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Conmemoración del estallido social en Chile dos años después. (Fernando Lavoz/NurPhoto via Getty Images)

¿Puede convertirse el país en un ejemplo regional y global para la joven generación de socialdemócratas?

El 19 de diciembre, el mundo entero estuvo pendiente de las elecciones presidenciales de Chile. Los resultados fueron decisivos. Con el 56 % de los votos en la segunda vuelta, Gabriel Boric, un político de 35 años que inició su carrera organizando protestas estudiantiles hace una década, se hizo con la victoria. Su rival, José Antonio Kast, ultraconservador y defensor de la antigua dictadura chilena, aceptó la derrota con elegancia y se reunió con Boric poco después de reconocerlo públicamente. El presidente actual, Sebastián Piñera, de centroderecha, transmitió también su felicitación y destacó que los comicios habían contado con la mayor participación desde hace muchos años.

Estos mensajes dejan muy claro el compromiso del país con el traspaso pacífico del poder y la propia democracia. La victoria de Boric representa la octava vez que tomará posesión del cargo un presidente elegido democráticamente desde el fin de la dictadura militar, en 1990. Mientras se contaban los votos, el sentimiento de humildad de los candidatos supuso una bendita recuperación de los mejores hábitos de cualquier elección democrática, en especial si se tienen en cuenta las divisiones y la polarización brutal que ha sufrido Chile en los últimos tiempos.

En sintonía con la Cumbre de la Democracia auspiciada por el gobierno de Joe Biden, las elecciones chilenas han puesto de manifiesto el verdadero problema al que hoy se enfrentan casi todos los países democráticos. Y también nos permite estar esperanzados y ser optimistas sobre el futuro. La pandemia y sus efectos económicos han tenido consecuencias terribles en Latinoamérica y han contribuido a que la democracia sea más frágil. La difusión viral de desinformaciones en la política y los medios de comunicación ha trastocado las campañas tradicionales. El electorado se ha visto privado de debates políticos objetivos y, en su lugar, se alimenta de la ruidosa retórica populista, que agudiza las diferencias políticas y aumenta la polarización de la sociedad.

Se suele señalar a Jair Bolsonaro, el presidente de Brasil, pero hay más casos en otros países latinoamericanos, como la propaganda de Bukele en El Salvador y los bulos tóxicos en la campaña electoral chilena, que forman parte de lo que es un fenómeno mundial. Como advirtió el presidente Biden en su discurso inaugural durante la Cumbre de la Democracia, “las voces que tratan de avivar las llamas de la división social y la polarización política” están en ascenso, y lo más preocupante es que esas voces “incrementan en todo el mundo la insatisfacción de la gente con unos gobiernos democráticos que, a su juicio, no están resolviendo sus necesidades”.

 

La incapacidad de cumplir

Los manifestantes muestran banderas y pancartas durante una protesta contra el presidente Sebastián Piñera el 21 de octubre de 2019 en Santiago de Chile. (Marcelo Hernandez/Getty Images)

El país en el que más cundió el sentimiento de que el gobierno no había cumplido sus promesas es quizá Chile, que ha sido escenario de dramáticos acontecimientos políticos en los dos últimos años. Las grandes manifestaciones de 2019 y 2020, el llamado “estallido social”, pudieron causar sorpresa fuera de las fronteras chilenas, pero la insatisfacción de la gente con la élite política y económica estaba fraguándose desde hacía muchos años.

La preocupación creciente por las desigualdades económicas y los grandes casos de corrupción que implican a políticos y empresarios se convirtió en el emblema de un nuevo despertar social. Los chilenos comenzaron a cuestionar su sociedad y su supuesto modelo de éxito. Pero, aunque el debate sobre las reformas económicas y políticas no está aún resuelto, lo cierto es que la democracia del país está muy viva y llena de fuerza, y es un ejemplo para toda la región e incluso el mundo.

