Las fuerzas de paz rusas de la CSTO regresan a casa desde Kazajistán. (Vadim Savitsky\TASS via Getty Images)

Así es cómo el presidente ruso, Vladímir Putin, buscar reescribir un relato más acorde con sus ansias de crear una nueva Rusia, fuerte, moderna, postsoviética y respetada a escala global. 

La tensión que desde finales de 2021 se observa entre Rusia y Ucrania ha ocupado la atención política y mediática en Europa, balanceándose entre los roces geopolíticos, el equilibrio y la disuasión presentes en las negociaciones entre la OTAN, Rusia y la Unión Europea.

Simultáneamente, a comienzos de 2022 se generó una crisis política en Kazajistán, estratégico actor localizado en Asia Central, y que implicó directamente a Rusia en el envío de un contingente de 3.000 soldados invocando la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), entidad creada en 1992 y del que forman parte Rusia, Kazajistán, Bielorrusia, Armenia, Kirguizistán, Tayikistán, Uzbekistán, Georgia y Azerbaiyán.

En el marco ucraniano, los protagonistas, principalmente Occidente y Rusia, alzan cada vez más la voz para defender sus respectivos intereses geopolíticos. El presidente ruso, Vladímir Putin, ha recuperado un tono más agresivo contra EE UU, la OTAN y la UE con el foco en Ucrania, para advertir que está dispuesto a defender lo que denomina las "esferas de influencia" rusas dentro del espacio postsoviético, lo que implica su intención de evitar o preventivamente amortiguar la posibilidad de expansión del atlantismo vía OTAN hacia sus fronteras, particularmente Ucrania y Georgia.

Para evitarlo, Putin ha logrado construir una especie de cordón sanitario geopolítico con su vecina Bielorrusia con la finalidad de atajar la amenaza del Oeste, una rémora del telón de acero propio de la Guerra Fría entre EE UU y la URSS entre 1947 y 1991.

En el caso de Kazajistán, la implicación militar vía OTCS permitió a Moscú recuperar su influencia en esta república centroasiática. Puede así interpretarse que Putin reforzó sus intereses geopolíticos desde Bielorrusia y Ucrania hasta Kazajistán en aras de crear ese cordón sanitario que preserve sus "esferas de influencia" ante las presuntas "injerencias occidentales" en el espacio postsoviético euroasiático.

Por su parte, Washington, Bruselas y Kiev han respondido con el mismo tono de disuasión agresiva, advirtiendo que "no aceptarán una invasión rusa a Ucrania". Informes de inteligencia tanto rusos como occidentales señalan la existencia de tropas de Rusia en la frontera ruso-ucraniana, pero también de contingentes militares polacos y de sus aliados de las OTAN en la frontera occidental de Ucrania, dirigiendo sus miras hacia Rusia.

 

Sí es la geopolítica, pero no es la única carta

No obstante, las cumbres realizadas entre el 10 y el 12 de enero entre EE UU, la OTAN y Rusia demuestran no sólo la necesidad de rebajar la tensión en torno a Ucrania y la inesperada explosión social en Kazajistán sino también atender la necesidad de resetear las relaciones ruso-occidentales.

El Viceministro de Defensa ruso, Coronel General Alexander Fomin, el Viceministro de Relaciones Exteriores de Rusia, Alexander Grushko y el Secretario General de la OTAN, Jens Stoltenberg, se reúnen durante el Consejo OTAN-Rusia en la sede de la Alianza en Bruselas, el 12 de enero de 2022. (Dursun Aydemir/Anadolu Agency via Getty Images)

Putin espera que Occidente atienda su propuesta de reordenar la arquitectura de seguridad en Europa, una declaración que ha sido interpretada como una especie de recrear un nuevo Yalta, el histórico acuerdo logrado en 1945 entre la URSS, EE UU y Reino Unido para reconstruir geopolíticamente el mundo de la postguerra.

Si bien estas cumbres entre Putin y Occidente no han otorgado resultados tangibles en cuanto a la reactivación de la diplomacia como herramienta de solución de las controversias, toda vez han predominado los intereses geopolíticos (en tono disuasivo, Moscú adelantó la posibilidad de desplegar bases militares en Cuba, Venezuela y Nicaragua en caso de la posible expansión de la OTAN hacia Ucrania y Georgia), la perspectiva parece más bien dirigirse hacia la eventualidad de consolidar las respectivas líneas rojas de estos contrapuestos intereses geopolíticos ruso-occidentales, lo cual parece anunciar la posibilidad de congelar el conflicto en este escenario latente de neoguerra fría, pero que puede reactivarse en cualquier momento.

