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Imagen del vídeo difundido por las FARC donde anuncian el retorno a las armas, agosto 2019. AFP/Getty Images

Cómo las posibles consecuencias del anuncio de la guerrilla colombiana de volver a tomar las armas multiplica las incertidumbres en el país latinoamericano.

Desde el fin de la Guerra Fría, la manera generalizada de poner fin a conflictos armados internos en el mundo ha sido, mayormente, el uso del diálogo y los intercambios cooperativos frente a las soluciones militares unilaterales. El caso de Colombia con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia–Ejército del Pueblo (FARC-EP) no es distinto al respecto y de hecho, pudiera decirse, como ha reconocido en multitud de ocasiones el Instituto Kroc de la Universidad de Notre Dame, que el Acuerdo de Paz entra las FARC-EP y el Gobierno colombiano suscrito en 2016, de largo, se trataba del más ambicioso y completo de los más de treinta conflictos finalizados en las últimas dos décadas.

Sin embargo, si ya es complejo conseguir un diálogo que fructifique, como es el caso, tras más de medio siglo de lucha armada en Colombia, más complejo es asumir el proceso de construcción de paz. Un ejercicio que compromete a guerrilla, gobierno, Estado y sociedad civil, que afecta a elementos y barreras institucionales, territoriales y normativas, y que casi siempre, de un modo u otro, termina mostrando las enormes diferencias entre las expectativas y la realidad. Algo que con mucho acierto planteaba el fallecido historiador granadino Francisco Muñoz cuando reivindicaba su particular concepto de paz imperfecta.

Lo cierto es que, en Colombia, casi desde el inicio, el mito del Acuerdo de Paz superaba cualquier plano de una realidad tangible. Sin duda, nos encontrábamos ante un muy ambicioso compromiso del Estado que, sin embargo, tenía ante sí serias dificultades para su implementación. Especialmente, y no solo por el esfuerzo institucional, de transformación que exigía, sino por la importante resistencia que, del gobierno encargado de su puesta en marcha, el del uribista Iván Duque, cabía presumir.

Del retorno de parte de las FARC-EP a la lucha armada pregonada por los líderes de las FARC-EP, “Iván Márquez” y “Jesús Santrich”, el 28 de agosto hay responsabilidades compartidas. El Ejecutivo de Duque nunca se ha sentido cómodo con el cumplimiento de los compromisos adquiridos con las FARC-EP y que, en particular, afectaban a la comandancia y a la estructura de mando de la guerrilla. El nivel de implementación presenta importantes falencias. Los planes de desarrollo con enfoque territorial apenas lucen en el papel, de manera que las intervenciones sobre los territorios más golpeados por la violencia en forma de inversión e institucionalidad son una quimera. La financiación a los procesos colectivos de desmovilización de guerrilleros brilla por su ausencia, en tanto que se priorizan los proyectos individuales que evitan cualquier sentido colectivo de reincorporación. El funcionamiento del partido político heredero de la guerrilla, la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, encontró todos los impedimentos posibles para su concurrencia electoral de 2018. El Plan Nacional de Desarrollo omite partidas presupuestarias que exprofeso se dirijan al Acuerdo de Paz, toda vez que el mismo Presidente colombiano intentó hasta el final torpedear la creación de la Jurisdicción Especial para la Paz. Asimismo, parece haberse reducido hasta en un 30% las acciones destinadas a la Comisión de la Verdad y el esclarecimiento de los hechos acaecidos en el marco del conflicto armado interno. Ello sin olvidar los más de 150 exguerrilleros y 600 líderes sociales asesinados en los últimos tres años.

Éste no es el mejor escenario posible para generar confianza en la extinta guerrilla, la cual, ha pesar de todo, en su mayoría, sigue férreamente cumpliendo y esperando los compromisos y las acciones de un gobierno que ha de entender que la paz no es cosa de ejecutivos sino, todo lo contrario, se trata de una política nuclear del Estado en aras de recomponer un tejido social maltrecho durante décadas. Sea como fuere, en parte de las viejas FARC-EP, y en especial, en nombres como los de Iván Márquez, Jesús Santrich, “El Paisa” o “Romaña”, la anterior situación descrita, bien justifica el retorno a la lucha armada. Un retorno que, sin embargo, conviene precisar en sus extremos.

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Protesta contra el asesinato de líderes sociales y ex miembros de las FARC en Cali, Colombia. CHRISTIAN ESCOBARMORA/AFP/Getty Images)

Los dos primeros nombres, otrora máximos exponentes del diálogo de paz, se vieron salpicados en el último año por posibles vínculos con el narcotráfico, los cuales, de resultar ciertos, invalidan cualquier atisbo de legitimidad para exigir democráticamente el cumplimiento efectivo de todo lo comprometido en el Acuerdo para los excombatientes de las FARC-EP. Los otros dos, El Paisa y Romaña, son comandantes que, por su marcada impronta beligerante, difícilmente podría haber pasado indemnes por el proceso de justicia transicional, en tanto que hicieron parte de dos de las estructuras más combativas y sólidas de las FARC-EP: el Bloque Sur y el Bloque Oriental.

