¿Qué podemos esperar de la política de Joe Biden hacia Corea del Norte?

La política exterior de Donald Trump se caracterizó por el unilateralismo, por la gestión personalísima –o a través de miembros de su familia– de las prioridades en la materia y por el alejamiento respecto de algunos países que, por décadas, habían sido aliados de Estados Unidos, para acercarse a varios de sus enemigos tradicionales. También se caracterizó por ser frecuentemente anunciada en tiempo real, a través de la red social Twitter, sin ser consultada previamente con quienes serían ejecutores de la misma o advertida a quienes se verían afectados por ella.

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El líder norcoreano, Kim Jong Un, y el presidente estadounidense, Donald Trump, dándose la mano en la Zona Desmilitarizada, 2019. Dong-A Ilbo via Getty Images/Getty Images

En esta línea de proceder, presenciamos sorprendidos el inicio de un canal de comunicación directa, basado sobre todo en cartas y tuits, entre Donald Trump y Kim Jong-un, situación inédita hasta el momento entre ambos países. La frialdad ("paciencia estratégica", le llamaron) de la Administración Obama hacia Corea del Norte, dio paso a un rápido deshielo que culminó con Trump y Kim reunidos en la calurosa Singapur en junio de 2018. Se volverían a reunir en Hanói en febrero de 2019 y en Panmunjon en junio de ese mismo año.

Exactamente al contrario de la política hacia Pyongyang de las anteriores administraciones estadounidenses, Trump sostuvo estas reuniones –con intermedios aderezados por largas y poco convencionales cartas mutuas de admiración y parabienes–, sin que el líder norcoreano se comprometiera a un calendario concreto para desmantelar su arsenal nuclear. Pese a que tras cada encuentro con Kim, Trump anunciara que, gracias a él, Corea del Norte ya no era una amenaza, lo cierto es que en cuatro años no se avanzó un ápice en lo que, en teoría, eran los objetivos centrales de cada una de las partes: para Washington, la desnuclearización de la península coreana; para Pyongyang, el levantamiento de las sanciones económicas internacionales, en vigor desde 2006.

Lo que sí logró el líder norcoreano gracias a esos acercamientos fue su segundo objetivo: el reconocimiento como líder de su país por parte de Estados Unidos y de Corea del Norte como una nación con capacidad nuclear. En el camino, Kim se convirtió en el nuevo chico en el barrio con el que, repentinamente, otros líderes mundiales se querían reunir. El otrora dirigente del reino ermitaño pronto se convirtió en una sensación diplomática, lo que agrandó su dimensión política, tanto a nivel externo como ante los ojos de sus gobernados y, muy especialmente, entre los miembros de la élite política norcoreana.

Ahora que Joe Biden ocupará la Casa Blanca por los próximos cuatro años, una de las más grandes interrogantes es qué actitud adoptará hacia Corea del Norte que, por cierto, el pasado 12 de octubre, en el contexto del tradicional desfile militar por el 75 aniversario del Partido de los Trabajadores Coreanos, mostró lo que parece ser el mayor misil balístico intercontinental que ha exhibido –amenaza para Estados Unidos–, así como cohetes de lanzamiento múltiple y misiles rápidos de corto alcance –amenaza para sus vecinos Corea del Sur y Japón–. En su discurso, Kim advirtió que, de ser amenazados, movilizará toda la fuerza nuclear con que cuenta su país.  Aún sin conocerse para entonces quién ganaría las elecciones en EE UU, esta exhibición de nuevos artefactos remite la idea de que Kim continuará desarrollando y sofisticando sus programas nuclear y de misiles, en tanto no logre un acuerdo formal de paz con Washington.

 

¿Qué hacer con Kim y sus misiles?

