La complejidad que implica dialogar y desactivar la amalgama de conflictos armados que existen actualmente en el país va a precisar de compromisos y responsabilidades por todas las partes.

Un manifestante viste un disfraz que lee mensajes sobre la paz durante la primera protesta antigubernamental contra el presidente de izquierda Gustavo Petro y su iniciativa de reforma fiscal, en Bogotá, Colombia, el 26 de septiembre de 2022. (Sebastian Barros/NurPhoto via Getty Images)

La llegada de Gustavo Petro a la presidencia de Colombia, tal y como era de esperar, ha supuesto un punto de inflexión en la gestión del conflicto armado y la construcción de paz. Sin duda, una de las herencias malditas de su predecesor, Iván Duque, bien tiene que ver con el deterioro de las condiciones de seguridad y el debilitamiento del proceso de implementación del Acuerdo de Paz suscrito con las FARC-EP en noviembre de 2016. A tal efecto, el anterior gobierno hizo las veces de saboteador, y colmó de retrasos, resistencias e incumplimientos lo pactado con la guerrilla. Además, durante los últimos cuatro años los grupos armados y las estructuras criminales proliferaron exponencialmente y todos presentan mayores capacidades, recursos y presencia territorial con respecto a 2016.

Una de las máximas de Gustavo Petro durante la campaña electoral y durante sus primeras semanas de gobierno ha sido tejer la arquitectura de la nueva política de paz para los próximos años. Al respecto, y entre otras, tres son las grandes apuestas para el nuevo Ejecutivo. De un lado cabe destacar a Álvaro Leyva Durán, ministro de Exteriores, proveniente del conservadurismo colombiano, es una figura de gran reconocimiento entre las guerrillas por su disposición a la paz y la exploración de fórmulas de diálogo. Su elección servirá para coadyuvar el rol de una comunidad internacional que debe asumir mucha más implicación y responsabilidad respecto de lo que hizo en 2016 con las FARC-EP. De otro lado, un segundo nombre que destaca sería Iván Danilo Rueda, nombrado como Alto Comisionado para la Paz y, por tanto, con rango ministerial, es el designado, stricto sensu, para liderar los procesos de paz que se adelanten en el país. Fue director de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, aunque tiene un perfil político muy bajo, atesora gran conocimiento sobre construcción de paz y es reconocido muy positivamente por actores como el ELN. Finalmente, quedaría como senador y presidente de la Comisión de Paz del Senado, Iván Cepeda, uno de los referentes de izquierda con más apoyo popular en Colombia y principal valedor del concepto de “paz total”.

Hablar de paz total supone hacer referencia a la máxima aspiración del nuevo gobierno. Es decir, atender, entender, dialogar y desactivar la amalgama de conflictos armados que existen en la actualidad. Por reducir el conjunto de siglas y de actores, en Colombia, actualmente, hay una confrontación armada con la guerrilla del ELN y con una parte de las extintas FARC-EP, que en agosto de 2019 se desmarcó del proceso de paz al entender que se estaba incumpliendo en todos sus extremos, dando lugar a “Segunda Marquetalia”. Hay otro grupo armado, que nunca se acogió al Acuerdo de Paz y que se autodefine como el único valedor de las siglas FARC-EP. Éste, activo desde finales de 2016, estuvo liderado hasta mayo de 2022 por el histórico integrante de las FARC-EP, “Gentil Duarte”. Además, habría que añadir un sinnúmero de pequeñas estructuras de carácter local, mayormente lideradas por antiguos mandos medios y milicianos de las FARC-EP y otras tantas estructuras postparamilitares. De estas últimas, su máxima expresión es el Clan del Golfo —una suerte de estructura criminal franquiciada con representación en buena parte del país—, aparte de otras organizaciones criminales como Los Pelusos —herederos, de algún modo, del otrora Ejército Popular de Liberación.

Todos estos actores quedan incorporados bajo el paraguas de la paz total. Sin embargo, su historia, su naturaleza, su relación con la violencia y su idiosincrasia resulta completamente heterogénea. Razón para que, desde el comienzo, tal y como rezan algunos comunicados del ELN, la expresión “paz total” no haya sido de gran agrado pues, aun con todas estas diferencias, pareciera que todas las estructuras armadas son presentadas al mismo nivel en su interlocución con el Gobierno. Además, buena parte de la relación recíproca de todas ellas está basada en la confrontación armada o en la colaboración puntual e interesada, de tal manera que cualquier atisbo de negociación debe entender que la exigencia de hostilidades o un eventual cese al fuego ha de integrar la realidad conflictiva de los actores armados entre sí.