Occidente no quiere ver repetido en 2022 un escenario como el de Crimea en 2014, cuando Putin, tras la crisis política en Kiev que llevó a la caída del entonces presidente prorruso Viktor Yanúkovich, no dudó en actuar, en una combinación audaz de intervención directa con referéndum popular, para propiciar una anexión inédita en la Europa contemporánea: la vuelta a la soberanía de Rusia de esta estratégica península de Crimea. Por ello, los análisis interpretan la actual crisis ruso-ucraniana como una especie de "guerra latente y olvidada" en Europa.

En el trasfondo está también el factor energético, plasmado en el gasoducto Nord Stream II, pieza clave de la geopolítica energética del Kremlin, y que Putin utiliza muy bien como herramienta política, principalmente hacia Europa, y en especial cada vez que llega el invierno.

Hay un dato clave en este aspecto: junto a China, Europa es el principal socio comercial ruso, al ser el depositario del 40% de las exportaciones del gas natural de este país. Si tomamos en cuenta que la crisis diplomática que desde hace unos meses se vive entre Argelia (otro productor de gas natural estratégico para Europa) y Marruecos ha llevado a la parcial suspensión del suministro de gas argelino hacia Europa, Putin sabe muy bien cuál es la debilidad energética europea. Por ello, la crisis ucraniana es también un factor de carácter energético para Moscú.

 

La inesperada rebelión en Kazajistán

Simultánea a la crisis ruso-ucraniana-occidental, las protestas en Kazajistán, motivadas por el alza de los precios de la gasolina y su influencia en el alto coste de la vida, se han convertido en las más importantes desde que este país centroasiático alcanzara su independencia en 1991, tras el colapso de la URSS.

En el foco de la crisis, que también delimita las desigualdades sociales existentes ante el ascenso de unas nuevas elites oligarcas que controlan las riquezas mineras y energéticas kazajas, está la posición del presidente kazajo Kasim-Yomart Tokaev, sucesor del ex presidente Nursultán Nazarbayev (1990-2019).

Nazarbayev, considerado oficialmente como el "padre de la nación kazaja" tras convertirse en el primer líder del Kazajistán independiente en 1991, mantuvo durante casi tres décadas un poder autoritario y personalista, con visos incluso de "culto a la personalidad". De hecho, tras anunciar su dimisión en 2019 motivado por su avanzada edad, las autoridades kazajas decidieron llamar a la capital Astaná con su nombre, Nur-Sultán.

No obstante, la crisis de 2022 pareciera revelar pulsos de poder internos en el país entre Tokaev y el propio Nazarbayev. En el punto álgido de las protestas, el primero evitó mencionar a la capital por su nuevo nombre, Nur-Sultán, un síntoma que revelaría esos pulsos de poder que parecieran presagiar un progresivo proceso de desnazarbayebización del país con Tokaev y las nuevas elites kazajas al mando, en aras de disminuir ese culto a la personalidad del ex presidente, pero sin tampoco necesariamente desprestigiarlo.

Y en esta perspectiva de la eventual lucha interna entre Tokaev y Nazarbayev, Putin parece haber decidido claramente su opción: reforzar a Tokaev. Lo hace obviamente por razones geopolíticas, pero no es la única razón. En esto también tiene que ver la lucha por el relato histórico que se ha impulsado en las ex repúblicas soviéticas desde la desintegración de la URSS, y que Putin está utilizando con mayor decisión cada vez que se rastrea una crisis en el espacio euroasiático postsoviético.

Desde 1991, Nazarbayev ha recuperado la esencia de la identidad nacional kazaja en un país multiétnico no exento de tensiones étnicas y lingüísticas. Este nuevo relato  histórico kazajo no ha sido totalmente del agrado para Moscú, aunque las relaciones ruso-kazajas han sido por lo general cordiales.

Reunión extraordinaria en línea de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva. (Kremlin Press Office/Handout/Anadolu Agency via Getty Images)

Desde 1994, Nazarbayev ha impulsado su propia versión del eurasianismo como motor geopolítico del país, balanceándose en la necesidad de propiciar el equilibrio en sus relaciones con las vecinas Rusia y China pero también con EE UU y Occidente. Esta perspectiva trilateral de las relaciones exteriores del ex presidente ha creado ciertos roces con Putin y la pretensión rusa de ver a Kazajistán como un actor que forma parte de su esfera de influencia euroasiática y no como un posible rival geopolítico.