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Surcoreanos ven en la televisión el lanzamiento de un misil norcoreano, Seúl, 2019. Chung Sung-Jun/Getty Images

Joe Biden ha dicho de Kim que es un "matón", un dictador asesino que ha sido legitimado por Trump; ha comparado la amistad entre ambos con ser amigo de Hitler en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial. Pero también dijo, durante el primer debate presidencial, que se reuniría con Kim “bajo la condición de que este accediera a reducir su arsenal nuclear”; y marcó claramente la línea: la península coreana debe ser una zona libre de armas atómicas.

Cuando el próximo enero se instale en la Casa Blanca, Joe Biden tendrá seguramente una larga lista de asuntos por resolver, tanto domésticos como exteriores, y una enorme expectativa internacional sobre sus hombros. En un rápido pase de lista, vienen a la mente la reincorporación de Estados Unidos al Acuerdo de París y a otros foros y mecanismos multilaterales; retomar el acuerdo nuclear con Irán; hacer las paces con los socios europeos tradicionales; terminar la guerra comercial con China; redefinir la política hacia Rusia. En lo doméstico, las prioridades serán la contención de la pandemia por la COVID-19, así como el mejoramiento de la economía, la seguridad social y el empleo.

Si bien la lista de acciones urgentes es larga, Biden tendrá presente que debe colocar a Pyongyang entre sus prioridades. Ocho años como vicepresidente le permitieron atestiguar la ascensión del joven Kim Jong-un al poder en 2011 y el desarrollo acelerado de sus programas nuclear y de misiles, así como tomar consciencia de que la política de paciencia estratégica fue un fracaso. El eje de esta política consistía en esperar a que el peso de las sanciones internacionales forzara a Pyongyang a dar pasos para deshacerse de su arsenal nuclear, como un medio para lograr el levantamiento de las mismas y acceder al sistema internacional de comercio.

Al fracaso de la política de paciencia estratégica, se añade que la Corea del Norte actual no es la misma que hace cuatro años, cuando Biden dejó la vicepresidencia: si bien el país está muy debilitado económicamente, también su dirigencia está empoderada en un sentido que no había estado antes, gracias a sus recién retomadas relaciones diplomáticas con varios países y a la confianza en su capacidad nuclear, que ha continuado fortaleciendo en estos últimos años, como lo prueban los artefactos exhibidos en octubre pasado. En este sentido, el régimen norcoreano de hoy difícilmente aceptará volver a las sombras en las que estuvo por décadas.

 

¿Qué hacer con Biden y su paciencia?

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El entonces vicepresidente Joe Biden observa la Zona Desmilitarizada entre las dos Coreas, 2013. Chung Sung-Jun/Getty Images

No es difícil pensar que Kim hubiera preferido cuatro años más de una relación tormentosa con Trump, porque esa volubilidad e informalidad le convenía. Ambos aprovecharon mutuamente sus personalidades extravagantes y su naturaleza volátil para iniciar lo que la prensa anglófona llamó un “bromance” fugaz, pero con importantes ganancias políticas para Kim, quien hasta el momento no se ha pronunciado sobre la victoria de Biden, en un silencio que habla por sí mismo.

Sin dejar de lado que Kim ha lanzado sobre el actual presidente electo una buena cantidad de insultos –llamándolo "tonto de bajo coeficiente intelectual" y "perro rabioso" que "debe ser golpeado hasta la muerte con un palo”–, lo cierto es que Kim ha demostrado ser un político pragmático y con un agudo sentido de la oportunidad.

Los expertos en el tema parecen dividirse en dos opiniones: los que piensan que Kim se comportará como el de antes, anunciándose ante la administración Biden en su peculiar y explosivo estilo, o sea con alguna prueba de misiles o, peor aún, nuclear, en los primeros días de enero. Por otro lado, están quienes piensan que hará alguna maniobra moderada para demostrar que desea continuar siendo considerado un interlocutor reconocido en negociaciones bilaterales.

