Mitin de los "Proud Boys", un grupo armado de extrema derecha, en Oregón, EE.UU. (John Rudoff/Anadolu Agency via Getty Images)

Será capaz de sobrevivir la democracia en Estados Unidos teniendo en cuenta los múltiples desafíos a los que se enfrenta.

Un año después de que ciudadanos y grupos organizados de ultraderecha tomaran por asalto el Congreso, interrumpiesen la confirmación de que Joe Biden había ganado las elecciones y pudieran haber asesinado a varios congresistas y al vicepresidente, la posibilidad de que ocurra una guerra civil en Estados Unidos se debate en ese país.

El clima político en Estados Unidos presenta malos augurios. Según una encuesta del Survey Center on American Life del American Enterprise Institute, el 36% de la población (casi 100 millones de adultos) coincide en que “el estilo de vida estadounidense tradicional está desapareciendo tan rápido que es posible que tengamos que usar la fuerza para salvarlo”.  Casi el 40% de los votantes Republicanos considera que “si los líderes electos no protegen a Estados Unidos, la gente debe hacerlo por sí misma, incluso si requiere acciones violentas”.

En noviembre pasado, el Public Religion Research Institute encontró que el 30% de los Republicanos estuvo de acuerdo en que, “debido a que las cosas se han desviado tanto, los verdaderos patriotas estadounidenses pueden tener que recurrir a la violencia para salvar a nuestro país”.

El libro How civil wars start (Cómo empiezan las guerras civiles), de la profesora Barbara F. Walters (publicado el 6 de enero pasado) está provocando amplias reacciones. También el del novelista canadiense Stephen Marche The Next Civil War: Dispatches From the American Future (La próxima guerra civil: despachos desde el futuro de Estados Unidos), quien afirma que este país “está llegando a su final”.

El prestigioso investigador canadiense Thomas Homer-Dixon se ha sumado prediciendo que “para 2025, la democracia estadounidense podría colapsar, causando una inestabilidad política interna extrema, incluida la violencia civil generalizada. Para 2030, si no antes, el país podría estar gobernado por una dictadura de derechas”.

Y el periodista Barton Gellman afirma en The Atlantic que el 6 de enero fue “un ensayo” de futuras acciones, pronosticando detalladamente cómo los Republicanos con Donald Trump ganarán las elecciones de 2024, o las podrían robar mediante intimidación y huecos legales: “Trump ha construido el primer movimiento político masivo estadounidense que está listo para luchar por cualquier medio necesario, incluido el derramamiento de sangre, por su causa”.

Las condiciones

La tesis de Walters, experta en guerras civiles, basada en análisis e información procesada de conflictos violentos internos en otros países, es que Estados Unidos cumple todas las condiciones para tener una guerra civil, en especial porque hay una tensión entre democracia y autoritarismo y se están generando facciones ideológicas.

El concepto de guerra civil es controvertido. El Center for International Security and Cooperation de la Universidad de Stanford lo define como “un conflicto violento entre grupos organizados dentro de un país que luchan por el control del gobierno, los objetivos separatistas de un lado o alguna política gubernamental divisiva”.

En efecto, Estados Unidos se ve afectado por una grave polarización ideológica y una creciente deshumanización del enemigo político (en particular desde el amplio y diverso campo de la ultraderecha) en el contexto de una proliferación de teorías conspiratorias amplificadas por las redes sociales.

El diálogo político entre Demócratas y Republicanos es cada vez más difícil, y el recelo entre sectores de la población blanca hacia la negra, la musulmana, la judía, la asiática y de otras identidades, es muy grande.

Amplios grupos sociales consideran que pierden peso demográfico, poder económico y político frente a otros (en particular hombres blancos en zonas rurales y posindustriales ante la población negra y la inmigración latina).

Millones de personas creen que se está produciendo el Gran Reemplazo de población blanca por negra y latina, y que pronto estos últimos tendrán más derechos que la primera. La teoría del Gran Reemplazo fue lanzada en 2011 por Renaud Camus en Francia, y es seguida por la ultraderecha de múltiples países.

Muchos ciudadanos piensan que en las últimas décadas las élites de los partidos Demócrata y Republicano les abandonaron apostando por la globalización económica (desplazando industrias a China y otros países). La desconfianza por los políticos se proyecta en un creciente descreimiento en la democracia. Donald Trump ha marcado el camino para cada vez más políticos Republicanos que están transformando su partido en un movimiento autoritario y empujando fuera de la agrupación a los conservadores moderados.

