Protesta de agricultores enLa Calera, departamente de Cundinamarca, Colombia. (Eitan Abramovich/AFP/Getty Images)
Protesta de agricultores enLa Calera, departamento de Cundinamarca, Colombia. (Eitan Abramovich/AFP/Getty Images)

Antes de firmar el posible acuerdo de paz entre el Gobierno de Colombia y las FARC, el país se enfrenta a varias dudas sin resolver.

Después de más de tres años de negociaciones en La Habana, la firma de la paz entre el Gobierno colombiano, con su presidente, Juan Manuel Santos, a la cabeza, y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) parece más cerca que nunca. Aún quedan algunos puntos pendientes de definición, como el modo en que se refrendará el acuerdo: si por plebiscito, como pide el Gobierno, o mediante la convocatoria de una Asamblea Constituyente, como quiere la guerrilla.

Sea como fuere, pocos dudan de que este es el momento en el que Colombia ha estado más cerca de ponerle fin al conflicto armado con la insurgencia más antigua del país: desde los 60, cuando un grupo de campesinos armados se fue al monte al departamento de Tolima, en el suroccidente del país. Algunas de las cifras del horror: entre 1958 y 2012 murieron 220.000 personas como consecuencia del conflicto; de ellos, 180.00 eran civiles, 25 mil fueron desaparecidos y 27 mil secuestrados; casi 6 millones fueron forzados a desplazarse de sus tierras y 5 mil fueron asesinados y hechos pasar por guerrilleros caídos en combate, en lo que se llamó falsos positivos.

Mucho han cambiado las FARC en este medio siglo, sobre todo desde que el narcotráfico penetrara en el tejido económico y social del país andino. Dicen los expertos que se ha diluido la ideología que llevó a los campesinos a armarse en busca de una mejora de la calidad de vida en el campo, en un país que dejó pendiente una reforma agraria. Con todo, esa impronta se ha dejado sentir en los diálogos de paz de La Habana, donde la cuestión agraria ha sido uno de los puntos fundamentales: el acuerdo incluirá la creación de un fondo de tierras de distribución gratuita, así como la entrega de subsidios para pequeños campesinos y la formalización de la propiedad rural.

La cuestión agraria es clave: la tierra está en el corazón del origen. “En Colombia, el conflicto armado es sólo una parte de un conflicto social mucho mayor y de más larga data”, sostiene Dora Lucy Arias, del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (Cajar). Y ese problema social pasa por la distribución inmensamente desigual de la riqueza y de la tierra, en un país con un índice Gini (en que 0 es la igualdad absoluta y 10 la desigualdad absoluta) de 53,5, uno de los más altos de América del Sur, y un índice Gini de concentración de la tierra de 0,88.

¿Qué modelo de desarrollo?

El Ejecutivo de Santos ha acordado con las FARC entregar tierras a los campesinos, pero no ha aclarado de dónde saldrá esa tierra. “Se observa una esquizofrenia entre lo que el Gobierno dice en La Habana y la agenda legislativa, que profundiza el modelo extractivo que expulsa a las comunidades”, afirma Arias, y pone como ejemplo la recientemente aprobada ley de Zonas de Interés de Desarrollo Rural Económico y Social (Zidres), que, según voces críticas como la del senador Jorge Robledo, permitirán que grandes empresas del agronegocio exploten las tierras baldías en propiedad del Estado que, según la ley, deben ser asignadas a los campesinos sin tierra. “El problema de Colombia es el modelo de desarrollo que se ha impuesto a sangre y fuego: eso no puede resolverse con leyes, si no hay una voluntad política real de respetar la autonomía y los proyectos de vida de comunidades que basan su existencia en la agricultura familiar”, concluye Arias.

Para el Gobierno, el alto el fugo bilateral y definitivo entre el Ejército y las FARC posibilitará llevar el desarrollo al campo. “La paz es el mejor plan de desarrollo”, dijo Santos en una reciente visita a Estados Unidos. La paz, cree el mandatario, permitirá formalizar la titularización de la tierra, realizar infraestructuras y atraer inversiones. Sin embargo, en muchos territorios afectados por la violencia, los anhelos de paz se entremezclan con la incertidumbre y el temor de asistir a otra oportunidad perdida. Una de las incógnitas es si esta vez será posible que los guerrilleros desmovilizados se puedan reinsertar a la vida política por las vías democráticas: está cerca en la memoria lo ocurrido con la Unión Patriótica (UP), una formación política que surgió de la desmovilización de parte de las FARC, creada en 1985, en el marco del malogrado proceso de paz iniciado por el entonces presidente Belisario Betancour. Miles de los miembros de UP fueron masacrados por los paramilitares, hasta provocar la extinción de UP.