Después de una intensa campaña, Kast, en el discurso con el que reconoció la derrota, declaró que el presidente electo Boric “merece todo nuestro respeto. Muchos chilenos han confiado en él… y en lo que podemos aportar nosotros, a pesar de nuestras legítimas diferencias; queremos servir a la nación. Debemos unirnos una vez más todos los chilenos”. No podemos dejar de subrayar el simbolismo de la renovación democrática con el telón de fondo de las protestas populares y la polarización política, por lo que significa para Chile y para el resto de Latinoamérica.

La movilización de los grupos políticos desde que estallaron las protestas en 2019 dio paso a una convención constitucional dotada de grandes poderes, compuesta en su mayoría por delegados independientes y de izquierdas, y después ha desembocado en la elección del presidente más joven que ha habido jamás en el palacio presidencial de Chile, La Moneda. Pero lo más importante es que las elecciones chilenas y la convención constitucional son atípicas en una región en la que el autoritarismo y los problemas humanitarios suelen asfixiar ese optimismo sobre el futuro de la democracia, y Chile es un país en el que las mujeres, las comunidades indígenas, los inmigrantes, las personas LGTBQ+ y otros grupos minoritarios no solo han obtenido reconocimiento sino que han sido protagonistas de las demandas cada vez más numerosas de reformas sociales, económicas y políticas.

El conservadurismo y los valores tradicionales de Kast no lograron atraer al electorado. Y, con 12 puntos de ventaja, aunque es probable que tenga un mandato suficiente, el nuevo presidente de Chile tendrá que dirigir una amplia coalición de fuerzas políticas para abordar los problemas inmediatos, como impulsar la vacunación contra la variante ómicron, asegurar una transición fluida que permita reescribir la Constitución y someterla a referéndum antes del 5 de julio de 2022 y cumplir las promesas de campaña de abordar las desigualdades económicas, mejorar los servicios sociales y hacer frente a la crisis climática.

 

La nueva izquierda milenial de Latinoamérica

Aunque no se ha definido claramente como tal o quizá no se considera una posibilidad realista, no cabe duda de que estamos asistiendo al ascenso de la socialdemocracia en Chile. La nueva izquierda milenial del país ha rechazado el statu quo, es decir, la economía de libre mercado y la idea de que las políticas centristas basadas en el mercado son buenas y, según sus defensores, han enriquecido el país más que en las décadas anteriores. En realidad, el nivel de pobreza de Chile ha disminuido de forma extraordinaria desde la restauración de la democracia: de alrededor del 48% de los chilenos que vivían por debajo del umbral de pobreza en 1988 a aproximadamente el 11% en 2020.

No obstante, aunque las desigualdades se han reducido gracias a los esfuerzos del Estado para mitigar la pobreza, Chile sigue siendo uno de los Estados con más desigualdades de la OCDE. La movilidad social es ya una preocupación fundamental en todos los sectores de la sociedad, porque la pandemia ha reforzado las desigualdades estructurales y ha dejado al descubierto más vacíos en el mercado de trabajo. Las preguntas para las que aún no tienen respuesta muchos observadores de la evolución de Chile son: ¿En qué medida modificará el nuevo gobierno el publicitado modelo económico del país? ¿Con qué lo sustituirá? ¿Y qué significará para Latinoamérica?

Como ocurre en Estados Unidos, las actitudes y preferencias políticas están cambiando rápidamente con el relevo generacional. Un grupo demográfico fundamental en el apoyo a Boric fue el de los jóvenes que no habían nacido todavía a finales de los 80, cuando otros activistas lucharon por la democracia y organizaron un referéndum para acabar con la dictadura del general Augusto Pinochet. Los jóvenes actuales exigen políticas mucho más progresistas que las ejercidas por la coalición de centro izquierda que ha gobernado durante gran parte de los últimos 30 años.