Indudablemente, la paz total va a exigir, en la práctica, una geometría variable. Me atrevería a señalar que un proceso de diálogo, en sentido estricto, como el que transcurrió en La Habana con las FARC-EP, entre 2012 y 2016, solo se va a dar con el ELN. En cualquier caso, por el momento, multitud de cuestiones están en el aire y deberán irse resolviendo en las próximas semanas y meses. En primer lugar, tres aspectos clave: 1) dónde se negocia, 2) qué se negocia y 3) quiénes negocian. El proceso anterior, impulsado en la etapa final del gobierno de Juan Manuel Santos, transcurrió, no sin dificultades, en Quito, Ecuador. Aunque La Habana tiene todas las papeletas para ser la sede del proceso, los rumores alimentan un eventual cambio de sede, que podría ir a parar a algunos de los países garantes o acompañantes que, finalmente, terminen implicados en el proceso. Qué se negocia implica decidir cuánto se mantiene del proceso de diálogo de hace unos años, y cuánto no. Primero, como dice el ELN, porque no son la guerrilla de hace cinco años —han aumentado sus capacidades materiales y militares sustancialmente en este tiempo. Pero también, porque la realidad nos deja en el Acuerdo con las FARC-EP, contenidos como el punto relativo a entrega de armas o víctimas que son impecables y que habrá que ver de qué manera se extrapolan a un proceso con el ELN. Por último, queda definir quién negocia, pues, aunque el ELN reconoce la verticalidad del mando del Comando Central y la Dirección Nacional, la realidad en 2017 nos dejó una notable ruptura en las estructuras territorial en donde la guerrilla tiene mayor arraigo —Arauca, Norte de Santander y Chocó— con respecto al mando unificado. Habrá que ver hasta dónde la vieja comandancia política presente en Cuba tiene capacidad de control sobre la joven comandancia militar activa en Colombia.

En otro nivel estarían los grupos armados que, de un modo u otro, tienen alguna relación con las FARC-EP. Recientemente las críticas de Sergio Jaramillo, Alto Comisionado de Paz durante el proceso con las FARC-EP, y Humberto de la Calle, Jefe del equipo negociador del Gobierno en dicho proceso, resultan tan audaces como de necesaria atención. ¿Hasta qué punto se puede negociar con quienes ya se negoció? Al respecto, considero que deben separarse los tres tipos diferentes de naturaleza que operan en este caso. “Segunda Marquetalia” fue creada por quienes lideraron el diálogo de paz con el gobierno, “Iván Márquez” y “Jesús Santrich”. Indudablemente, ellos optaron por romper con el Acuerdo y armar una estructura disidente. Su propósito era aglutinar, con una suerte muy cuestionable, a otras organizaciones más pequeñas, igualmente, herederas de las FARC-EP, ante el reclamo de un incumplimiento sobre el Acuerdo que, todo sea dicho, también estaba teniendo lugar. Lo cierto es que lo que se puede negociar con ellos es poco: o un sometimiento a la justicia convencional, con algún trato de favor judicial o penitenciario; o, tal vez sea lo más pertinente, un espacio de acogimiento con el Acuerdo de Paz suscrito en 2016 en donde la entrega de armas, el sometimiento a una jurisdicción transicional y a un esclarecimiento de las responsabilidades tengan un mayor peso particular.

Soldados militares colombianos revisan pertenencias personales de civiles durante un operativo de seguridad en Saravena, Arauca, Colombia. (Juancho Torres/Anadolu Agency via Getty Images)

Mayores suspicacias puede suponer entablar conversaciones con la antigua disidencia de “Gentil Duarte” y con los mal llamados grupos residuales herederos de las FARC-EP. En ambos casos se aprecia una profunda desideologización y un abrazo a la criminalidad sin tapujos —especialmente con el narcotráfico. En el caso de los primeros es cierto que un hecho diferencial es que nunca suscribieron el Acuerdo de Paz, de manera que nunca lo traicionaron, pero igualmente es evidente, viendo el devenir de los acontecimientos, que lo hicieron para erigirse en los señores de la guerra en parte de la geografía colombiana donde las FARC-EP mantuvieron una relativa condición hegemónica.

Lo anterior no les hace muy diferentes a las estructuras criminales del postparamilitarismo. Nuevamente, y frente a la multitud de estructuras existentes —Los Pachenca, Los Puntilleros, Los Rastrojos— el grupo de referencia es el Clan del Golfo. Con presencia en casi toda la región Caribe, el departamento de Antioquia y parte del litoral Pacífico, operan como una estructura criminal que franquicia y acoge a grupos delictivos de orden local, produciendo un fenómeno que aún hoy es la principal amenaza para la seguridad del Estado colombiano. ¿Qué se puede ofrecer a estas estructuras? Como en el caso de las anteriores, pareciera imposible un diálogo político, un proceso de intercambios cooperativos y, mucho menos, un reconocimiento de su existencia o una redefinición de los términos enemigo/adversario. Únicamente, queda el acatamiento de la justicia a cambio de algún tipo de beneficio carcelario y/o judicial. Desde luego, justificar la exploración de un proceso de esta índole no parece descabellado cuando, todo lo contrario, la política de seguridad y combate frente a estos grupos, por el momento, arroja más sombras que luces. Sea como fuere, concesiones de este tipo ni mucho menos son nuevas en el país. En el pasado, Colombia ya ofreció este tipo de soluciones a organizaciones delictivas sin naturaleza política. Recuérdese el caso, en 1991, que permitió el desmantelamiento de grupos como el comandado por Rodríguez Gacha, por “Ariel Otero” o por el mismo Fidel Castaño, y que llegaron a suponer más de 1.200 desmovilizaciones.

En conclusión, y vistas todas las razones aquí expuestas, la paz total que se propone el gobierno de Gustavo Petro es un nuevo camino en la larga aspiración por superar la violencia indómita en Colombia. Sin embargo, el horizonte nos muestra todo un elenco de tensiones, contradicciones y dificultades de las que habrá que dar cuenta y que demandará compromisos y responsabilidades de todos los extremos involucrados. Ojalá esta vez sea la definitiva.