En “zonas calientes” como el Magdalena Medio, los Llanos Orientales, Nariño o el Urabá, los paramilitares mantienen el control del territorio, aunque los niveles de violencia han disminuido con respecto a la década negra que abarcó la segunda mitad de los 90 y los primeros años del nuevo siglo, cuando tuvieron lugar las masacres de El Salado o Mapiripán, entre otras muchas. Los paramilitares no ahorraron horrores, desde descuartizar a sus víctimas a infligir las peores torturas, vejar o exhibir los cuerpos: el objetivo era aterrizar indiscriminadamente a la población y fue así como provocaron el desplazamiento de pueblos enteros que dejaron sus tierras abandonadas. Los que se atrevieron a volver encontraron sus tierras plantadas con monocultivos o volcadas a la ganadería extensiva.

¿Qué pasará con los paramilitares?

En 2006, el entonces presidente, Álvaro Uribe Vélez, ordenó el desmantelamiento de los grupos paramilitares, entonces englobados como Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Sin embargo, no pocos miembros de las AUC se reorganizaron en las llamadas bacrim (bandas criminales), que siguen muy presentes en algunos territorios. Funcionan con nombres como Águilas Negras o los Urabeños y, aunque el Gobierno los describe como delincuencia común, conservan características del paramilitarismo como la forma en que penetran en las comunidades y sus nexos con empresarios y con la fuerza pública, según aseguran organizaciones como Cajar y miembros de comunidades azotadas por la violencia, como Nariño, el Urabá o Montes de María. Una de las incógnitas en torno al proceso de paz es qué sucederá con las rutas del narcotráfico, que hasta ahora habían controlado tanto la guerrilla como los paramilitares.

Reducir el conflicto armado a una disputa entre Ejército e insurgencia es un error de bulto. El informe ¡Basta Ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad, del Centro Nacional de Memoria Histórica, documenta cómo, mientras que las guerrillas han sido mayoritariamente responsables de secuestros y acciones contra el patrimonio, han sido los paramiliatares los principales responsables de asesinatos, masacres y desplazamientos. Según el Grupo de Memoria Histórica (GMH), entre 1980 y 2012 se han podido documentar 1.982 masacres; de ellas, el 58,9% las cometieron los grupos paramilitares, el 17,3% la guerrilla, el 7,9% la Fuerza Pública y el 14,8%, grupos armados ilegales cuya identidad no se pudo comprobar.

“Los paramilitares no solo son un grupo armado, son un proyecto político, económico, social, que tiene que ver con el control de extensas áreas de territorio. Es un proyecto de control territorial asociado a la ganadería extensiva y a la agroindustria”, asegura Alibio Peña, de la Comisión Intereclesial Justicia y Paz, que cuenta con años de experiencia en el acompañamiento de comunidades afectadas por la violencia. Las organizaciones de derechos humanos han denunciado repetidas veces los nexos de empresas multinacionales extranjeras con grupos paramilitares; en algunos casos se han podido demostrar esos vínculos, como sucedió con la estadounidense Chiquita Brands, que realizó pagos a las AUC a través de su filial colombiana, Banadex, según se reveló en el año 2000.

¿Qué pasará con el narcotráfico y con el ELN?

El panorama se complica en Colombia por la omnipresencia del narcotráfico, del que participan todos los actores armados ilegales, pero que también penetra el tejido político, económico y social del país. El Plan Colombia, una estrategia antinarcóticos y contrainsurgente, con financiación de Estados Unidos, se ha presentado como un éxito político y militar, pero también se han denunciado los impactos en las comunidades locales de las fumigaciones con glifosato, que, bajo el argumento de acabar con la hoja de coca, han arrasado con cultivos tradicionales para el autoconsumo, mientras que el cultivo de coca aumentaba en 10 mil hectáreas entre 2002 y 2014, y el consumo interno de cocaína en Colombia se duplicaba.

El otro enigma, a día de hoy, es qué pasará con el ELN. Pareciera que el diálogo se ha dejado de lado, al menos por ahora. Algunos creen que es más difícil sumarlo a las negociaciones porque la estructura de poder está más repartida que en el caso de las FARC, y algunos de los jefes del ELN se han mostrado abiertamente en contra de participar en el proceso. Otros argumentan que, mientras que las FARC tienen un origen campesino y siempre han colocado como prioridad la reforma agraria y la tenencia de la tierra, el ELN, con una base social formada por clases medias urbanas, tiene en el centro de su crítica el modelo de desarrollo y los recursos naturales. Y eso es algo sobre lo que difícilmente va a negociar el Gobierno de Juan Manuel Santos, cuyo plan de desarrollo para el país depende de lo que él ha llamado la “locomotora minero-energética”.