Conflictos culturales

Mujeres afroamericanas depositan su voto en las elecciones de 2020 en Orlando, Florida. (Paul Hennessy/NurPhoto via Getty Images)

Los factores culturales tienen un gran peso. El racismo es un problema estructural, presente en la historia del país desde su fundación y desarrollo como Estado, con la expansión violenta en los territorios indígenas, la esclavitud y la segregación racial como bases del modelo económico hasta la actual situación de desigualdad de la ciudadanía negra e indígena frente a la blanca.

Hay, así mismo, profundos choques culturales sobre cuestiones como el aborto, las identidades sexuales y nuevas formas de organización familiar. Estas tensiones son profundizadas por un gran número de iglesias evangélicas que promueven valores conservadores, anticientíficos y luchan por el poder político utilizando argumentos culturales y religiosos.

La desconfianza hacia el Estado va unida a cómo fue la formación del mismo. La resistencia a una posible tiranía es la justificación de organizaciones, grupos de presión y ciudadanos para ejercer el derecho a tener y portar armas. Millones de estadounidenses piensan que los Demócratas quieren imponer una dictadura y deben aguantar con firmeza. El lema de la milicia Three Percenters es “(C)uando la tiranía se convierte en ley, la rebelión se vuelve un deber”.

Aunque no son fenómenos nuevos, la masiva posesión de armas y la presencia de centenares de milicias (en varios estados permitidas de forma legal), crecientemente activas durante la presidencia de Donald Trump, auguran más violencia.

Imaginando la insurrección

Recientemente, prestigiosos institutos de análisis político como Brookings y el Center for International and Strategic Studies (CISS) han publicado estudios (con títulos como The War Comes Home: The Evolution of Domestic Terrorism in the United States (La guerra viene a casa: la evolución del terrorismo doméstico en Estados Unidos) enfatizando el peligro que supone el auge de milicias antigubernamentales de ultraderecha.

Precisamente, Walters y otros analistas no plantean que podría haber un enfrentamiento entre dos ejércitos, como fue la Guerra Civil de 1861-1865. Walters explica que hay diversas razones por las que una guerra civil convencional no es posible, pero que sería un grave error desechar que el país podría llegar a un estado de alta violencia.

“Los combatientes, dice, no se agruparán en campos de batalla ni usarán uniformes, ni siquiera habrá comandantes. Se moverán en las sombras y se comunicarán mediante códigos encriptados”.  El objetivo final: que los ciudadanos tomen partido.

Las cosas podrían ocurrir con una sucesión de atentados a edificios públicos, secuestros de políticos, asesinatos de personalidades públicas y académicos, insurrecciones contra autoridades locales, intentos secesionistas de algunos Estados de la Unión y acciones y reacciones entre ciudadanos armados. Se estima que la población posee más de 400 millones de armas, sin incluir las que tienen los cuerpos de seguridad del Estado.

Este tipo de acciones estarían alentadas por políticos antidemocráticos pero elegidos democráticamente, por teorías conspirativas y un uso insurgente de las redes sociales. Otro estudio de Brookings Institute concluye que la democracia está fracasando en Estados Unidos, y que esto supone un “riesgo sistémico”.

En el escenario imaginario (en 2028-2029) de Walters, múltiples canales de redes sociales contaminarán la información con noticias falsas, entre otras, que hay en marcha una conspiración de Black Lives Matter con grupos de inmigrantes latinos para tomar el poder. Decenas de milicias de ultraderecha se lanzarán a combatir a la población negra (y grupos dentro de ella se prepararán para luchar) y latina.

Proliferarán las teorías conspirativas. Entre ellas destacará una: el gobierno de Kamala Harris (quien ha sido elegida presidenta y debe asumir) está a punto, junto con sectores judíos, negros e inmigrantes, de prohibir la tenencia de armas y las va a requisar; planifica transformar las iglesias en clínicas donde practicar abortos; se expropiarán tierras de campesinos blancos para dárselas a ciudadanos negros como compensación por la esclavitud y se declarará la ley marcial. Es el momento que el pueblo se levante en armas para defender sus derechos.

Ante la ofensiva de milicias de ultraderecha, que además tratan de ganar la adhesión de los cuerpos de seguridad del Estado, grupos en la izquierda también se arman y comienzan combates entre ambas.

