por un grupo de representantes independientes de la sociedad civil de Gaza, pero que ha sido progresivamente cooptada por Hamás, el movimiento islamista radical que ejerce el gobierno de facto en la Franja desde junio de 2007. Una secuencia que comenzó el pasado 30 de marzo –en que se conmemora el Día de la Tierra, en recuerdo de la muerte de 6 ciudadanos árabe-israelíes que protestaban por la expropiación forzosa de sus tierras por parte del Estado hebreo en 1976– y que está previsto termine el 15 de mayo, en el que los palestinos conmemoran anualmente el Día de la Nakba.

Esa primera jornada de protesta se cobró la vida de 17 palestinos (de los cuales el Ejército israelí asegura que 10 tenían antecedentes por terrorismo, mientras Hamás reconoció sólo a 5). Según las estadísticas del Ministerio de Sanidad de Gaza, otros 1.400 resultaron heridos, de ellos más de la mitad por impacto de munición real. El segundo viernes, 6 de abril, murieron 12 más y otros 300 resultaron heridos por impacto de bala. En esta ocasión, los manifestantes quemaron llantas y neumáticos de forma masiva, provocando enormes columnas de humo para intentar ocultarse de los francotiradores militares. Así, lo que en principio estaba conceptuado como una fórmula de protesta no violenta, los viernes deja de serlo y se convierte en una batalla campal entre jóvenes palestinos que intentan llegar hasta la verja para intentar saltarla o simplemente colocar una bandera nacional palestina, y soldados israelíes que tienen órdenes de disparar a todo aquel que se acerque a menos de 300 metros de la verja.

Lógica de las movilizaciones

La puesta en marcha de este movimiento popular –que durante los días de entre semana se desarrolla tranquilamente dentro de un centenar de tiendas de campaña de grandes dimensiones colocadas en cinco puntos de la frontera, según un modelo similar al que utilizaron los Hermanos Musulmanes en El Cairo tras el golpe militar de 2013– obedece a varias razones. La primera, el fracaso de la estrategia militar de Hamás, que ha visto cómo el Ejército israelí detectaba y neutralizaba varios de sus túneles durante el último semestre. Igualmente, ha podido comprobar cómo el lanzamiento de cualquier cohete o proyectil contra territorio israelí era duramente reprimido y se tornaba contraproducente para sus fines.

La segunda, el descarrilamiento de las negociaciones de reconciliación nacional con el movimiento Al Fatah, que comenzaron prometedoramente a mediados del pasado mes de septiembre y cuajaron en los Acuerdos del 12 de octubre. Según éstos, Hamás se comprometió a disolver el comité administrativo a través del que gestionaba la Franja, transferir el control efectivo sobre los ministerios y pasos fronterizos a la Autoridad Nacional Palestina (ANP), y a celebrar elecciones lo antes posible. Objetivos muy ambiciosos cuya implementación quedó paralizada en el momento en el que la ANP demandó también el monopolio de la seguridad y la disolución de las milicias, comenzando por las Brigadas Izzadin Al Qassam de Hamás. El atentado contra el primer ministro, Rami Hamdallah –que fue atribuido por Hamás a una célula salafista, pero sobre el que nadie reclamó su autoría– el pasado 13 de marzo vino a darles la puntilla final.

Y la tercera y más importante, el imperativo de dar respuesta a las necesidades materiales de casi dos millones de personas que viven hacinadas en uno de los territorios con mayor densidad de población del mundo y que desde que comenzó el bloqueo duro (ya estaba antes en su formato blando) por parte de Israel en junio de 2007 y experimentó su correspondiente vuelta de tuerca en agosto de 2013 por parte de Egipto, se está convirtiendo en un lugar inhabitable. La contaminación progresiva de los pozos y la penetración del agua del mar en el acuífero hacen que el 80% del agua no sea potable y la generación de energía apenas cubre una media de 4-5 horas de electricidad al día, lo que repercute en todos los órdenes de la vida, en especial en el funcionamiento de los hospitales y de las depuradoras de aguas residuales que son vertidas al mar, con sus correspondientes consecuencias para la salud pública.

Al agravamiento de esta situación de crisis humanitaria ha contribuido activamente la ANP, cuyo presidente Mahmud Abbas ha articulado toda una serie de medidas punitivas –exclusión de las inversiones en la Franja de los presupuestos generales para 2018, recorte de las transferencias para pagar los gastos corrientes como el de la electricidad, reducción de los salarios y pensiones de los funcionarios de la propia ANP que permanecen en Gaza, pero que desde 2007 se encuentran en una especie de “excedencia permanente”– para poner presión adicional sobre Hamás una vez han vuelto a fracasar las negociaciones con Al Fatah. Así, una nueva confrontación con Israel constituye una buena huida hacia adelante en una coyuntura en la que la reconciliación nacional resulta imposible.