Por tanto, no es casualidad que sea esta facción más dura, frente a la de impronta más política que personifica, entre otros, el que fuera líder de las FARC-EP, Rodrigo Londoño “Timochenko”, la que decide retornar a las armas. Dadas estas circunstancias: ¿qué implicaciones tiene la vuelta a la lucha armada por parte de algunos destacados integrantes de las FARC-EP?

Antes que nada, hay que destacar que las disidencias son esperadas en procesos de paz negociados con grupos armados. En los primeros años que transcurren tras un Acuerdo de Paz es común el retorno de entre el 8% y el 14% de los antiguos integrantes de la lucha armada. Dicho esto, del primer vídeo publicado por esta nueva versión de las FARC-EP cabe destacar, precisamente, su viso de continuidad. Es decir, la intención de los dirigentes disidentes es mostrar la causalidad directa entre las FARC-EP de siempre, con el (in)cumplimiento al Acuerdo de Paz, de modo que lo que se busca es responsabilizar directamente a la elite y la oligarquía colombiana como culpable de este proceso. Cabe apreciar toda una simbología cuidada al detalle, en tanto que se evocan algunas de las imágenes más importantes de las FARC-EP como son “Manuel Marulanda” o “Jacobo Arenas”.

En cualquier caso, las consecuencias que esto supone dejan muchas dudas en el aire. Por ejemplo, ¿cuál será la estructura organizativa de esta nueva versión de las FARC-EP? Antes de su desmovilización, la guerrilla disponía de algo más de 7.000 efectivos. En la actualidad, las cifras bailan entre los 900 y los 1.800 combatientes retornados a la criminalidad, de los cuales, un buen número son de nueva reclusión. Éstos, además, se hallan presentes en más de una veintena de grupos atomizados, de modo que no será tarea fácil cohesionar los mismos y que, además, se subordinen al mandato de los cuatro comandantes removilizados a la lucha armada.

Una segunda pregunta es: ¿dónde van a operar esta nueva estructura? Observando dónde está presente el mayor número de disidencias y cuáles han sido los escenarios de mayor violencia política tras la firma del Acuerdo de Paz cabría pensar en dos escenarios preponderantes: suroccidente y nororiente del país. Estamos hablando de dos enclaves fronterizos -con Ecuador y Venezuela, respectivamente-, con una muy alta presencia de cultivos cocaleros y minería ilegal, y en donde la presencia de las FARC-EP siempre fue muy significativa, en buena medida, gracias a la falta de presencia del Estado colombiano. Sin embargo, en el vídeo publicado se habla de una nueva forma de operar, en esta ocasión, contra la oligarquía colombiana opositora al Acuerdo. Eso implicaría un mayor activismo en los centros urbanos y un recurso mayor del terrorismo frente a un conflicto que en el pasado se disputó mayormente en escenarios olvidados y periféricos de la geografía del país. Tal circunstancia será un reto innegable para el Estado, pero también para unas FARC-EP que, con excepciones, nunca desarrollaron una labor efectiva de la lucha armada en las grandes ciudades de Colombia.

Finalmente, una tercera cuestión sería el papel de las nuevas FARC-EP en relación con el resto de los actores de la violencia armada en Colombia. “Iván Márquez” ha llamado a una posible coalición con la que es ahora mismo la guerrilla más importante del país, con más de 2.000 integrantes: el Ejército de Liberación Nacional. Esto ya se intentó a mediados de los 80 en lo que se denominó Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar y fue un absoluto fiasco. Obviamente, los tiempos y las necesidades son otras, pero no debemos olvidar que las FARC-EP entrarían con un pie de fuerza y unas capacidades operativas mucho más reducidas. Algo que colisionaría con su tradicional rol hegemónico a escala local, y a lo que hay que añadir las importantes confrontaciones que mantuvo con el ELN en el pasado reciente. Desde los 90, y buena parte de la década pasada, las FARC-EP combatieron contra el ELN en departamentos como Arauca o Nariño. Escenarios que, a todas luces, hoy serían renovados lugares de convivencia en la vuelta a las armas de la vieja guerrilla oriunda del sur de Tolima.

Finalmente, todo lo expuesto le pone en bandeja la situación soñada del uribismo. El retorno de parte de las FARC-EP era el mayor anhelo de Álvaro Uribe. Ello permite desprestigiar el legado de Juan Manuel Santos, tirar por tierra las supuestas bondades de la paz, eliminar cualquier atisbo de necesidad de diálogo con el ELN y reivindicar una máxima: la comandancia de las FARC-EP nunca creyó en la superación de la violencia. Así, la agenda de un gobierno como el de Duque, que durante más de dos años no tuvo un sentido ni una orientación clara encuentra ahora su leit motiv: retornar a un Estado fuerte en el que la seguridad debe ser la prioridad.

Sea como fuere, sería bueno que no cayésemos en la tentación de simplismos reduccionistas. Quedan más de 6.000 excombatientes que se encuentran hoy en día en pleno proceso de reincorporación a la vida civil. Debemos exigir el cumplimiento del Estado colombiano con ellos y con los más de ocho millones de víctimas que dejó el conflicto, pues la paz es un compromiso de Estado, no de gobierno, y sólo será efectiva y duradera en tanto que se intervenga sobre los condicionantes estructurales y simbólicas que durante décadas sostuvieron la violencia. Ante todo, es importante que, aun con las dificultades expuestas, los árboles no nos impidan ver el bosque.