Además ha habido una convergencia entre los estudiantes universitarios endeudados y sin dinero y los grupos de rentas más bajas de la sociedad chilena, unos sectores que no siempre comparten la idea de que el crecimiento económico es más importante que el bienestar social. En muchos aspectos, los jóvenes chilenos forman parte de una tendencia global, lo que pone aún más de relieve el meteórico ascenso político de Boric. Según el sondeo de Deloitte Global 2021 Millennial and GenZ Survey, “dos tercios de los mileniales y los miembros de la generación Z piensan que la riqueza y las rentas están mal repartidas en la sociedad, y la mayoría cree que las leyes apropiadas y una intervención directa del gobierno reducirían enormemente esas diferencias”.

Ya lo decía un gran eslogan de las protestas sociales de 2019, cuyo detonante inicial fue el aumento de precio del billete de metro: “No son los 30 pesos, son los 30 años de indiferencia”. La gente salió a la calle empujada por distintos motivos, pero ese sentimiento popular ha cuajado ahora en la figura de un presidente electo progresista y un proceso de reforma de la constitución instituida en 1980, bajo el poder del gobierno militar. Quizá surja pronto en Latinoamérica la perspectiva de una nueva izquierda milenial, a juzgar por la habilidad de Boric para apoyarse en fuerzas políticas diferentes y a veces opuestas, desde los moderados democristianos hasta miembros del Partido Comunista de Chile.

Lo que no parece que vaya a suceder en Chile es un rápido descenso a las profundidades autoritarias y terriblemente inquietantes de otros dos países de la región, Venezuela y Nicaragua. Es mucho más probable que Boric, para evitar una reacción conservadora y el riesgo de fuga de capitales, dé un tono más moderado, aunque progresista, a las primeras medidas de su gobierno.

 

¿Un gradualismo de Boric?

El presidente electo, Gabriel Boric celebra la victoria en Santiago de Chile. (Felipe Figueroa/SOPA Images/LightRocket via Getty Images)

El presidente electo tendrá que dejar claro que el crecimiento económico y la cohesión social no tienen por qué ser mutuamente excluyentes. Para obtener resultados, el nuevo gobierno tendrá que canalizar el descontento social del estallido de 2019 hacia un debate más amplio sobre las políticas sociales, el desarrollo económico y la futura imagen de Chile, en Latinoamérica y en el resto del mundo, como argumento a favor y no en contra de la socialdemocracia.

Diversos gobiernos de otros lugares, desde Canadá hasta Nueva Zelanda, pasando por Alemania y los tan mencionados países nórdicos, tienen un modelo de economía de mercado dentro de un Estado de bienestar que proporciona a sus ciudadanos servicios como una sanidad pública universal, unas pensiones públicas, una educación superior pública y muchos más. Quizá Chile trate de implantar algo similar, pero a los inversores les preocupa el alcance que vayan a tener las reformas, con qué rapidez se lleven a cabo y cómo se van a financiar.

Durante su intento de que Argentina dejara de estar continuamente al borde del colapso económico y los grandes déficits fiscales, el expresidente Mauricio Macri predicó el “gradualismo” como forma de realizar las reformas políticas necesarias. Por supuesto, ese gradualismo económico se desvaneció cuando el peso argentino fue objeto de un pánico generalizado. Pero es muy posible que al nuevo gobierno del vecino Chile le convenga desplegar una estrategia similar con la que comunicar sus preocupaciones y objetivos para que acabe siendo un país más próspero y equitativo dentro de una región sumida en problemas económicos.

Chile puede ser el primer país de Latinoamérica y el Caribe que demuestre que una gobernanza y unas instituciones democráticas sólidas, en conjunción con los mercados y con unas políticas sociales, pueden obtener resultados positivos. Si demuestra que los gobiernos antidemocráticos y teóricamente socialistas de Venezuela, Nicaragua y Cuba no son en absoluto un modelo para la región, Chile podrá ser tal vez ejemplo mundial para la joven generación de socialdemócratas e inspirar la aparición de líderes nuevos desde Brasil hasta Bielorrusia.

Antes, sin embargo, Boric deberá encontrar el equilibrio y la inspiración para construir un modelo chileno más positivo, inclusivo y moderno en los próximos años.

 

Este artículo se ha publicado con anterioridad y en ingles en Global Americans. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.