Una cosa es clara, Kim no conseguirá de Biden el tan urgente alivio de las sanciones internacionales con amenazas, sino negociando. Y esas negociaciones se conducirán en un entorno regional “enderezado”: pocos días antes de las elecciones, Biden publicó un excepcional artículo de opinión en un periódico surcoreano, en el que prometió “apoyar a Corea del Sur, fortalecer la alianza con ese país para salvaguardar la paz en el este de Asia, y más allá”. También expresó su compromiso para involucrarse en una “diplomacia de principios” y seguir presionando hacia una Corea del Norte desnuclearizada.

Luego, en sus primeras llamadas telefónicas como presidente electo, manifestó a los líderes de Corea del Sur y Japón su compromiso con la seguridad regional y su interés en trabajar coordinadamente para ese propósito. Se infiere entonces que el futuro esquema de Estados Unidos para la región contemplará la diplomacia con todas las partes interesadas. Se menciona esto a propósito de recordar que uno de los factores que permitieron a Kim avanzar en su relación con Trump fue que este último negociaba con Kim dejando fuera a Corea del Sur –a quien incluso amenazó con retirar los efectivos militares estacionados en ese país– y a Japón, partes sin las cuales ningún acuerdo de paz en la península coreana sería duradero.

De Biden se espera que retome las alianzas con Estados clave en Asia, para reajustar diversos temas, eminentemente de seguridad y comerciales. Todos estos ajustes dependen y a su vez impactan en la seguridad de la península coreana.

Kim parece entender que ese es el camino por el cual obtendrá sus objetivos. No es entonces casualidad que en su discurso por el 75 aniversario del Partido de los Trabajadores Coreanos, al cual me he  referido con anterioridad, Kim extendiera nuevamente una rama de olivo a su par surcoreano, Moon Jae-in, al decir que mantenía la esperanza de que, una vez que concluya la pandemia, los dos países puedan recuperar sus lazos bilaterales. Recordemos que Corea del Norte suspendió toda la cooperación con su vecino del sur cuando se estancaron las negociaciones con Trump después del encuentro de Kim, Moon y Trump en Panmunjon a mediados de 2019.

Previsiblemente, Kim volverá a buscar el consejo del presidente chino, Xi Jinping, a quien sin falta visitaba antes y después de cada encuentro con Trump. Lo que habrá de seguirse muy de cerca es la redefinición de la relación entre Estados Unidos y China, y qué lugar ocupará Corea del Norte en ese proceso. Cada administración estadounidense ha sabido que las decisiones que se tomen sobre el reino ermitaño deben ser sondeadas con Pekín a riesgo de, misteriosamente, no dar los frutos esperados.

 

¿Hay esperanza?

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Kim Jong-un saluda desde un coche cerca de la frontera entre China y Corea del Norte, 2019. Linh Pham/Getty Images

En suma, puede decirse que Corea del Norte sí será una prioridad de la política exterior de Biden, quien buscará negociar con Pyongyang a un nivel no sólo político –pues no se querrán repetir los errores de Trump– sino técnico, bajo un enfoque de diplomacia tradicional, en el que se involucre a los principales actores regionales. En paralelo, seguramente pugnará en la ONU por el mantenimiento –e incluso reforzamiento– de las sanciones, buscando llegar pronto al punto de inflexión en el que el régimen norcoreano se quede, de plano, sin ingresos económicos ni intercambios comerciales, para acelerar la adopción de compromisos serios por parte de Pyongyang.

Y el régimen norcoreano, con su recién estrenado internacionalismo, estará en el lado de la mesa que le corresponde, haciendo gala de lo aprendido en estos cuatro años de cumbres diplomáticas y encuentros de alto nivel. Tendrá que hacer concesiones dolorosas para las que de cualquier manera se ha venido preparando y, puede ser, que en un par de años veamos avances muy concretos. Aunque claro, cuando se trata de la dinastía Kim, nadie puede poner la mano en el fuego y asegurar que no sacarán algún viejo truco del sombrero.