De hecho, y siempre conservando la memoria histórica como instrumento geopolítico, Putin ha colocado a Kazajistán como un ejemplo por su cooperación en la Gran Guerra Patriótica de la URSS contra el nazismo (1941-1945). Putin ha invitado a Nazarbayev cada 9 de mayo, cuando se celebra esta efeméride en Moscú con el tradicional desfile militar. El trasfondo es, por tanto, la necesidad de que Rusia mantenga invariable su perspectiva euroasiática postsoviética en aras de preservar sus esferas de influencia y de intereses.

Pero existe otro factor que también implicó esa posibilidad de alejamiento de Kazajistán de la esfera de influencia rusa. En 2017, el país abandonó la adopción del alfabeto ruso, adoptando así la vertiente latina, que le ha acercado aún más hacia el mundo túrquico, toda vez el país centroasiático ha venido ingresando en organismos regionales con clara vocación panturca. El hecho de abandonar el alfabeto ruso inició un parcial proceso de hostigamiento hacia los ruso-parlantes en Kazajistán, un país donde habitan cuatro millones de rusos étnicos. Esto ha dado en el clavo en un aspecto, el de la diáspora rusa, que es esencial y estratégica para la política exterior de Putin.

Por ello, la intervención rusa en Kazajistán pareciera demostrar que Putin está dispuesto a recuperar sus esferas de influencia, apostando en este caso por fortalecer a Tokaev en el poder. En ese sentido, el líder ruso y Tokaev han acordado públicamente adoptar la versión de un presunto "golpe de Estado" y de "inherencia de agentes extranjeros" en Kazajistán, retomando así la idea de la expansión de las denominadas "revoluciones de colores" en el espacio postsoviético, tal y como sucedió desde Ucrania hasta Kirguizistán entre 2003 y 2014.

A esta perspectiva rusa de evitar la inestabilidad en Kazajistán se añade también el factor de los grupos islamistas yihadistas muy presentes en Asia Central, y que podrían revitalizar su actuación tras el retorno al poder de los talibanes en Afganistán. Toda vez, es también visible el éxodo de muchos yihadistas desde Siria, Oriente Medio y el Cáucaso ruso hasta Asia Central, en particular tras la "pacificación" de Putin en Chechenia desde 2008 y el apoyo militar y político de Moscú al régimen sirio de Bashar al Assad desde 2015. De hecho, la estabilidad de Afganistán y, en especial, la necesidad de evitar la expansión del yihadismo por Asia Central se ha convertido en una prioridad geopolítica para la política exterior rusa para este 2022.

Putin y Tokaev también han enfocado este prisma de cooperación en esta eventual nueva era de las relaciones ruso-kazajas, ya con Nazarbayev aparentemente neutralizado en la estructura de poder. O lo que es lo mismo: el retorno de Kazajistán a la esfera de influencia rusa en el espacio postsoviético euroasiático, un proceso que consolida la visión del nacionalismo ruso en torno a las teorías eurasianistas.

 

Tres décadas sin la URSS: la ‘nueva Rusia’ de Putin

Al mismo tiempo, este factor en clave histórica probablemente contribuya a descifrar, desde una perspectiva alternativa, muchas de las interrogantes que hoy se ciernen en torno a la crisis del espacio euroasiático postsoviético. Y, en este factor, Putin mueve hábilmente la balanza.

Los simbolismos históricos tienen mucho peso en el imaginario colectivo de los pueblos eslavos. Por ello, el Presidente ruso muy probablemente está tensando la cuerda geopolítica en torno a Ucrania paralelamente a su pretensión de "reescribir la historia", construyendo un nuevo relato histórico para la Rusia postsoviética que quiere emerger.

Y el contexto se presta a ello, precisamente cuando en diciembre de 2021 se cumplieron tres décadas de la desintegración de la URSS, y en diciembre de 2022 nos espera otra onomástica histórica: el centenario de la creación de la Unión Soviética, la primera república socialista de la historia. Más allá de ideologías, lo que Moscú quiere mostrar ahora es su revancha geopolítica reescribiendo el relato sobre una entidad, la URSS, ahora mediatizada en torno al nacionalismo ruso asentado en el discurso oficial y en las estructuras de poder de la Rusia de Putin.