Crecimiento de las milicias

Ejercicio militar de supremacistas blancos partidarios de Trump en Georgia. (Mohammed Elshamy/Anadolu Agency/Getty Images)

El número de milicias con ideología antiestatal (como los Oath Keepers, los Three Percenters,  the Proud Boys y los Boogaloo Bois) ha crecido desde que Barack Obama fue presidente y en todas ellas hay antiguos miembros de diferentes cuerpos de las fuerzas armadas. Algunos de estos grupos se presentan como “aceleradores” del proceso de insurgencia contra el Estado.

La tradición de milicias es muy larga en la historia de Estados Unidos, con grupos que se han resistido a expropiaciones de tierras por parte del Estado, a los derechos civiles para los negros, contra inmigrantes y negándose a aceptar restricciones por parte del Estado en la posesión de armas.

Por otro lado, veteranos de las guerras de Vietnam, Irak y Afganistán han engrosado las filas de las milicias y puesto sus experiencias al servicio de la Alt Right ultraderechista, como lo explica Kathleen Belew en Bring the War Home. The White Power Movement and Paramilitary America (Trayendo la guerra a casa. El movimiento de poder blanco y la América paramilitar).

El FBI abrió en 2020 investigaciones criminales que involucraban a 143 miembros actuales o anteriores de las fuerzas armadas. De ellos, 68 estaban relacionados con casos de extremismo político doméstico, con motivaciones antigubernamentales, incluidos ataques a instalaciones y autoridades del gobierno. Una cuarta parte de los casos estaban asociados con el nacionalismo blanco y un pequeño número con motivaciones antifascistas o antiabortistas.

En los últimos años, ha habido una radicalización de las milicias, con intentos de secuestros y de ejecuciones de políticos Demócratas (como Gretchen Whitmer, gobernadora de Michigan y el gobernador de Virginia Ralph North). Las redes sociales están plagadas de teorías conspiratorias creadas por grupos como Qnon.

Diversas milicias desempeñaron un papel clave en la toma del Congreso el 6 de enero de 2021. Actualmente, se movilizan contra los juicios y encarcelamientos de algunos de sus miembros. La senadora Republicana Marjorie Taylor Greene los considera “presos políticos de guerra”. Teorías conspiratorias adjudican la violencia en la toma del Congreso a una conspiración de grupos antifascistas con apoyo de China y Pakistán con la líder Demócrata Nancy Pelosi.

Pero también actuaron muchos ciudadanos de forma individual. Un estudio liderado por Robert A. Pape, director del University of Chicago Project on Security and Threats, sobre quiénes eran y de dónde provenían los insurrectos del 6 de enero muestra que la mayoría eran hombres blancos, de 47 años de media, con empleos y provenientes de distritos electorales en los que ganó Biden y donde ha aumentado el porcentaje de población latina ante la blanca.

Según otro estudio del equipo de Pape, hay 21 millones de “insurrectos comprometidos” que piensa que a Trump le robaron las elecciones y que “los verdaderos patriotas estadounidenses pueden tener que recurrir a la violencia para salvar a nuestro país”.

Normalización de la violencia

Frente a los escenarios de guerra civil, otros análisis consideran que Estados Unidos es un país de 329 millones de habitantes, con una inmensa diversidad social y fortaleza institucional. La violencia que propugnan las milicias y que parecen apoyar millones de personas no necesariamente conducirían a una guerra civil y eventual desintegración de la Unión. Para Ross Douthat, comentarista de The New York Times, los signos de violencia y crisis institucional no son nuevos ni justifican la alarma. Serían alarmismos de los liberales progresistas.

Ciertamente, las instituciones estatales y federales se ven afectadas por la polarización y la crisis política, pero tienen capacidad de respuesta democrática. Del mismo modo, el sector académico y el periodismo serio están produciendo importantes análisis sobre la violencia, la crisis de la democracia y la necesidad de reformar el sistema político. Pero Barbara Walters en su libro alerta contra creer que nunca podría suceder una guerra civil en Estados Unidos.

Fintan O´Toole, sutil observador irlandés de la vida política estadounidense, recuerda que Irlanda del Norte se vio muy afectada durante los años más conflictivos del enfrentamiento violento entre católicos y protestantes, pero nunca se llegó a una guerra civil generalizada.

O´Toole considera que la guerra civil no sería el escenario futuro, y que es mejor no invocarlo para no seguir el discurso incendiario de la ultraderecha y terminar creyendo que una guerra sería un alivio catártico para la tensión presente. Pero el país, afirma, se ha acostumbrado a vivir en una cultura política de violencia normalizada: “el problema real para Estados Unidos no es que pueda ser desgarrado por la violencia política, sino que ha aprendido a vivir con ella”.