Reivindicaciones de fondo

Además de todas estas razones coyunturales hay otra de carácter estructural, que fue la que inspiró a los promotores iniciales de las movilizaciones al fundar la “Comisión nacional para la marcha del retorno y la revocación del bloqueo”. Se trata de las cuestiones irresueltas del estatuto definitivo del Proceso de Oslo, que cuando están a punto de cumplirse los 70 años de la fundación del Estado de Israel, parecen querer resolverse ahora por la ley del más fuerte –que no por la fuerza de ley– y por la acumulación de hechos consumados, especialmente desde que Donald Trump ocupa la Casa Blanca.

Ahí está la capitalidad de Jerusalén, que en el marco de Oslo estaba pensada como un incentivo que pusiera fin al proceso negociador, permitiendo que las partes negociaran bilateralmente su estructura política y administrativa. Sin embargo, la controvertida declaración sobre el estatus de Jerusalén hecha por Trump el pasado 6 de diciembre –que ha alegrado a los israelíes tanto como a hecho lamentarse a los palestinos– ha creado una nueva dinámica que justifica la israelización de la ciudad. Un movimiento diplomático con el que participan también los máximos dirigentes de Egipto y Arabia Saudí, que aunque no lo reconocen en público están prestando apoyo a ese “ultimate deal” de Trump que contempla colocar la capital palestina en Abu Dis, al otro lado del muro de separación que rodea la parte oriental de Jerusalén.

Perspectivas hasta el 15 de mayo

Aunque Israel ha pedido a Egipto –cuyo nuevo director del Servicio de Inteligencia General (Mujabarat), el General Abbas Kamel (quien acaba de suceder a su homólogo Khaled Fawzy debido a sus supuestas presiones a los medios de comunicación locales para que apoyaran la declaración Trump sobre Jerusalén) visitó Tel Aviv la semana pasada– que exija moderación a Hamás. Pero así como no han lanzado cohete alguno, ni han permitido que otras milicias lo hagan, los islamistas ya no pueden dar marcha atrás con las movilizaciones. De hecho, ya han publicado un calendario en el que aparecen varias conmemoraciones más, que con toda probabilidad se añadirán a los viernes como picos de violencia.

Entre ellos: el Día de los presos palestinos (17 de abril); el Día de la Independencia de Israel (19 de abril, en que el Estado hebreo celebra su 70 aniversario según el calendario judío); el Día de Jerusalén (13 de mayo, en el que Israel celebra la reunificación de la ciudad tras la guerra de los Seis Días); el Día del traslado de la Embajada de EE UU (14 de mayo, en el se conmemora cuando el presidente Harry S. Truman reconoció formalmente a Israel según el calendario gregoriano, por lo que ha sido el elegido por Trump para escenificar una ceremonia de traslado simbólico de su Embajada a Jerusalén); el Día de la Nakba (15 de mayo, en que los palestinos rememoran su “catástrofe nacional” tras la pérdida de un importante porcentaje del territorio durante la primera guerra árabe-israelí en 1948, así como el éxodo de 750.000 refugiados que continúan en el exilio y que según la UNRWA a día de hoy constituyen un contingente de refugiados más grande del mundo, acercándose a los 5 millones).

A partir de esa fecha la superposición de los calendarios judío, gregoriano y musulmán hace que el día 16 mayo esté previsto el comienzo del mes de Ramadán, lo que probablemente coadyuvará a que las cosas se calmen y las aguas vuelvan gradualmente a su cauce, dentro de un conflicto que es cíclico como los modelos de Kondratiev. El ministro de Defensa israelí, Avigdor Lieberman, ya ha advertido de que a pesar de las protestas internacionales por el uso excesivo y desproporcionado de la fuerza militar contra civiles, van a seguir disparando contra todo el que se acerque a la verja.

El hecho que hasta ahora sólo haya habido dos casos aislados de militantes armados intentando aprovechar el balagán (caos) para infiltrarse y que no haya tenido lugar el lanzamiento de ningún cohete constituyen señales de que lo más probable es que la espiral de violencia no escale, sino que amaine. Pero resulta igual de importante o más que tampoco se siembre una semilla que luego pueda germinar en forma bélica al final del Ramadán y nos encontremos con una cuarta –y, según Lieberman, definitiva– guerra de Gaza durante el próximo verano.

La única salida verdadera a la crisis es –tal como reclama el catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Alfred Tovias– la puesta en marcha de un plan Marshall que traiga unos mínimos de prosperidad a la Franja por los que su juventud desempleada en un 60%, deje de aspirar a ingresar en una milicia para concentrarse en encontrar un trabajo. Este plan debería contemplar también la reapertura del paso fronterizo de Rafah y la apertura de una salida marítima al exterior a través de Chipre (con sus correspondientes controles de seguridad, por supuesto). Se trata de una mera cuestión de libertad. Un pueblo que en Pessaj (Pascua) acaba de celebrar su liberación de la esclavitud a la que fue sometido por los faraones, no puede subyugar a otro indefinidamente.