Para el líder ruso y gran parte de la sociedad del país, la desintegración de la URSS sigue estando muy presente en su imaginario histórico, aunque esto no signifique exactamente establecer algún tipo de añoranza que permita regresar a los tiempos soviéticos.

Más que la ideología comunista, los rusos observan a la URSS con orgullo por haber sido un poder global capaz de desafiar a Occidente, así como una entidad política que aglutinó a una gran cantidad de naciones euroasiáticas, eso sí, dominadas bajo la hegemonía rusa por expansión, como ocurrió en tiempos del imperio zarista. Por tanto, la caída de la URSS en 1991 dio paso a un caótico período postsoviético que muchos rusos interpretan como una "humillación ante Occidente".

El manejo de estas claves históricas son recurrentes en el discurso de Putin, toda vez la actual crisis ruso-ucraniana revela otra clave, también en perspectiva histórica: la relación entre Rusia y Ucrania siempre ha sido el motor político estratégico que permitiera o bien mantener el equilibrio dentro de cualquier nueva estructura postsoviética en este espacio euroasiático, o bien a la hora de provocar una ruptura de la misma, a través de la renovación de conflictos de carácter histórico.

La ruptura sucedió en 1991, con el pacto eslavo ruso-ucraniano-bielorruso entonces liderado por el presidente ruso Boris Yeltsin, que dio el certificado de defunción de la URSS. Desde entonces, y con no menos períodos de tensiones, Moscú y Kiev han apostado por cierto equilibrio. Pero hoy observamos otra ruptura en esa condición de equilibrio ruso-ucraniano, un factor que también define muchos de los conflictos postsoviéticos que empañan las siempre delicadas relaciones entre Rusia y Ucrania, y que se observan en terrenos conflictivos desde Transnistria hasta el Donbás.

En 2019, en un ejercicio inédito de metodología histórica en clave política, Putin escribió un artículo reproducido en los medios informativos rusos y occidentales en el que declaraba que "rusos y ucranianos son un mismo pueblo eslavo". También definió cómo "Occidente convirtió a Ucrania en un espacio antirruso".

Esto define una obvia declaración de intenciones por parte de Putin. Conoce a la perfección que el tema histórico es muy sensible para rusos y ucranianos, pueblos hermanados por la ortodoxia cristiana y la cultura eslavas.

No hay que olvidar que el primer Estado ruso de la historia, la Rus de Kiev, se creó en el siglo IX. Por tanto, Kiev y Ucrania (cuyo nombre literalmente significa "frontera", en este caso concebido como la frontera occidental de Rusia) están muy presentes en el imaginario histórico y político rusos. Y en ello, para Moscú, existen claras pretensiones de pertenencia.

 

La religión y la diáspora rusa

Por ello, Putin maneja con destreza esas claves simbólicas del eslavismo ruso, metabolizados dentro de los conceptos de "nación" y de la fe cristiano ortodoxa, para configurarlas dentro de una estrategia geopolítica. Es, analizado de manera un tanto simplista, una reproducción de la famosa máxima zarista de "autocracia, nación, ortodoxia", que guió los destinos geopolíticos del Imperio ruso desde el siglo XIX.

Navidad ortodoxa en Moscú. (Sefa Karacan/Anadolu Agency/Getty Images)

En este sentido, el factor ecuménico religioso también sirve como herramienta geopolítica. Desde 2018 se ha observado el cisma en la cristiandad ortodoxa entre las iglesias rusa y ucraniana sobre cuál debe ser el centro espiritual de la ortodoxia. En el mundo cristiano ortodoxo eslavo predomina el peso político y espiritual de las iglesias nacionales autocéfalas, sean en este caso rusa y ucraniana, pero también rumana, griega o búlgara.

Pero la simbiosis de poder establecida entre Putin y la Iglesia Ortodoxa rusa en los últimos años le ha llevado al mandatario ruso a ingresar en el terreno de la fe e impulsar una campaña ecuménica orientada a recuperar esa condición "imperial zarista" de convertir a Moscú en el centro político y espiritual de la ortodoxia cristiana. Tras décadas de ateísmo soviético, los rusos han recuperado cierto nivel de espiritualidad a través de la fe ortodoxa, explicada simultáneamente dentro del cada vez más reforzado nacionalismo ruso que Putin y la Iglesia Ortodoxa rusa preconizan en sus discursos públicos.