Un golpe de Estado cotidiano

The Washington Post publicó el 10 de diciembre pasado “18 pasos para la ruptura de la democracia” en donde se explica:

“Lo más probable es que la democracia se derrumbe a través de una serie de acciones incrementales que socavan de manera acumulativa el proceso electoral, con la consecuencia de que en una elección presidencial el resultado sea de forma clara contrario a la voluntad de los votantes. Es esta subversión comparativamente silenciosa pero constante, en lugar de un golpe de Estado violento o una insurrección contra un presidente en funciones, lo que los estadounidenses de hoy deben temer más”.

A partir de que Trump y los Republicanos acusaron al Partido Demócrata de haber “robado las elecciones” y entablaron juicios a diversos colegios electorales (sin lograr tener éxito en ningún caso), propagaron dudas sobre el sistema electoral. El paso siguiente fueron las manifestaciones de la ultraderecha contra “el robo” de las elecciones.

Los Republicanos están, además, tomando una serie de medidas para controlar los procesos de votación, contabilidad de las urnas y certificación a nivel local en las elecciones de 2024. La estrategia, iniciada por Trump durante su campaña para presidente, es tratar de ganar mediante manipulación del voto, o si pierden, argumentar que la otra parte ha cometido fraude.

El Partido Republicano está redefiniendo, también, en numerosos estados el mapa electoral mediante el complejo sistema de rediseñar los distritos para favorecer que las áreas en las que son más populares cuenten con mayor representación en el Congreso. Así mismo, ciudadanos que participaron en los colegios electorales y firmaron las actas dando la victoria a Biden sufren amenazas de muerte y hostigamiento por parte de seguidores de Trump.

La otra medida que promueve el Partido Republicano es restringir el derecho a voto. De hecho, ya ha impuesto regulaciones en 17 Estados que obstaculizarán ejercerlo, en particular a negros, latinos y jóvenes (tres sectores que suelen inclinar su voto hacia el Partido Demócrata). Consecuentemente, los Republicanos se oponen a la propuesta del presidente Biden de reformar el sistema electoral para garantizar que todo el mundo pueda votar libremente.

El pasado 11 de enero, el presidente Joe Biden hizo un dramático llamamiento para que se aprobara la ley Freedom to Vote Act, y se elija entre democracia y autoritarismo. “La gente que estuvo detrás de la toma del Congreso el 6 de enero son las que intentan dar un golpe –uno contra la voluntad legal expresa del pueblo estadounidense—sembrando dudas, inventando supuestos fraudes electorales y preparándose para robarle a la gente las elecciones en 2020”.

Pero la Ley no será aprobada debido a que Biden no cuenta con ningún voto Republicano y dos senadores Demócratas se oponen. Diversas organizaciones de defensa de los derechos de los afroamericanos han acusado al presidente de haber puesto poco esfuerzo, y tardío, en defender esta ley.

El equipo de Trump prepara también para 2024 un paso decisivo hacia la Corte Suprema: presionar para que ésta acepte que los Estados de la Unión tengan total independencia para legislar sobre los procesos electorales. Dada la superioridad de representantes Republicanos en los congresos estatales, eso les daría la posibilidad de anular resultados electorales que no les fuesen favorables. La Corte Suprema tiene una mayoría de jueces conservadores.

El futuro

Las opiniones sobre cómo superar esta situación van desde reformar el sistema electoral caduco hasta reforzar la educación democrática, promover productos culturales que alerten sobre el peligro del autoritarismo y usar la fuerza de la ley contra insurrectos y milicias. Combatir las desigualdades sociales se considera una prioridad.

Pero estas y otras medidas, especialmente las que puedan tomarse para gestionar los conflictos culturales (incluyendo cómo sintetizar visiones contrapuestas sobre qué son y deben ser los Estados Unidos) son de largo plazo, y en la complejidad institucional de Estados Unidos difíciles de implementar.

“Las democracias más exitosas, explica Fintan O´Toole, cuentan con mecanismos que les permiten responder a nuevas condiciones y desafíos modificando sus constituciones y reformando sus instituciones. Pero la Constitución de los Estados Unidos tiene inercia incorporada. ¿Qué perspectiva realista hay de cambiar la composición del Senado, incluso cuando se vuelve cada vez menos representativo de la población? No es difícil imaginar a futuros historiadores definiendo la democracia estadounidense como una forma de vida política que no pudo adaptarse a su entorno y, por lo tanto, no sobrevivió”.