La Rusia de Putin ha logrado establecer una especie de "revolución conservadora", en la que el regreso de la fe y espiritualidad cristiana ortodoxa y la recuperación del poder de la Iglesia se convierten en una especie de bastión contra la expansión de las denominadas "ideologías liberales y progresistas occidentales". Se puede, por tanto, identificar a Putin como el precursor a la hora de recuperar la vigencia de las teorías "neo-conservadoras" en la política internacional.

Este proceso tiene también su perspectiva de memoria histórica, estableciendo el fortalecimiento de la identidad nacional rusa y el patriotismo, el poder del Estado centralizado y la sintonía de poder político y espiritual entre el Estado ruso y la Iglesia ortodoxa. Esto ha llevado, incluso, al uso del pasado soviético como una muestra de orgullo nacional ruso, una mirada al pasado en clave de elogio y alabanza del patriotismo ruso.

Ucrania, por su parte, y como reacción a ello, reforzó en los últimos años el poder de su iglesia nacional ucraniana ortodoxa, incluso decidiendo que los parámetros de poder ecuménico están establecidos en torno a la iglesia ortodoxa bizantina, con sede en Estambul, antigua Constantinopla. Esto también ha llevado a un proceso de "des-rusificación" de la historia ucraniana a través de un nuevo relato histórico sobre la identidad nacional ucraniana, una reescritura de la historia que obviamente ha profundizado la tensión con Moscú.

Visto en la perspectiva actual, Putin sigue analizando a Ucrania como la "frontera occidental" rusa. No quiere por tanto a la OTAN en su frontera con Ucrania como sí ocurrió a partir de 2004 con las repúblicas bálticas. De hecho, la crisis de 2022 estalla tras años de desencuentros (y desengaños) de Rusia con un Occidente que, igualmente, sí quiere a Ucrania en su esfera de influencia, a pesar de que durante todos estos años, ese mismo Occidente ha prometido a Moscú que el hipotético ingreso ucraniano en la OTAN y la UE está aún muy lejos.

Pero el líder ruso maneja otra carta geopolítica a su favor: aproximadamente un 40% de la población asentada en la región oriental ucraniana del Donbás, fronteriza con Rusia, es mayoritariamente rusoparlante, con estrechos vínculos históricos, culturales y geográficos con Moscú. Este factor revela una partición de facto de Ucrania entre un oeste con capital en Kiev que mira al mundo occidental (Unión Europea y OTAN) y el este asentado en el Donbás, tradicional región minera, que mira con esperanza a la "Madre Rusia".

Este aspecto explica el porqué del conflicto militar que se ha vivido en el Donbás desde 2014, precisamente el mismo año que Crimea volvió a la soberanía rusa. Moscú ha albergado las expectativas autonomistas de las autoproclamadas Repúblicas de Donetsk y de Lugansk, las dos entidades que desafían el mandato de Kiev. Por ello, Putin observa a Ucrania como territorio inalienable dentro de la esfera de influencia geopolítica rusa.

No olvidemos que el propio Presidente ruso llegó a declarar que la desaparición de la URSS en 1991 supuso "la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX" entre otras razones porque "25 millones de rusos quedaron de la noche a la mañana sin patria, desamparados", en una especie de limbo que hoy Putin no está dispuesto a seguir permitiendo.

Estas declaraciones las ha "rescatado" el líder ruso en este candente invierno con la crisis ucraniana de trasfondo. Y este factor evidencia también por qué desde su llegada al poder presidencial en 2000, la diáspora rusa se ha convertido en un valor muy importante para la política exterior del país, especialmente aquella establecida en los Estados postsoviéticos euroasiáticos.

 

Silenciar el pasado

Siguiendo con los esfuerzos de Putin por "reescribir la historia", mientras la atención mediática estaba concentrada en la tensión con Occidente por Ucrania, la Fiscalía rusa anunciaba hace unos días la desarticulación de la ONG Memorial, que desde hace tres décadas, en plena perestroika de Gorbachov, investigaba los crímenes soviéticos y los gulag a través de miles de testimonios, muy valiosos para ahondar en ese trágico pasado soviético.

A ello debe agregarse la reciente confirmación de la pena de cárcel por 13 años contra el historiador Yuri Dmtriev, quien también ha investigado ese pasado soviético, en particular, lo que sucedió en los gulag. En perspectiva, el trabajo de Memorial constituye ese esfuerzo por propiciar la "memoria histórica". Y ello, para Putin, también parece suponer un obstáculo para sus intereses políticos.

Las acusaciones de la Fiscalía rusa contra la ONG y el propio historiador Dmtriev recuerdan procedimientos típicamente soviéticos: se les ha acusado de ser presuntos "agentes de intereses extranjeros", en este caso occidentales, mezclados con presuntas acusaciones de pedofilia y pornografía contra sus principales dirigentes, en aras de propiciar el escarnio de la opinión pública rusa hacia estos neodisidentes.

Por otro lado, el encaje represivo hacia Memorial y el historiador Dmtriev puede también ser explicado como una respuesta del Kremlin hacia la Unión Europea, tras otorgar vía Parlamento Europeo en noviembre pasado el Premio Sajárov de los derechos humanos al disidente ruso Alexéi Navalny, hoy preso en Rusia y quien ha estado investigando la corrupción del entorno de Putin. De hecho, en plena tensión por Ucrania, Occidente criticó fuertemente el cierre de Memorial.

Rally in Kiev
Protestas contra la intervención ruas en Kazajistán tienen lugar en Kiev, Ucrania. (Stringer/Anadolu Agency via Getty Images)

Esta medida no solo supone un ataque a la libertad de expresión, sino que traduce la desarticulación de un espacio de la sociedad civil rusa crítica con ese pasado, y también con el establishment actual en el poder. Por otro lado, silenciar a Memorial y a historiadores define también la estrategia de Putin por reescribir la historia rusa, precisamente a 30 años de la disolución de la URSS.

El líder riuso no quiere reproducir la URSS como entidad geopolítica, pero sí ansía vertebrar otro relato histórico sobre la nueva Rusia, enfocado en transmitir ese nuevo testimonio oficial a una nueva generación de rusos postsoviéticos, que no vivieron ese pasado, y que observan precisamente aquel mundo soviético como una especie de arqueología del pasado.

En este ejercicio de borrón y cuenta nueva de una memoria histórica retocada, la nueva historiografía rusa liderada desde el Kremlin ha silenciado los crímenes del estalinismo entre los años 1930 y 1950, con el gulag de trasfondo. Incluso, ha recuperado la figura de Stalin, georgiano de nacimiento, como un verdadero líder ruso que guió a una URSS heredera de las glorias imperiales rusas, hacia el dominio mundial tras la II Guerra Mundial.

El objetivo parece consistir en borrar ese pasado soviético incómodo que propicie una mala imagen para la nueva Rusia. El cambio generacional tres décadas después de la desaparición de la URSS puede propiciar para Putin esa perspectiva de reescribir la historia.

Por ello, el Presidente ruso busca acondicionar a las nuevas generaciones del país sobre la necesidad de romper con ese pasado histórico incómodo, articulado en torno a los crímenes soviéticos, para preparar un relato más acorde con sus pretensiones de crear una nueva Rusia, mucho más fuerte, moderna, postsoviética y respetada a nivel internacional. Y en ello, Ucrania es el escenario que puede descifrar con mayor nitidez esas pretensiones de Putin sobre el revisionismo histórico.

 

OTAN, Rusia y la ‘estabilidad’ en Eurasia

La tensión en Ucrania muy probablemente se dirimirá por los canales de las negociaciones, determinadas por la permanente disuasión entre Rusia y Occidente, conscientes de que un conflicto militar abierto sería claramente contraproducente en el mundo de la postpandemia.

Las conversaciones entre la OTAN y Rusia a mediados de enero dan cuenta de la voluntad de dialogar, aunque Putin reclama una "nueva arquitectura de seguridad en Europa". No obstante, es igualmente palpable el bajo perfil de la UE de estas conversaciones, lo cual refuerza la expectativa de que las crisis euroasiáticas actuales, desde Bielorrusia y Ucrania hasta Kazajistán, involucran directamente a EE UU y Rusia, y están concentradas en sus respectivos intereses geopolíticos y militares.

Pero es muy posible que la fricción ruso-ucraniana, y por ende en el espacio euroasiático ex soviético, siga siendo un tema recurrente a lo largo de este año que no olvida el peso de la historia, ya que en diciembre próximo se conmemorará el centenario de la creación de la URSS. Por tanto, el revisionismo histórico estará muy presente, principalmente en el Kremlin. En este 2022, preparémonos para más sorpresas putinianas.